Yo celebro, una ética de la celebración de la palabra
Por Rafael Felipe Oteriñoi
Yo celebro, una ética de la celebración de la palabra
Agradezco la invitación a participar de la apertura de esta 2da. Feria Internacional del Libro de Villa Carlos Paz. Me da la oportunidad de compartir algunas reflexiones sobre el valor de la palabra y el papel del escritor en el escenario de nuestro tiempo. Con la aclaración de que cuando hablo de “la palabra” me refiero al lenguaje en su dimensión más amplia, sin establecer diferencias entre la prosa y el verso -aunque formalmente las haya-, dado que, en la literatura de creación las fronteras no son estrictas. La prosa se renueva cuando asume la concentración del verso y el verso se reconduce cuando vuelve al manantial de la prosa. Ambos son modos de exponer el enigmático estar en el mundo, fuera de ser modos distintos de componer y de significar. Tanto la prosa como el verso son primordialmente habla (la función más distintiva del hombre), y son, asimismo, mundo, puesto que en ellos las palabras son algo más que noticia y contenido. Y ello implica toda una redefinición de lo real. Vale decir, una nueva y autónoma representación de las cosas, de los hechos e, inclusive, de su propia configuración escrita.
Controvirtiendo las ataduras normativas, llamándole “palomas” a los navíos” y “techo” al “mar”, como lo hace Paul Valéry, o, de manera no menos aventurada, mediante el escueto “Llamadme, simplemente, Ismael” con el que Melville inicia la gesta del capitán Ahab, las palabras de la literatura tienden a decir lo decible y lo indecible. Lo decible apuntando los recorridos de su condición misteriosa, lo indecible a través de las palabras familiares de lo decible. Y así es como crean una nueva intimidad con la que el lector se identifica y en la que se siente hablado. Esto, con el doble efecto de ensanchar el horizonte de lo real, dando paso a algo todavía no representado, y de refrescar el lenguaje liberándolo de las fórmulas adocenadas por la costumbre: los clichés, las frases hechas, los lugares comunes del habla. Porque las palabras se gastan –se gastan por uso: esto lo sabemos bien los escritores- y en los intercambios diarios tienden a perder el nervio vital que les dio origen. Entonces, se vuelve imperioso reavivarlas. La literatura es la que las renueva. A veces, mediante el recurso de unir dos palabras que nunca antes habían estado juntas. Por lo común, trayendo del fondo del lenguaje vocablos que caídos en desuso y que son puestos de nuevo a simbolizar. Pienso en la combinación de dos palabras tan disímiles, temporal y semánticamente, como “corso” y “astronauta”, que, emparentadas por Horacio Ferrer en la “Balada para un loco”, crean una realidad nueva, fresca, distinta: “Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao /No ves que va la luna rodando por Callao/Que un corso de astronautas y niños,/con un vals/Me baila alrededor, ¡bailá!, ¡vení!, ¡volá!”
La pregunta que se impone es sobre el modo en que ha de manifestarse esta particular manera de ver e interpretar las cosas. O dicho de otro modo: ¿cuál es el espacio de la literatura en una época avasallada por la masificación anónima, la idolatría de la ciencia y la consiguiente aniquilación de los lenguajes familiares, que están hechos de sobreentendidos, atravesados por la emotividad y moldeados por la discreción y el silencio? Y la respuesta es propositiva –me apuro a decirlo-, pero a condición de que el escritor no se aparte de la vida real. Que no rechace el contacto con este mundo, que no lo niegue, que se deje interpelar por él aun en sus modalidades más refractarias. Que al escribir su página deseche la idea de que hay temas literarios y temas que no lo son. Que ponga en práctica la convicción de que todo el diccionario está a su disposición y que todos los recursos léxicos y lingüísticos están a su servicio. Servir al lenguaje y reinventar el lenguaje es su cometido.
En su inteligibilidad y en su secreto, en su polifonía y en sus silencios, en su decir una cosa en términos de otra y en disfrazar las circunstancias, la literatura cumple la función de reunir las partes. Así dotada, tiene la capacidad de acceder a zonas inexploradas de la inteligibilidad y el sentido, y de convertir el acto lingüístico en la más poderosa energía creadora que vuelve verdadero lo que de ordinario no tiene lugar en el registro convencional. El poeta irlandés Seamus Heaney dice que la poesía –y esto es válido para todas las artes de la palabra- sirve para corregir los desequilibrios del mundo, interviniendo en el quehacer de los hombres de un modo reparador. Pone de resalto que, mediante la entronización de un equivalente –de eso se trata, en definitiva, la literatura-, la poesía tiene la capacidad de restituir la parte soslayada del mundo y dar paso a un equilibrio que contrarresta la afrenta con la que la realidad exterior suele herirnos. Echa mano de la célebre regla de Simone Weil que aconseja añadir peso a la balanza descompensada, a fin de recomponer el equilibrio de fuerzas. No habla de una fuerza irracional, pero de algún modo la convoca, puesto que habla de colocar una “contrarrealidad” nacida de la imaginación que, con su inventiva, cumple dicha función compensadora. Y gracias a dicho desborde, por la irrupción de la palabra que falta, sugiere que la poesía se convierte algo “fortificante y memorable”. En “la otra verdad”.
Este accionar de enmienda, este laboreo de sutura, da a la creación literaria una intervención más activa que la proveniente de la tradicional concepción de espera e iluminación, que remite a la inspiración de manera excluyente. Su intercesión es mediante la afirmación de un universo imaginario diferente del real. “Puede ser de otro modo” nos repite la literatura con sus leyendas, fábulas y poemas. Ahí está ella, invitándonos a traspasar fronteras. Es lo que dice Rilke en su poema “Yo celebro”, que me permito leerles:
–Oh, poeta, ¿qué haces?
–Yo celebro.
–Pero lo mortal y lo monstruoso,
¿cómo lo soportas, cómo lo consientes?
–Yo celebro.
–Pero lo innombrable, lo anónimo,
¿cómo lo llamas, entonces?
Yo celebro.
–¿De dónde viene tu derecho, en cualquier vestidura,
en cualquier máscara, a ser verdadero…?
–Yo celebro.
–¿…Y a que lo quieto y lo agitado,
como la estrella y la tormenta, te conozcan?
–Porque yo celebro.
Como somos seres históricos, en esta temporalidad se libra el combate. Siempre hay un infierno, un purgatorio y un cielo que luchan por ser expresados. Dejando a un lado la vieja función didáctica, moralista, retórica o meramente mnemotécnica, pero esencial e indisolublemente ligada al lenguaje –que es su casa- la literatura ha pasado a ser una reserva de sentido y una apuesta revitalizadora. Con su palabra ejercitada en lo nimio y lo maravilloso, en el torbellino de la mente y en los sonidos de la calle, se ha convertido en una voz crítica –en un sí y un no- frente a las formas efímeras de la palabra bastardeada, de la sociedad del espectáculo, del universo de los tecnolenguajes que dejan tan poco espacio para sentir, pensar e imaginar. Embriagada por la fe en la vida, que le es congénita, hace de su autoridad un camino a recorrer por sobre los laberintos digitales y el poder hipnótico de los íconos virtuales con los que se entiende -y no se entiende- el presente.
Por eso, hablo de la oposición de un universo verbal a los desvaríos que nos rodean a diario. Un universo que nos permita enfrentar a esta sociedad que identifica lo lírico con lo inútil y la ejemplaridad de la naturaleza con lo gratuito. No, ciertamente, estos bienes no están asegurados. No sabemos si vamos a contar con ellos en el futuro. Propongo resaltar aquello que la literatura tiene de atrevido encanto y ofrecer, con su mediación, una alternativa en la que podamos reconocernos. Antes que una resistencia, que es lo que de ordinario se proclama, y que, por su modalidad, tiende a manifestarse a la defensiva, hablo de la rebeldía de un horizonte moral y estético: hablo de la persuasión de un “Yo celebro”. Apuesto por una ética de la celebración, que es una conducta más solidaria. Esto es: escribir, afirmar la continuidad de la vida, plantar un árbol (de esto saben muy bien aquí en Villa Carlos Paz), prestar atención al otro y a lo otro, apuntalar el pensamiento desinteresado, animar la pluralidad de lo distinto. En suma, defender un universo en el que no se pueda engañar ni ser engañado, tal como -siendo yo muy joven- el maestro Raúl Gustavo Aguirre me señaló que era uno de los destinos de la poesía.
Hablo de sumar a la valentía de la literatura como “resistencia” la acción revitalizadora de la “celebración”, que está, limpiamente, en el corazón de la creación artística. Tenemos a nuestros escuderos y voy a convocar a tres de ellos para que nos acompañen con el mensaje de sus obras. En primer lugar, Antoine de Saint-Exupery. No el de “El Principito”, que es una perla que ya tenemos interiorizada, sino al de Carta a un rehén (1944), libro más breve, más secreto y combativo, en el que, atravesado por los desencuentros de la guerra, pone en acción toda una ética de la amistad. Cito:
“…amigo mío, tengo necesidad de tu amistad. Tengo sed de un compañero que respete en mí, por encima de los litigios de la razón, el peregrino de aquel fuego. (…) ¡Estoy cansado de polémicas, de exclusividades, de fanatismos! En tu casa puedo entrar sin vestirme con un uniforme, sin someterme a la recitación de un Corán, sin renunciar a nada de mi patria interior. Junto a ti no tengo ya que disculparme, no tengo que defenderme, no tengo que probar nada. Más allá de mis palabras torpes, más allá de los razonamientos que me puedan engañar, tú consideras en mí simplemente al Hombre, tú honras en mí al embajador de creencias, de costumbres, de amores particulares. Si difiero de ti, lejos de menoscabarte, te engrandezco (…) Te estoy agradecido porque me recibes tal como soy. ¿Qué he de hacer con un amigo que me juzga? Si recibo un amigo a mi mesa, le ruego que se siente; si renguea, no le pido que baile”.
Y ahora, otro escudero que, desde su paraíso de la Vaucluse en la Provence francesa, también abona nuestra tesis de la celebración como compromiso moral. René Char y su poema “¡Viva!” del libro Les Matinaux (1950):
En mi país las tiernas pruebas de la primavera y los pájaros mal vestidos son antepuestos a los fines lejanos.
La verdad espera a la mañana junto a una lámpara (…)
El juego de ajedrez, precursor de la aflicción, es despreciado en mi país.
En mi país no se hacen preguntas a un hombre conmovido.
En él no hay sombras malignas sobre los barcos que se hunden.
“Buenos días” apenas es desconocido en mi país.
No se toma prestado sino aquello que se puede devolver con exceso.
Hay hojas, muchas hojas, en los árboles de mi país. Las ramas son libres de no tener frutos.
No se cree en la buena fe del vencedor.
En mi país se dan las gracias.”
Y para concluir, el poema “Credo” del poeta Aquiles Nazoa:
Creo en Pablo Picasso, todopoderoso, creador del cielo y de la tierra; creo en Charlie Chaplin, hijo de las violetas y de los ratones, que fue crucificado, muerto y sepultado por el tiempo, pero que cada día resucita en el corazón de los hombres;
creo en el amor y en el arte como vías hacia el disfrute de la vida perdurable; creo en los grillos que pueblan la noche de mágicos cristales; creo en el amolador que vive de fabricar estrellas de oro con su rueda maravillosa;
creo en la cualidad aérea del ser humano, configurada en el recuerdo de Isadora Duncan abatiéndose como una purísima paloma herida bajo el cielo del Mediterráneo;
creo en las monedas de chocolate que atesoro secretamente debajo de la almohada de mi niñez;
creo en la fábula de Orfeo, creo en el sortilegio de la música, yo que en las horas de mi angustia vi, al conjuro de la Pavana de Fauré, salir liberada y radiante a la dulce Eurídice del infierno de mi alma;
creo en Rainer María Rilke, héroe de la lucha del hombre por la belleza, que sacrificó su vida al acto de cortar una rosa para una mujer;
creo en las flores que brotaron del cadáver adolescente de Ofelia; creo en el llanto silencioso de Aquiles frente al mar;
creo en un barco esbelto y distantísimo que salió hace un siglo al encuentro de la aurora, su capitán Lord Byron, al cinto la espada de los arcángeles, y junto a sus sienes un resplandor de estrellas;
creo en el perro de Ulises, en el gato risueño de Alicia en el País de las Maravillas, en el loro de Robinson Crusoe, en los ratoncitos que tiraron del coche de la Cenicienta, en Beralfiro el caballo de Rolando, y en las abejas que labraron su colmena dentro del corazón de Martín Tinajero;
creo en la amistad como el invento más bello del hombre; creo en los poderes creadores del pueblo; creo en la poesía y en fin, creo en mí mismo, puesto que sé que hay alguien que me ama.
i Entrevista a Rafael Felipe Oteriño en ECM Digital https://cultura.riocuarto.gov.ar/entrevista-a-rafael-felipe-oterino/