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Las constelaciones oscurasi
Por Redacción ECM-AT
La observación y el estudio de los cielos han servido desde hace miles de años al ser humano para comprender su relación con el entorno y adecuarse a las condiciones del planeta. Como en otras partes del mundo, en América, las observaciones astronómicas han permitido a las distintas culturas conocer los cambios climáticos, establecer calendarios agronómicos y desarrollar un pensamiento filosófico y las ideas y nociones que sustentan los mitos y las religiones.
Recientes estudios revelan que las culturas prehispánicas de América no sólo observaban en el firmamento las constelaciones detectadas en Europa, África y Oriente desde hace miles de años, sino también a las llamadas “constelaciones oscuras”, vistas como manchas negras en la Vía Láctea.
Según explica el profesor estadounidense Steven Gulberg, citado por el diario español “El País”, las constelaciones oscuras son series de gigantescas nubes de polvo y gas interestelares que interfieren la luz en el centro de la galaxia y sólo se ven en el hemisferio sur de la Tierra. Gulberg, que ha investigado las observaciones astronómicas de la civilización incaica, informa que “la procesión comienza con Mach’acuay, la serpiente y le siguen Hanp’atu, el sapo, Yutu, la perdiz, Yacuna, una llama con su cría, que es la más grande e importante, y, finalmente, Michiq, el pastor que protege a las dos llamas deAtoq, el zorro.
Las observaciones de las constelaciones oscuras no fueron patrimonio exclusivo de los científicos incas. Los investigadores actuales también han hallado indicios semejantes entre los pueblos indígenas del sur de Brasil y de Uruguay, donde una de las constelaciones más importantes era la llamada ñandú, que los españoles llamaron de la Cruz del Sur. En los terrenos llanos e inundables de esta región se han detectado unos tres mil montículos, denominados “cerritos indios”, que servían a los pueblos indígenas para proteger sus viviendas y cultivos e incluso, algunos de ellos, como túmulos mortuorios, y que datan de hace cinco mil años. Para los estudiosos, estos montículos constituyen las más antiguas construcciones humanas dedicadas a la observación astronómica en el sur del subcontinente americano.
El astrónomo español César González-García, quien ha estudiado el vínculo de los “cerritos indios” con el firmamento, constató que los mismos aparecen en grupos de quince o veinte, alineados uno tras otro, de modo que no están dispersos y sin ningún orden. Sobre esto, González-García afirma asombrado que “cuando te ponías encima de los túmulos, siempre veías que alguno de ellos se recortaba en el horizonte”, lo cual lo indujo a convencerse de que podían tener “algo que ver con el cielo”. Esta intuición lo llevó a que, junto con un equipo interdisciplinar, realizara algunas mediciones y que descubriera que todos los “cerritos indios” tenían una misma orientación que respondía a un mismo patrón sistemático.
El posterior descubrimiento no fue menos sorprendente. Todos los montículos estaban alineados con la salida de la luna nueva, antes y después del solsticio de invierno, y con las constelaciones oscuras, principalmente la del ñandú, animal que ha dado nombre a una cultura común entre mocovíes, tobas y charrúas, entre otros pueblos, que por medio de ellos podían determinar ciertos ciclos climáticos y de desplazamientos animales y tener así cierto manejo del tiempo estacional.
Por su parte, el profesor mexicano Rubén Bernardo Morante López, de la Universidad Veracruzana, estudioso de la astronomía prehispana, nos dice que “prácticamente en todos los pueblos mesoamericanos, existían ‘contadores de días’, que ven las estrellas y el sol”, y que algunos, como entre los mayas, disponían de dos calendarios solares de 365 días y podían predecir eclipses cientos de años antes de que ocurrieran. Gracias a estas observaciones del movimiento de los cuerpos celestes, los astrónomos mesoamericanos -también los incaicos- determinaban la época de las lluvias y cuales eran los tiempos más propicios para la siembra, que inspiraban ciertos rituales religiosos.
Además de los observatorios en forma de torres, como los de Uxmal y del Caracol, en Chichén Itzá, los mayas también construyeron aquí y en otros importantes sitios arqueológicos, como los Monte Albán, Teotihuacán, Tajín y Xochicalco, observatorios subterráneos. En esta última ciudad maya, fundada hacia el siglo VIII, hay un observatorio, similar al usado por Galileo Galilei diez siglos más tarde, que los astrónomos mayas utilizaban para observar las manchas solares, aunque en lugar de un telescopio se valían de un disco con cinco orificios a través de los cuales pasaba la luz solar proyectándose sobre el suelo de la cueva. Los astrónomos hacían sus mediciones durante 105 días, entre el 29 de abril y el 13 de agosto. En ese tiempo, sólo el 14 de mayo y el 29 de julio, la luz pasaba por los cinco orificios y el último día sólo pasaba por el orificio opuesto. Los demás días del año la cueva permanecía totalmente a oscuras. Asimismo, cada cuatro años, el 29 de abril la luz no pasaba por ningún orificio, por lo que cuando esto sucedía, los astrónomos añadían un día más al año, tal como sucede con el año bisiesto de nuestro actual calendario.
A su llegada, los conquistadores españoles combatieron los cultos y creencias indígenas entendiendo que sus conocimientos eran supersticiones sin fundamentos vinculados a la agricultura y otras aplicaciones de la vida cotidiana. Por ejemplo, en las culturas andinas, la aparición borrosa en el cielo de Oncoy, como lo llamaban los astrónomos incaicos al cúmulo estelar que hoy conocemos como las Pléyades, o Las siete hermanas, era la señal para el inicio de la siembra. Según escribe el cronista José de Arriaga en 1621, en La extirpación de la idolatría en el Perú, si la aparición era nítida y sin nubes en el sexto mes del año, los campesinos del incario sabían que esa era una mala señal para los cultivos. Investigaciones posteriores han demostrado que hay una relación entre cómo aparecen estas estrellas y algunos fenómenos climáticos, como El Niño, que reduce las lluvias y es causante de sequía en el área andina.
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