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Pensamiento
El rapto de la libertad
La apropiación de conceptos simbólicos positivos del imaginario social ha permitido al sistema capitalista radicalizar el control y la opresión sobre los individuos y acelerar la devastación de los ecosistemas naturales poniendo la civilización al borde del colapso.
Por Antonio Tello
Te escucho a ti cuando dices
me es difícil callar y más difícil aún gritar
una verdad hecha añicos.
pero, sobre todo, tengo miedo y me es difícil
arrastrar a Dios
de regreso al cielo.”
Ana Blandiana
El mito es el relato fantástico que sobredimensiona ideas ancestrales o episodios históricos, para explicar la conducta y naturaleza de los pueblos desde la tribuna de los vencedores. El mito es una distorsión de la realidad que, en la mayoría de los casos, justifica las acciones del poder. En el mundo occidental, el rapto de Europa es el mito que narra en sus distintas versiones, cómo el promiscuo Zeus, disfrazado de toro, sedujo y secuestró una bella muchacha de ese nombre y se la llevó a Creta, donde la hizo reina después de revelarle su poderosa identidad.
Según Heródoto de Halicarnaso, considerado el padre de la Historia, Europa era en realidad una joven fenicia que fue secuestrada por los cretenses en venganza por el rapto de una princesa suya por los fenicios. Algo semejante menciona Homero en La Ilíada y Hesíodo en el Catálogo de mujeres. Otros vestigios históricos parecen indicar que el rapto y violación de Europa evoca la costumbre de los dorios de raptar fenicias en la Grecia prehelénica, cuando se verificó el tránsito de un sistema de poder matriarcal a uno de radical patriarcado, que cambió brutalmente las reglas de las relaciones sociales y de poder en detrimento, especialmente, de las mujeres, según la historiadora francesa Françoise Gange[i].
La permanencia de este mito ha inspirado a numerosos artistas, desde Tiziano, Rembrandt y Goya hasta Picasso, entre otros. Todos ellos parecen querer mostrar en sus cuadros la constante violencia que ejercen los dioses -metáforas del poder- para apropiarse de la belleza humana y satisfacer sus intereses mundanos. El rapto de Europa ejemplifica la apropiación por parte de los grupos de poder de conceptos simbólicos -libertad, solidaridad, justicia, fraternidad, revolución, etc. – que alientan el espíritu humano y favorecen su crecimiento ético, y su reformulación para adecuarlos a sus propósitos de domino.
Siguiendo este patrón, el liberalismo, sustento doctrinal del sistema capitalista, ha hecho suya la noción de libertad y, frente a la idea republicana, que la concibe como el resultado de un consenso de convivencia entre individuos libres, instala la creencia de que la libertad es un don natural individual al que nadie puede oponerse. De este modo, el liberalismo legitima la preponderancia del más fuerte sobre los más débiles, para alcanzar el progreso material. Un progreso científico-tecnológico alejado de todo sentido humanista y despojado de esa ética de la que hablaba Max Weber[ii].
Esta concepción capciosa de la libertad, que constituye un verdadero rapto de la misma, propicia la liberación de las furias que generan el miedo como mecanismo subliminal de control y dominio social sustentado en la incertidumbre acerca del futuro, el cual se vislumbra como una realidad apocalíptica. El individuo alienado por el miedo no encuentra futuro ni sentido a la vida y, expuesto a la violencia y al sacrificio, se paraliza y refugia en su yo. El individuo paralizado por el miedo, preso de la desesperación y de la angustia, es incapaz de moverse y tender su mano a quien, como él, también lucha por sobrevivir. Este individuo amedrentado es una suerte de zombi, de muerto viviente, permeable a las prédicas violentas, engañosas e insolidarias, que inhiben su pensamiento crítico cargándolo de resentimiento y odio hacia los demás.
El régimen del miedo de nuestras sociedades tecno capitalistas, ya sean de cuño liberal, neoliberal o libertario, al inducir a un individualismo narcisista entregado a la violencia e insolidaridad extremas, a una competitividad feroz por el éxito y el temor al fracaso, es una amenaza para las democracias. El régimen del miedo, al tener como único cometido la productividad y las ganancias materiales, distorsiona el sentido de las actividades económicas, las cuales acaban siendo, bajo el rótulo eufemístico de “mercado”, un fin en sí mismas que prevalece sobre las necesidades básicas, el bienestar, la felicidad y la naturaleza humana de los individuos. Así, lejos de progresar hacia un mundo más justo y equitativo, la vorágine del desarrollo científico-tecnológico niega el futuro devolviendo al ser humano a su edad más primitiva.
Con este paisaje, la mayoría social resulta una masa dócil y manipulable, conformista y consumista; una masa autista, cuya capacidad de diálogo ha sido bloqueada por el argumento del poder que la controla. Cabe recordar que aun siendo el lenguaje uno de los cimientos de sentido de la vida, el individuo alienado no sabe cómo expresarse y no puede comunicarse con los demás, porque su lengua ha sido corrompida y fragmentada en jergas estancas. Este individuo ha perdido la facultad de pensar y, temeroso de opinar, salvo para repetir los mandatos tópicos del sistema, vive en la incertidumbre, incapaz de concebir el futuro y de imaginar nada más allá de un perenne y absurdo presente dominado por la angustia y la depresión. Los individuos alienados por la sociedad del miedo viven presos entre los muros del deseo y la necesidad en un presente eterno. Un tiempo detenido por la desesperación, la productividad, el consumo y las fantasías que esclavizan a los individuos exigidos en un constante acto de fe en el progreso. En este sentido, el capitalismo no es sólo un sistema económico que ha parasitado las democracias cooptando a la clase política, sino una religión que ha logrado privatizar y cosificar el dolor, como un objeto de compra y venta, e imponer ideológicamente sus dogmas y las reglas del culto ejerciendo un control casi absoluto tanto sobre los medios de producción y consumo como del pensamiento y los valores que rigen la vida social[iii].
¿Existe entonces alguna posibilidad de rebelarse y escapar de esta cárcel ideológica? ¿La posibilidad de una revolución que restaure en la conciencia humana el sentido de la vida en el mundo? Para el filósofo alemán de origen surcoreano, Byung-Chul Han, la gran fuerza para rebelarse contra la sociedad del miedo es la esperanza[iv]. Su argumentación es razonable, salvo por las cualidades que le otorga a la noción de esperanza, las cuales al ser más atribuibles a la idea de amor, lo obligan a hacer una inútil distinción entre esperanza y optimismo.
En castellano, esperanza procede del latín sperare, “esperar”, voz de la que también deriva “desesperar”, y significa “esperar o desear que algo ocurra”. En la mitología griega, la esperanza se identifica con Elpis, que se representa como una bella joven cargada de flores y una cornucopia. Elpis fue la única deidad que no escapó de la caja de los males y virtudes cuando Pandora la abrió, hecho que dio lugar a la expresión “la esperanza es lo último que muere”. Los romanos, quienes le rendían culto, llamaron Spes -esperanza- a una diosa benéfica representada con una flor en la mano. En la tradición judeo-cristiana, la esperanza define la fe en la voluntad de Dios y Tomás de Aquino, en el siglo XIII, la consideró una virtud que concede confianza y certeza al ser humano para alcanzar, tanto por medios naturales como sobrenaturales, la vida eterna con el auxilio de Dios.
En la tradición occidental, la esperanza es siempre la predisposición pasiva a creer que algo bueno -natural o sobrenatural- ocurrirá si se tiene fe y confianza en ello. En cambio, el amor se manifiesta como una fuerza anímica benéfica hacia el otro; una fuerza positiva transformadora de una realidad adversa. Mientras la esperanza es una expresión del deseo, cuya realización depende del azar o de la voluntad caprichosa de los dioses, el amor es, al contrario, una proyección afectiva del yo hacia otro yo que, por medio de la voluntad común, mueve a los individuos a la entrega y la solidaridad gregaria alzándose como una fortaleza espiritual contra el miedo.
Si bien el amor nace en el individuo –“ama al prójimo como a ti mismo”, dicen los Evangelios-, se concreta y funde con la condición humana al proyectarse hacia los demás. Es así como el amor trasciende el yo hacia el nosotros y da sentido a la vida al procurar la verdad y la justicia evocando la voz de los derrotados, y prefigurar el futuro como fruto de una acción movida por el deseo compartido de bienestar, sueños, imaginación y pensamiento crítico en tanto frutos de un espíritu humano emancipado por voluntad de individuos libres. La visión de este futuro confiere la certeza de que es posible romper los muros del presente perpetuo de la sociedad del miedo y rescatar la libertad y el sentido de humanidad raptados por el sistema de poder que hoy gobierna el mundo. El amor humano, que es trasunto del deseo de bien común, puede romper la coraza narcisista y paliar el mal que causa el individualismo a la comunidad.
[i] Françoise Gange (1944-2011). La viol d’Europa ou le féminin bafoué, Alphée, 2007.
[ii] Max Weber (1864-1920). Economista y sociólogo alemán, La ética protestante y el espíritu del capitalismo.
[iii] Walter Benjamin (1892-1940). Capitalismo como religión (1921). Publicado en 1985. chrome-extension://efaidnbmnnnibpcajpcglclefindmkaj/http://www.relats.org/documentos/FTLecturas.Benjamin.pdf
[iv] Byung-Chul Han, El espíritu de la esperaza, Herder, Barcelona, 2024.
Muy acertada la distinción entre la esperanza y el amor, para evitar confusiones a las que hay mucha propensión