Serie televisiva

Cien años de soledad o el imposible daguerrotipo de Dios

Por Antonio Tello

La lectura de Cien años de soledad, la novela de Gabriel García Márquez, me produjo, siendo estudiante de literatura, una gran conmoción espiritual. Desde su magistral inicio[i] – equiparable al comienzo de El Quijote– su autor revela que la memoria está en el corazón de la historia a contar y que tal historia corresponde a una familia y a un pueblo y, desde este mismo principio, no oculta su filiación bíblica, fundamentalmente con el Génesis. Como en este primer libro del Antiguo Testamento, la curiosidad y el descubrimiento del amor, aun antes de que los protagonistas supieran de ello, son la causa que motiva el abandono del Paraíso original, donde gobiernan sus padres, y el éxodo de la pareja y sus seguidores a través de selvas y cordilleras hasta que, perdidos y cansados de vagar, fundan a la vera de un río un pueblo al que le dan un nombre que no existía hasta entonces. Macondo. Y como al lugar, también nombran a las cosas, a las plantas, a los animales y a todo cuanto existe a su alrededor. La palabra se revela fundante y al mismo tiempo coraza contra el olvido. A la palabra escrita recurren cuando sobreviene la peste del insomnio y a los habitantes de Macondo los consume el olvido. El lenguaje escrito es la argamasa de la novela y del mundo que recrea. Un lenguaje, además de alta factura poética, que estimula la imaginación del lector hasta traspasar los límites de lo natural. No es esto lo que provoca la serie, simplemente porque su lenguaje no es verbal, no nace y crece en el silencio y suena en las zonas más profundas del pensamiento. El lenguaje de la serie es visual y la imagen, que no vale más que mil palabras, acota el paisaje y a los personajes y sus pulsiones a algo visible. Empero, la clave de un posible acercamiento la da José Arcadio Buendía cuando le dice al cura que creerá en Dios cuando vea un daguerrotipo de Él.

Por medio del gitano Melquíades[ii] -otro personaje de trazas bíblicas- el patriarca familiar sabe que los fenómenos y las transformaciones que se producen en este mundo son fruto de procesos naturales o de combinaciones y fábricas del ingenio humano, como la captura de las imágenes de las cosas y los seres vivientes en una cámara oscura y reveladas por un ácido. Pero, tales imágenes no son las cosas ni los seres vivientes reales sino su representación.

En este sentido, la serie es un retrato de la novela Cien años de soledad, pero no es ella y, por tanto, no puede ser evaluada como tal, sino como su fotografía. Su daguerrotipo. Obra en un lenguaje diferente, en la que una voz narradora evoca y testimonia su parentesco artístico con la novela, pero que se ofrece como creación autónoma y atenida a las reglas de su lenguaje, a las leyes de su propia mecánica expresiva.

La Cien años de soledad audiovisual, emancipada del lenguaje literario, goza de valores propios, como son su fotografía, en la que destacan tanto su composición como la cálida temperatura de su color, un ritmo narrativo adecuado al carácter de sus personajes y una alta calidad interpretativa de sus actores, especialmente de Marco Antonio González Ospina y Diego Vázquez, como José Arcadio joven y adulto respectivamente, y la gran Marleyda Soto, como Úrsula Iguarán adulta.

Asimismo, sus directores – Álex García López y Laura Mora- no han pretendido “actualizar” la realidad geográfica y política latinoamericana en general ni colombiana en particular. Al mismo tiempo, el paisaje tropical que vemos en la serie se inspira más en los cuadros ingenuos y fantásticos de Henri Rousseau[iii], el Aduanero, que en las selvas tropicales de García Márquez en sus novelas o de José Eustasio Rivera[iv] en La vorágine. Refiriéndose a Macondo, el mismo autor de la novela dijo en una ocasión que no era un lugar, sino “un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere y verlo como quiere”, declaración extensible a toda su narrativa. El trópico de la serie es pura imaginación visual de sus realizadores, en la que prevalecen la exuberancia vegetal, la intensidad de los colores, el canto de los pájaros, el sonido de los insectos y el rumor salvaje de la floresta en correspondencia con la naturaleza sensorial y las pulsiones instintivas de los personajes. De la rústica inocencia de éstos, de su estar y ser en el mundo, emerge la magia visual de la serie antes que de efectos y trucos técnicos, porque, quizás, sus realizadores han comprendido que la alquimia de tal magia proviene de la curiosidad humana por el misterio, acaso porque ella misma es el misterio. El imposible daguerrotipo de Dios.


[i] “Muchos años después, ante el pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.

[ii] Melquíades o Melquisedec. Rey de Salem (Jerusalem) y sacerdote. Su nombre significa “rey de justicia” (Gn. Cap.14, 18-20; Salmo 110.4; Hebreos, 5.6…)

[iii] Henri Rousseau (1844-1910). Pintor francés llamado el Aduanero Rousseau y considerado uno de los máximos representantes del arte naif.

[iv] José Eustasio Rivera (1888-1928). Poeta y narrador colombiano, cuya novela La vorágine es un clásico de la narrativa hispanoamericana. Ver “A cien años de La vorágine, una aproximación a la novela amazónica de José Eustasio Rivera, por Arturo Bolaños, en ECM Digital 1066, del 20 de enero de 2025.

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1 comentario en “Cien años de soledad o el imposible daguerrotipo de Dios”

  1. Juan Carlos López López

    Brillante la suma que en que devienen literatura y cine. Hay quienes han querido referir el texto al film haciendo una analogía que no es lo propio dado la diferencia de lenguajes.
    Un artículo muy acertado por la doble visión sobre el mismo tema que nos ofrecen dos artes que convergen en ese realismo mágico de que nos habla el texto y que deja abierta la inmensa ventana de la imaginación que no puede ser atrapada por la pantalla. Esos “olores” que nos provocan las imágenes con su ritmo y su color, nos trasladan a un Macondo difícil de atrapar fuera de nuestro imaginario.

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