GRAMÁTICA DEL DESEO Y EL FUERO VERBAL

 

Por Antonio Tello

Crear es pronunciar, decir. Crear es preguntar. Un acto del habla que, en literatura, hacemos efectivo a través de la escritura. De aquí que la escritura tenga un carácter genésico por el cual es posible dar forma y contenido a un nuevo universo y animarlo con el hálito de nuestro espíritu.

Es decir, que la escritura es uno de los frutos de esa pulsión íntima, sentida y profunda, el deseo, que nos induce a salvarnos de la extinción. El deseo es motor del instinto de supervivencia, pero el ser humano no sólo aspira a sobrevivir sino también a trascender su propia finitud y conocer la realidad de su propia existencia. El deseo humano compromete el placer de sentir y el gozo de saber del acto creador.

De modo que, para no frustrar, para no abortar, este propósito y caer bajo los efectos del caos y de las fuerzas corruptoras que amenazan la verdad y la belleza, esa poderosa pulsión genésica ha de someterse a una gramática. Es decir, un sistema racional de principios y leyes que hace verificable la comunicación primordial entre el creador y el fruto de su deseo de vivir y conocer: la obra de arte.

Las leyes y principios que conforman esta gramática surgen de la voluntad, la cual no limita el deseo, sino que permite, en palabras de Shopenhauer, «trazar una meta a sus ansias infinitas y llenar el insondable abismo de su corazón».

En tanto que principio sustentador de la gramática del deseo, la voluntad, y lo que ella lleva consigo, el empeño y el rigor, es el medio del que se vale el creador, el artista, para alcanzar y salvaguardar la visión de la verdad y la belleza, y proteger así el lugar del hombre «en la escala tonal del ser», como dice George Steiner.

Platón escribía en el Cratilo que «el lenguaje es una acción». De modo que la gramática del deseo representa la armadura con que el poeta entra en acción. Un tipo de acción vinculante que origina y refuerza el comportamiento humano y, consecuentemente, determina la acción social unificada para dominar el entorno.

Quiero decir que el primate que funda la humanidad no lo hace cuando descubre la palabra, sino cuando percibe su cualidad transformadora. Es en esta edad temprana cuando el aún homínido deja de comportarse de forma pasiva y empieza a actuar. La palabra le sirve para organizarse y para manifestar su poder sobre las cosas y los demás seres que habitan en el mundo.

Es el momento en que el hechicero hace suyas las palabras que los comunican con los espíritus, como más tarde lo hará el sacerdote para intermediar entre los dioses y los pueblos, y como miles de años más tarde lo harán las entidades del poder político y económico para ejercer su dominio en un mundo laico, donde las antiguas divinidades se baten en violenta retirada o se acomodan a una suerte de interesada funcionalidad emocional.

El hombre, una vez en posesión y dominio de la palabra, inventa los dioses y les atribuye la Creación manifestando de este modo la debilidad de su condición humana; la desconfianza en sus fuerzas para resistir la atracción de la materia inerte y de las fuerzas de la oscuridad, la fealdad, el caos y el olvido; la atracción del abismo de silencio que anida en el origen, y la evidencia de los límites de su saber para explicar el misterio primordial.

No obstante, entre la vulnerabilidad humana y las poderosas fuerzas que niegan u obstaculizan el saber, el propósito del poeta es preservar la función comunicativa del lenguaje; proteger la raíz conceptual de la palabra, pues ésta nos acerca a la verdad última y amplía el territorio de las libertades y justicia sociales.

En este propósito el poeta no puede caer en la impostura, la ignorancia y la negligencia, porque ellas trastocan la realidad y permiten, por ejemplo, el imperio de un lenguaje corrompido en el que las guerras colonialistas son «preventivas» o «humanitarias», que las víctimas son «daños colaterales», que el genocidio es «limpieza étnica», el abuso, «responsabilidad», la invasión, «liberación», los países pobres, «países emergentes», que libertad equivalga a “ley del más fuerte” y que «amor», «solidaridad», «perdón», etc., sean meros esqueletos fonéticos cuya carnadura se pierde por el uso sin sentido verdadero de la acción y conducta que implican.

Atacada así por las fuerzas irracionales del poder político y económico y por la acción devastadora del tiempo que consagra el olvido, la palabra cae enredada en el gran barullo verbal del sistema, la confusión babélica, y paralizada, perdida su capacidad de acción; imposibilitada de comunicar la verdad. Su parálisis es la parálisis del espíritu y, consecuentemente, el triunfo de la impunidad y de la falsedad de la sociedad en general y de la obra de arte acomodada a la realidad nacida de la impostura, en particular.

Entonces ¿para qué el poeta ha de llevar la palabra a los límites del misterio y confrontarla con el silencio? ¿Qué sentido tiene seguir el impulso de su deseo? La respuesta es que el poeta tiene la responsabilidad de preservar el valor significativo de la palabra, porque, como expresión de la comunidad humana, ella comporta la llave de la razón y del acto civilizador.

El poeta es un civilizador y como tal sabe que la palabra, en la medida en que es pronunciada en su verdadera y unívoca significación, es la que inspira el cuerpo ético, el cual, al determinar el comportamiento de los individuos, rige la convivencia en un marco de confianza y justicia, tal como podríamos definir la paz.

Por otro lado, no debemos olvidar que la palabra, por su misma potencia significativa y la carga mítica de su raíz, es vehículo de conocimiento y libertad para el ser humano y su comunidad. La escritura es parte de la memoria sobre la que se construye y perfecciona la justicia y la felicidad en el mundo.

Por esta razón, los cambios externos que se operan en ella, de acuerdo con la formulación de leyes y ordenamientos que consolidan el progreso y la felicidad de los hombres, enriquecen su significación esencial. Pero, sucede lo contrario cuando los cambios surgen de la impostura y la injusticia.

Si según la intuición de Heidegger el ser humano es una unidad de materia y tiempo, la palabra, como expresión humana, también participa de su misma naturaleza existencial y de su capacidad generadora [reproductora] de vida y saber. La palabra, el lenguaje en cualquiera de sus manifestaciones, es memoria, fijación efímera de aquello que nombra. Pero la memoria es vulnerable al olvido, el cual es a su vez uno de los agentes erosionadores del tiempo y del poder.

En esta circunstancia, la acción del poeta consiste en rescatar la palabra de la inflación verbal, del farfullo bárbaro y embrutecedor, y devolverle la vida y su verdadero sentido. Pero para este cometido, el poeta, consciente de sus propias flaquezas y temores, ha de mirar seguro de sí más allá del corto horizonte de lo falso y afrontar con decisión el viaje a través de un laberinto de voces que brillan y mudan de sentido[i].

La misión del creador es hallar la raíz, la nota articulada que contradiga al silencio, y atisbar las imágenes originales de su existencia humana. Asomarse al oscuro núcleo de su preexistencia animal sabiendo que esta odisea entre islas de conciencia está llena de acechanzas y que, víctima del horror, puede caer en la tentación del silencio, abandonarse al irresistible canto de las sirenas, y callar, «quedar sin palabras» y dejar que el olvido y la injusticia avancen sobre el mundo.

No importa que en esta travesía sea herido, su piel lacerada, o enceguecidos los ojos con que mira la evidencia o advierte la revelación. El poeta no ha de temer al esfuerzo –su voluntad- ni cejar en su empeño de atravesar los territorios de palabras huecas y voces enmudecidas, y llegar hasta los confines significativos de la palabra, trepar a sus más altos muros léxicos y desde ellos observar, sobre la planicie que precede al tiempo sintáctico, el sumo entendimiento. La inminencia de lo indecible. El abismo.

En el curso de este viaje y cuando el artista siente en su cuerpo toda su potencia creadora, es también el momento en que la palabra más fortaleza y verdad le exige. Ningún poeta sale indemne de esta empresa y, apenas intenta salir del fuero verbal, donde rigen las leyes de la gramática, para entrar en los registros más profundos de la realidad, el impostor queda al descubierto.

Porque este viaje supone ir más allá de los modos temporales, de las formas sintácticas, y de las significaciones superfluas, si se quiere alcanzar ese lugar en que la palabra desnuda puede ser sentida de un modo no verbal. Como voz original que late en el plexo de la conciencia humana, cuyo sonido será nota musical, pero también ruido, nota carente de pasión, si sólo es hueso descarnado, mero formalismo donde no palpita la vida. Experiencia autista del artista perdido en su propio ego.

El momento más pleno y gozoso del acto creador se produce cuando el poeta siente que el aullido que nace en sus entrañas y atraviesa su mirada de carne regresa al poema no escrito. Ese poema construido con versos de palabras ausentes, es decir, ese poema no dicho. Ese poema no escrito todavía. Ese poema sin voz que disuelve la vida y enfrenta al creador con la metáfora del silencio que nos llega desde el fondo del abismo.

Ese poema sin elementos discernibles de tiempo y espacio ¿Cómo se manifiesta? Para responder a esta interrogación también cabe preguntarse ¿Qué es la luz antes de ser nombrada? ¿Qué es el árbol antes de ser llamado árbol? El nombre es semen, semilla, elemento germinal de las cosas del mundo, y el acto de nombrar que da lugar al poema es el mismo acto de crear, porque coagulamos el tiempo en la vida.

Fuera de la realidad humana cabe suponer que la palabra original, el verbo, carece de conjugaciones de tiempo, de modo y de voz. El verbo, metáfora de la fuerza genésica que crea el mundo, es, paradójicamente, movimiento e inmovilidad, una palabra que representa la acción y la fijación. El verbo, como suma representación de la voz humana, es la palabra que se rebela contra el silencio y lo rompe.

Dado que el lenguaje es un atributo humano, cuya partícula ínfima es la sílaba, es ésta, la que finalmente llega al territorio del origen, del no-tiempo, del silencio. Sin embargo, por su propia condición humana, no puede traspasar sus fronteras y conocer el misterio de ese lugar donde acaba la muerte sin que le cueste la vida, pero sí sentir la inercia de su poder que hace que nada exista en el mundo antes de ser nombrado.

Nada existe antes de ser nombrado. Por esto es tan importante para el poeta sentir en sus entrañas el lenguaje esencial; las palabras despojadas, tanto en sí mismas como en su articulación sintáctica, de todos los barnices y elementos superfluos con que la historia, los hábitos y las ideologías han ido cubriendo su superficie y ocultando su raíz significativa. Las que trasuntan la materia del origen.

Por esta razón, consciente de que ella es la esencia del ser humano, el principio que distingue su inteligencia, es que el poeta la conjura y la salva de penetrar definitivamente en el silencio, para narrar la experiencia de la creación – de la re-creación- que prolonga la existencia humana.

Es así que la palabra, en tanto acción, es la negación del silencio y como tal, a pesar de la poderosa atracción que ejerce sobre ella el abismo, puede sentir la desesperada llamada de su creador, el poeta, y emprender el retorno. Es en este sentido profundo que el poeta salva la palabra de la muerte. Pues ella no sólo manifiesta la jerarquía del ser humano sobre las demás criaturas que habitan en el mundo, sino también su pretensión de ocupar un lugar entre los dioses e incluso de sustituirlos.

La palabra es consustanciación del deseo, pulsión irreprimible de libertad del ser humano sobre cualquier forma de dominio. Expresión máxima de su soberanía en el mundo.

Así, la creación aparece ante el poeta no como un mero acto de supervivencia animal, sino como una permanente confrontación entre el silencio y el sonido, entre los cuales existe un vínculo original que nunca desaparece del todo y que el poeta no ignora, pues de la tensión polar que late entre ellos surgen la música y la palabra; también el ruido que llena el mundo. La confusión.

El silencio no es vacío. Tampoco ausencia. El silencio es energía, fuerza muda del tiempo. El sonido -la voz humana, los ruidos de la naturaleza y del obrar humano, incluso sus excrecencias- es pálpito fugaz de la vida, frágil memoria, que el silencio en su fluir denota y atrae.

En los aledaños del silencio, el sonido -la materia viva- reconoce en la irresistible fuerza que lo atrae algo de su propia esencia. En esa frontera al borde del abismo, el sonido afronta la atracción sujeto a la vida y, en tensión con el espíritu –esa chispa de silencio que anima la carne-, nos revela destellos del conocimiento, de la belleza, las formas perecederas de la plenitud del goce; en esa pausa mínima y peligrosa, el sonido estalla en notas y palabras y al estallar asistimos al soberbio espectáculo de unas notas y palabras que, como estrellas fugaces, se pierden en lo hondo del silencio, y de otras que resisten la atracción y, despojadas y desnudas, nítidas y brillantes en su esencial significado,  modulan armonías que evocan el misterio de lo creado, la secreta noción que funde el tiempo y la materia.

Así, la música y la voz son expresiones humanas, huellas de civilización que deja el arduo empeño de hacer comprensible el mundo. Por lo tanto, las escrituras que nacen de ellas son ese último y desesperado intento humano de coagular el tiempo. Arquitectura de la memoria, gramática del deseo, en el espacio del silencio.

Mientras el ser humano libra esa soberbia lucha contra el poder de los dioses –esa suprema y trágica abstracción por él ideada-, la palabra se rebela contra la acción erosionadora del tiempo, contra el olvido, y construye la memoria sin la cual no existiría civilización alguna.

Es sobre la memoria que el ser humano puede proyectarse en el tiempo y trascender más allá de sus limitaciones individuales en la realidad del mundo.

Es a partir de esta experiencia cuando empieza el proceso de gestación de la obra de arte, la concreción del deseo que ha llevado al poeta hasta la estación abisal. El instante maravilloso que pone al artista ante la sinceridad de su vocación. ¿Qué hacer? ¿Debe moldear la criatura a gusto de la comunidad? ¿Cómo revelar la verdad entrevista sin traicionarla ni traicionarse? ¿Cómo pintar, esculpir, escribir? ¿Cómo descubrir?

Aunque la encomienda del poeta es social, su experiencia es individual y es ahora cuando advierte la presencia del otro; la de aquel con quien debe compartir lo entrevisto. Es decir, la obra que nace de su experiencia artística. Pero ¿quién es ese otro? ¿Importa? 

Estas preguntas identifican las trampas del poder humano y de cualquiera de sus ideologías que pretenda legitimar su dominio sobre los individuos. No se concibe la obra de arte para alguien determinado. No se la concibe para entretener, sino para revelar. La obra de arte, un cuadro, una escultura, una pieza musical, un libro, es una huella original. Se escribe, se pinta, se esculpe para conocer, conocerse y descubrir la realidad del mundo y de la naturaleza humana.

El artista no es un maestro ni tampoco un bufón. El artista es un viajero del tiempo y del espacio cuya carta de navegación –su creación – es el mapa de su propia exploración del mundo; una carta que los otros pueden utilizar para sus particulares exploraciones. Quiero decir, siempre individuales.

Si el escritor, por ejemplo, debiera escribir para el pueblo, para el lector ¿qué lenguaje debería utilizar para no engañarlo? ¿qué lenguaje debería emplear para no engañarse y falsear la realidad entrevista al borde del abismo?

La escritura, como una de las formas de la creación, de la concreción del deseo, es un acto individual que exige un lenguaje genuino para reproducir todo aquello que se ha entrevisto más allá de la realidad visible. Y lo que se entrevé no son historias. Son dimensiones de la realidad.

Las historias se sostienen en argumentos, cuya misma naturaleza inductiva tiende a dar una visión parcial o superficial de la realidad y, consecuentemente, a falsearla. No se escribe a partir de un argumento, sino de un proyecto de viaje cuyo único vehículo de transporte es la palabra. La palabra despojada de todas las pieles que cubren y opacan su más profundo e íntimo significado.

Ese corazón que, en su soledad vital, produce tantas armonías como almas estén dispuestas a escuchar sus latidos. Almas que estén dispuestas a rechazar la inducción argumental y a lanzarse a su propia empresa exploradora sin temor a perderse.

Tanto crear una obra de arte como observarla o leerla han de ser actos de fe en la libertad individual.

La libertad no es una abstracción y es cometido del creador contribuir a alcanzarla a través de una obra emancipada de las ideologías de poder. Éstas tienden a imponer una retórica que reduce y simplifica el discurso narrativo convirtiéndolo en una expresión superficial, maliciosamente instrumental, que escamotea la hondura de la realidad y, por lo tanto, el conocimiento y la liberación del espíritu.

Por el contrario, la retórica de la libertad se vale de un lenguaje luminoso que alumbra la complejidad del mundo, señala el camino del saber y muestra las diversas dimensiones de la existencia. Es en esta búsqueda cierta cuando el otro se siente partícipe en el rescate de esa voz que refiere su propia existencia e identifica, en ese eco arrancado al silencio, la materia que alimenta esa memoria común en la que su experiencia individual no es ajena.

Sólo si esto sucede, el poeta tendrá la certeza de que su deseo y la voluntad de crear habrán tenido sentido.


[i] “Odiseo”, en Sílabas de arena, Antonio Tello, Candaya, Barcelona, 2004.

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