APUNTE PARA LA CREACIÓN DE UN PERSONAJE LITERARIO

Por Antonio Tello

El ser humano, desde que tomó conciencia de su ser y estar en el mundo, ha desarrollado múltiples y diversas estrategias para superar los límites de su finitud. En este sentido, podemos considerar la literatura como una de esas muchas estrategias, en la medida que la escritura tiende a prolongar la memoria frente al olvido alentado por el discurrir del tiempo.

Gracias a la literatura somos capaces de “conocer” y “recordar” algunas criaturas del pasado por muy remoto que éste sea. Tales criaturas -reales o imaginarias- acuden a nuestra evocación y encuentran en nuestro espíritu el latido de la vida como personajes, es decir, como representaciones -imágenes- construidas por el lenguaje a “imagen y semejanza” de un original. En cierto modo, la literatura, en cualquiera de sus manifestaciones genéricas, actúa como espejo de una realidad imaginada o reproducida por el escritor, quien, por tanto, queda sujeto a las leyes que la rigen amparándose así de las tentaciones de la impostación. Esto es lo que podríamos llamar principio de verosimilitud.

La verosimilitud no significa evitar lo increíble, sino que lo expuesto sea, con su apariencia de verdad, creíble en el marco ficcional donde habitan los personajes y demás criaturas y se desarrollan los hechos motivos de la narración. La verosimilitud garantiza la congruencia verbal entre la realidad a exponer y el texto que la narra, pero al mismo tiempo, la huella de verdad que subyace en la enunciación de lo verosímil sitúa la construcción literaria en el plano de lo ético. Quizás, por esta razón, alguien dijo, atribuyendo la frase a Albert Camus, “toda escritura es ética”, lo cual permite inferir, dada la naturaleza de la obra de este autor y su conducta social, el fuerte vínculo entre la verdad y la escritura y, consecuentemente, el compromiso moral del escritor con dicha verdad y la vida.

El compromiso moral en literatura, en tanto construcción verbal, se traduce a través del punto de vista narrativo y del carácter y comportamiento de los personajes obligando al escritor a trabajar con rigor en la concepción de su mundo o universo y de las criaturas que los habitan, para evitar los diluvios correctores que acechan a toda creación. Pero, este compromiso se ignora o se relativiza cuando el escritor, acaso confundido o dominado por su vanidad, escribe y actúa como un demiurgo o diosecillo y fragua una escritura argumental que condiciona tanto la naturaleza del mundo creado y sus personajes como la libertad de quienes leen. Aun así, el escritor debe “disimular” la impostación, especialmente en la configuración de los personajes. No se trata de que éstos aparezcan libres de contradicciones, sino de artificios evidentes que los acomodan a intereses económicos, políticos, religiosos, ideológicos, etc. del autor o de las corporaciones editoriales, a costa de su verosimilitud.

La impostación es un agente altamente corrosivo de la verosimilitud literaria. Entre otros, el recurso literario que más evidencia esta impostación en un texto narrativo es el diálogo. Es frecuente que los escritores, al margen de su grado de experiencia profesional, recurran al diálogo para dar apariencia de vida, frescura y cercanía a los personajes. Sin embargo, muchos caen en el error de reproducir parlamentos superficiales imitando jergas, vocablos o giros de moda y sin arraigo en la lengua o, lo que es más cuestionable, de poner en boca de los personajes palabras que éstos nunca dirían contraviniendo la esencia de los mismos, con la pretensión de una mayor eficacia narrativa[i].

Esta contravención resulta mucho más flagrante cuando el personaje es “imagen y semejanza” de uno real, especialmente si este es el protagonista de una biografía o de una seudo autobiografía. En estos casos, el escritor no sólo ha de tener en cuenta los rasgos más denotativos de la personalidad que representa su personaje, sino también, y de modo muy especial, el léxico y hasta la prosodia reales, para transmitir veracidad al lector, quien, al leer, reconocerá al personaje a través de su vocabulario, giros y cadencias sintácticas, independientemente de los hechos que constituyen el “libro de vida” del personaje en cuestión. La verosimilitud exige que el yo del escritor desaparezca por completo del texto para dar cabida al yo semejante del personaje y su apariencia de veracidad. No debe olvidarse que siempre el personaje, como la historia que se narra, es una construcción verbal.

A modo de ejemplo extremo de lo antedicho, imaginemos que nuestro personaje, inspirado en Teresa de Calcuta, se topa con la matanza de habitantes de un pueblo ¿Qué palabras, qué expresiones pondremos en su boca? ¿Cuál será la secuencia de sus expresiones? Ante la visión de la terrible escena y considerando la naturaleza de su persona y su ferviente religiosidad, quizás lo primero que salga de su boca sea una invocación –“¡Oh, Dios!, ¡Oh, Señor!”-, luego su pensamiento, conmovido por la visión, será para las víctimas –“¡Pobres! ¡Cuánta maldad!”- y recién entonces pensará en los asesinos y lo hará con conmiseración –“¡Qué Dios se apiade de ellos!”- e incluso será capaz de interceder por ello ante la justicia divina –“¡Ten misericordia de ellos, Señor!”.

Si en este ejemplo, el autor se atreviera a poner en boca del personaje un exabrupto, aun “espontáneo”, de condena al hecho o una descalificación moral de los asesinos, estaría malversando la naturaleza del personaje y haciéndolo negar el principio fundamental de su fe, que se basa en la idea de que todos los seres humanos, sean de buena o mala conducta, son hijos de Dios.

Esta es la exigencia ética, reconocible por la experiencia en el oficio, que el escritor tiene con la naturaleza del personaje que compone, ya sea a partir de su imaginación o de un modelo real, esté o no de acuerdo con él.


[i] Diálogos maestros pueden leerse en los cuentos de J.D. Salinger y en “Los asesinos”, de Ernest Hemingway.

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