Blanco, entre la desolación y la belleza
Una obra de Han Kang
Por Nélida Caña
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Finalmente me reuní con Blanco (2016) de la escritora sur coreana Han Kang (Corea del Sur, 1970) en la reciente edición de Random Hause, Bs. As. , 2025. El primer libro que leí de Han Kang fue La clase de griego; una obra de una intensidad poética y profunda humanidad donde dos seres arrojados a la imposibilidad pueden crear vasos comunicantes. Luego seguí escuchando acerca de la Premio Nobel de literatura 2024. Incluso tuve otros de sus libros para leer. Pero los fui postergando. Esperaba Acaso de una manera intuitiva que llegara Blanco. Es posible. Los caminos que se abren en el lector son inefables. Me gusta ese misterio que rodea a los libros. Me gusta esperarlos. Buscarlos. Y dejarme llevar por ese no saber que nos asiste tantas veces.
Esta noche llueve y hay viento en la ciudad. Lo he comenzado a leer. No he podido aún salir de sus dos primeras páginas. Sé que el blanco fue tradicionalmente el color del duelo en Corea.
Sé que la autora necesitaba duelar a su hermana que murió a poco nacer y que no conoció. Esa pérdida es la motivación de Blanco.
Para empezar a escribir lo que aún no sabe, Han comienza con una lista de palabras blancas. Desde manta de bebé hasta la palabra mortaja. 15 palabras donde se despliegan otras como nieve, arroz, sal…
Vuelvo a releer las dos primeras páginas. Sé que no saldré con facilidad de ellas. Necesito releer como Han necesitó de aquella lista de palabras blancas para empezar a escribir.
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Sigo con la lectura de Blanco de Han Kang y poco a poco mi cuerpo se impregna de su blanca desolación. Iré diciendo a medida que pasen las páginas y luego tal vez logre una pequeña conclusión. Se trata de contar el proceso de lectura a medida que la propia Han se interna en su proceso de escritura.
La novela de Han Kang es breve consta de 172 páginas, pero no se lee rápido. El dolor de lo humano no puede leerse como entretenimiento. Su estructura consta de tres capítulos: Yo, Ella y Todo lo blanco. Los capítulos están integrados por breves narraciones o fragmentos. La niña nacida precozmente muere a las dos horas de nacer y la que narra “había nacido y crecido en el espacio que había dejado su partida”. El yo de la narradora busca y elige palabras que la reúnan con su hermana muerta. Con esa niñita diminuta hecha de la blancura del arroz, envuelta con una manta blanca y con la batita que su madre coció en aquellas horas de incertidumbre, mientras sufría los dolores del parto. Reunirla con palabras blancas como una forma de exorcizar el vacío en el que su propia vida se debate. Llenar el vacío que dejó la pérdida con palabras. Quizás darle identidad al nombrarla con esa serie de palabras que la rodean como los brazos de su madre cuando le pedía en un ruego “no te mueras”.
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Blanco, el libro de Han nace desde una profunda contradicción enunciada en el primer capítulo “Yo”.
“Necesitaba ponerme en las heridas un ungüento claro y recubrirlo después con una gasa blanca”.
Intuye que en el proceso de la escritura nacerán frases que se convertirán en un suave ungüento para curar sus heridas. Escritura como catarsis, entonces. Proceso de sanación. Ir perdiéndose como una manera de renacer única. Idéntica a sí misma.
Pero, aquí la contradicción: “¿Estará bien esconderme entre frases cubiertas con gasas blancas?”.
Mucho después se da cuenta que es imposible esconderse. Que su vida no es una ficción. Aunque sepamos que todo hecho al ser narrado se ficcionaliza es imprescindible ser yo. Así la primera persona del singular se convierte en la voz narrativa. Blanco es el libro que Han necesita escribir para calmar sus heridas con el ungüento claro de las palabras. Nombrar así la pérdida, el cuerpo diminuto y blanco. Restituirla, acunarla en su propio corazón para luego darle una sepultura leve y blanca.
Releo mi propia escritura y comprendo que sigo en las primeras páginas. Sigo abrazada a un yo trémulo que enuncia lo que no está. No comprendo en mí esta conmoción. No sé a qué profundidades me remite. Intuyo que el duelo es un ungüento leve que restituye. Una oración para los que se fueron antes y con ellos llevaron parte de nosotros mismos que nos era íntimo y será irrecuperable.
Con Katie Kitamura creo que la escritura de “Blanco es un súplica en favor del poder ritual que envuelve al duelo; de su importancia en términos de restitución tanto personal como histórica”.
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A la lista de palabras de Han Kang, una blanca guía de escritura, agrego las que se fueron haciendo en mí como lectora: vulnerabilidad, ausencia, dolor, ternura, recuerdos, lengua materna, cuerpo-isla, instantes, desolación, destrucción y renacimiento.
Blanco es una novela confesional donde se conjugan vida y muerte, esperanza y desolación. La poesía, como no podría ser de otra manera, se cuela entre los intersticios. Y la interrogación, que no exige respuestas, es un ojo alerta a los fantasmas y la eternidad.
La temática de la guerra está presente en el capítulo Ciudad blanca, que narra una ciudad borrada por el nazismo en 1944. “La ciudad no estaba nevada ni había caído hollín sobre el hielo […] Lo que se extendía de manera interminable hasta donde alcanzaba la vista eran las negras huellas del fuego sobre las blancuzcas ruinas de piedra”.
El capítulo II, Ella, narrado en tercera persona está construido por fragmentos de extrema belleza. De una lírica purísima como cuando el mar se escarcha y se pueden ver “peces congelados de escamas blancas desperdigados por la marisma arenosa”.
Ella es yo en el proceso del duelo. Y es también cada una de nosotras transmutando el dolor.
Tanto el capítulo II como el III (en el que regresa a la primera persona) están constituidos con poemas en prosa livianos como alas de mariposa. Algunos muy breves. En Olas Han Kang dice: “Cuando desde la linde donde se encuentran la tierra y el agua contemplamos el movimiento de las olas, que parece repetirse hasta el infinito percibimos con inequívoca claridad que nuestra existencia no es más que un instante”.
De eso se trata Blanco, de captar el instante. Lo vulnerable y fugaz de la existencia humana.
Los fragmentos están unidos por una belleza frágil y blanca que opaca los sentidos y enciende el espíritu para restaurar ausencias e instaurar la vida. Una nueva vida que no acaba con la herida, pero que ha recibido el bálsamo de las palabras.