De orilla a orilla

LA PRESUNCIÓN DE INOCENCIA

Por Jorge Rodríguez Hidalgo

 

La democracia es una aspiración, pero no una realidad. De naturaleza rebelde, y a la vez sumisa, el hombre, que nunca ha abandonado la edad infantil, no está dispuesto a reconocer a su semejante, ni, por lo tanto, a admitir que nadie le usurpe su posición, su yo incontestable, su propiedad. Ni pactos ni componendas. En realidad, el espíritu individual de los hombres dista mucho de ser democrático, es decir, de aspirar a acatar la opinión de la mayoría de sus conciudadanos frente a la de la minoría, que, en buena lid, no habría de resultar perjudicada. El contrato social que proponía Rousseau (1712-1778) lo ve, sin duda, una atadura más que solo en épocas y circunstancias determinadas acabará aceptando como un instrumento para alcanzar acuerdos antes que como medio de entendimiento entre iguales. Dejó dicho Winston Churchill (1874-1965) que “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”. La célebre frase no oculta el escepticismo que le produce la naturaleza humana, por lo que hemos de entenderla acudiendo a la psicología, la sociología e incluso la antropología.

Los convulsos y violentos tiempos en que vivimos, agravada más su percepción, si cabe, por la amplificación (la cruda fe pública derivada de las imágenes) que de sus efectos permiten las tecnologías al servicio de la comunicación de masas, se caracterizan por el diseño de una trampa gigantesca dispuesta en forma de laberinto sin salidas. Asistimos en tiempo real -a veces de forma programada- a la observación del desarrollo de guerras, a acciones delictivas de toda especie, difamaciones, injurias…, en definitiva, al espectáculo de la decadencia de los terrícolas, cuya falta de probidad les lleva a pervertir los fundamentos de la vida hasta convertir su existencia en una lucha irracional por no saben muy bien qué. Porque quien justifica su avaricia acostumbra a ser alguien sin necesidades; quien, de acuerdo con el color de su piel, su procedencia o sus creencias, considera que los que no se ajustan a su perfil son aberraciones humanas que hay que eliminar; y quien se deja guiar por el instinto animal y por su fuerza, suele tratar como a tales a quienes, menos poderosos, simplemente viven o sobreviven en su entorno.

Dado que las sociedades han de vertebrarse, se dotan, aunque sea de manera nominal, de leyes y normas que organicen las inevitables relaciones entre sus miembros. El sistema democrático, por ejemplo, consagra como uno de los pilares de su sistema judicial la “presunción de inocencia”, un derecho recogido en la “Declaración de Derechos Humanos” y garantizado (?) por la Constitución Española por medio del artículo 24.2. Como es sabido, en las dictaduras, cualquier ciudadano es culpable mientras no demuestre su inocencia. A la inversa, la democracia supone al mismo individuo inocente mientras no se demuestre, con arreglo a las leyes, lo contrario. En la actualidad, sin embargo, la confusión entre democracia formal y democracia real dificulta -cuando no impide- denunciar las prácticas dictatoriales o la subversión de los sistemas, so pretexto de que se cumple con el rito de la emisión de sufragios electorales cada tanto. Nuestro tiempo, llamado de la “posverdad”, donde ideólogos al servicio de los propietarios de los medios de producción, propagandistas, o, en descendente escala, eso que se ha dado en llamar “influencers” son productores de “verdad”, construye la “realidad” aparente trastocando todos los valores que deberían apuntalar la convivencia general. (Ya en el primer tercio del siglo pasado, el poeta español Antonio Machado escribió en Proverbios y cantares que “se miente más de la cuenta/ por falta de fantasía:/ también la verdad se inventa”.) Pues bien, hoy por hoy asistimos al dislate del “todos contra todos”, en una suerte de infernal darwinismo social en que los más pierden y los menos se ganan la tierra y cuantos cielos se inventen. La inocencia del que no sabe, o no puede, es condición suficiente para el no reconocimiento de la inocencia en su obrar, si este no se ajusta a los dictados de los maliciosos, a quienes vemos, por cierto, en las televisiones representando sus papeles de taladores (con motosierras que espejean de limpias), dictadorzuelos surgidos de la chapliniana película Tiempos modernos”, genocidas que han olvidado -o quizá no- la Shoah, vendedores de coches y constructores de cohetes espaciales que cargan en sus hombros a algún niño, todavía “inocente”, a vulgares asesinos encorbatados que se han puesto el mundo por montera sin tener en cuenta que al toro bravo de la depravación le siguen creciendo los cuernos y acabará embistiendo esta bola repugnante del globo terrestre.

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