
DE ORILLA A ORILLA
LOS NÚMEROS DE LA ACADEMIA: PALABRAS Y AGUAS MAYORES
Por Jorge Rodríguez Hidalgo
Hace escasas fechas, la española Real Academia de la Lengua (RAE) ha sido noticia al no ponerse de acuerdo sus miembros en la asignación de la Silla “O”, vacante desde 2004, a la que optaban el arquitecto Luis Fernández-Galiano (Calatayud, Zaragoza, 1950) y el poeta y filólogo Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950). Se da la circunstancia de que la candidatura de este último es la segunda vez que la rechaza la Academia (la primera fue en 2004). La polémica suscitada se origina en la cantidad decisiva de votos en blanco emitidos (13), lo que ha impedido que el candidato más votado (De Cuenca, con 16 en la tercera votación, frente a los 7 de Fernández-Galiano) alcanzase la mayoría simple necesaria (el número total de académicos es de 46). ¿Por qué los votos en blanco constituyen un asunto controvertido? Porque todos ellos corresponden al área de lingüistas, que, para algunos, se comporta como un grupo de presión, o “lobby”. Resulta, además, revelador que se sepa la naturaleza del voto de cualesquiera de los electores, pues el sufragio es secreto. Al decir de un académico (de modo confidencial, claro está), los lingüistas no quieren en la Academia a gente que no proceda de la rama de la lingüística. El propio Luis Alberto de Cuenca ha declarado que “un grupo de presión de la RAE, mayoría lingüistas, se confabuló para que no saliera nadie y así disponer de una plaza más para sus intereses. Lo de votar en blanco se hace para evitar que salga alguien”.
Desde que se conociera el resultado de las votaciones, voces dispares del mundo de la literatura y la cultura en general se han pronunciado y alineado en dos bandos, unos en el de los escritores (creadores) y otros en el de los lingüistas, lo que ha movido a algunos calificar el enfrentamiento de “guerra civil”, una expresión que en España siempre permanece viva (recuérdense los célebres versos de Antonio Machado: “Españolito que vienes/ al mundo te guarde Dios./ Una de las dos Españas/ ha de helarte el corazón”). ¿Qué interés pueden tener los lingüistas en engrosar sus filas con más afines? Hay quienes opinan que estos son fieles a los preceptos de la universidad, y ésta está degradada, de modo que llevan a la Academia “todos los vicios” de aquella institución. Es decir, “quieren convertir la RAE en un apéndice universitario, lo cual significa matar la Academia. La parte de la creatividad, de la autoridad, todo se basaba en autores de prestigio; ahora todo se basa en el folleto farmacéutico, en lo que dicen las redes…, el concepto de autoridad, como referente culto y respetable de la lengua, desaparece, se vulgariza”. En otro tiempo, se buscó el equilibrio entre lingüistas y creadores, pero en estos últimos han ido ingresando lingüistas “de menor calidad, y muy talibanes en el sentido de que, para ellos, la Academia debe ser una especie de factoría técnica en la que los creadores están de más”. Al parecer, “ya no hay debates en la Academia, no hay discusiones en los plenos: hay imposiciones de los lingüistas”. Creadores como Carlos García Gual, José María Merino, Luis Mateo Díez o Arturo Pérez-Reverte consideran que “el escritor de calidad, para eso está en la Academia, es autoridad porque crea lengua y lenguaje”. Sin embargo, los lingüistas entienden que “el uso de la lengua, y, por lo tanto, el uso [de esta] de la gente, ha de prevalecer sobre los autores”, a tal punto que si los mejores de nuestros creadores escribiesen esta o aquella palabra de una forma y la ciudadanía lo hiciera de otra distinta, este último uso ha de prevalecer sobre el de aquellos. El disenso, aquí, es total.
Es necesario preguntarse si el poder (o de una forma menos difusa, los poderes fácticos) toma las instituciones para su beneficio, a sabiendas de que estas han sido creadas por la acción de aquel. La RAE fue fundada en Madrid, en 1713, a instancias de Juan Manuel Fernández-Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien se convirtió en su primer director. El origen de la ‘veladora’ de la lengua escrita es nobiliario, por lo tanto. Si acudimos hoy a la página oficial de la RAE, podemos leer que esta “es una cuestión de Estado”. O sea, “el poder” rige los destinos de la lengua de todos. Los actuales estatutos de la Academia, que datan de 1993, se enderezan a “velar por que la lengua española, en su continua adaptación a las necesidades de los hablantes, no quiebre su esencial unidad”. A este efecto, la RAE firmó con las otras veintidós academias hispanoamericanas un documento en que se fijaba la “política lingüística panhispánica”.
De acuerdo con lo dicho, ¿ha de atenderse más a la lengua ‘viva’ del ciudadano de a pie que a las normas de las ‘autoridades’ lingüísticas? Nuevamente, ¿a los creadores o a los lingüistas? El asunto no es baladí, pues hay muchos casos -poco o nada conocidos del gran público- en que a escritores con valiosa obra se les ha negado el acceso a estas instituciones (valga, por supuesto, la afirmación también para Argentina, donde el litigio es similar al de España).
Es cierto que las academias deberían equilibrar el número de representantes de las diferentes disciplinas del saber a fin de tratar con autoridad cuanto respecta al conocimiento general y particular de la acción humana. Si, contrariamente a la lógica, son mayoritarios los pertenecientes a una rama específica -aquí, se entiende, la lingüística-, es dable preguntarse el porqué y con qué fines. De todos es sabido que la lista de grandes creadores que nunca han sido promovidos a las academias contendrían, quizá, nombres más importantes que los admitidos en ellas. Algo parecido sucede con los premios ‘Nobel” (especialmente el de literatura), donde intereses ajenos a la naturaleza de su objeto determinan quiénes (y con qué tipo de obras) deben ser elevados por encima de sus semejantes. Con respecto a estos premios, huelga citar a tantos autores universales que nunca llegaron a obtener los galardones o se quedaron a las puertas. Sí mencionaré un caso español que, aunque alejado en el tiempo, ilustra bien lo expuesto. En los años 30’ del siglo pasado, el gallego Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936) presentó dos novelas al premio Fastenrath, que otorga la RAE. Se trataba de “La corte de los milagros” y “Tirano banderas” (obra esta última que podría verse en el origen del realismo mágico, que hay quien se empecina en adscribirle solo autores hispanoamericanos). Disputaba también el premio un autor menor llamado Ángel Menoyo Portalés. La Academia dio el premio por desierto, pese a que las obras de Valle-Inclán habían obtenido 10 y 2 votos, respectivamente, por cinco la de Portalés. Aunque Serafín Álvarez Quintero (1871-1938) propuso dársela a Valle-Inclán por la suma de los votos a sus dos obras, los que decidieron fueron… ¡los 8 votos en blanco! Véase un antecedente lejano de lo ocurrido en nuestros días con el poeta y filólogo Luis Alberto de Cuenca. Números, números: bien parece que la RAE “limpia, fija” …, pero no da “esplendor”.