Columna

Desde el mirador

Por Kepa Murua

Palabras que se pronuncian

La escritura nos muestra la vida interior de los hombres y de las mujeres que sienten la vida interior de las palabras que les sirven para juzgar lo que hacen o dicen y para explicar lo que sienten hasta convertirse ellos mismos en protagonistas esenciales de las palabras que pronuncian. ¿Dónde hay más vida? ¿En la realidad o en la imaginación? ¿Dónde una mejor vida –la que más nos podría gustar– en la realidad o en la imaginación? Los prácticos en sus apreciaciones responderán que en la realidad es donde se puede amar, bailar, nadar o divertirse. Habrá otros que piensen que aunque la vida real es muy dura y que hay que levantarse para ir al trabajo y que vivimos en un mundo donde la gente se enfada, pasa hambre y existe la guerra, a pesar de esto se decantarán por la vida en el sueño y, más aún, si estos sueños los dirige uno a su antojo y no nos asalta alguna que otra pesadilla que confunda el deseo más elevado y lo convierta en algo complejo. Sea lo que sea, esta pregunta la responde la escritura a su gusto. Si prefiere la dura realidad, ahí se lanza a describirla y analizarla, a descubrirla a nuestros ojos. Los hay verdaderos maestros en este tipo de historias reales que te pueden poner los pelos de punta, excelentes ensayistas que razonan los pasos del mundo, así como historiadores y científicos que muestran los diferentes cambios de la política y del universo. Sin embargo, si la respuesta se decanta por el sueño, la escritura también puede responder con creces a esta pregunta, pues en la ficción, en la imaginación, en el sueño, surgen las bases para una escritura que los lectores volverán a considerar imaginaria o realista, según la concepción que tengan y la experiencia, así como las ganas de creer en las historias que nos cuentan como reales, siendo falsas desde el principio. ¿Nos engañan?, ¿nos dan gato por liebre en estos casos? La respuesta es no, pues la vida de la escritura es real mientras sus fundamentos sean reales, aun siendo sus productos parte de una mentira que se consolida como verdad. La vida de la escritura es, por tanto, una mentira muy dulce que comienza con cada escritor y cada lector cuando al poner las palabras, una detrás de otra, esas palabras dan lugar a una historia, a un libro de relatos u otro de poemas por citar algunos ejemplos. Pero la realidad también se confunde con la escritura y es entonces cuando la vida surge con todas sus contradicciones, con sus matices, con sus imposturas y sus máscaras, hasta que el lector se quita él mismo la venda de los ojos y lo descubre. Entonces se abre un camino nuevo por el que pueden transitar todos: niños y jóvenes, adultos y mayores, hombres y mujeres, porque la escritura es un mundo donde las palabras dan vida a nuestros sueños y pensamientos de la misma manera que observa la historia, la política y lo que sucede como una distorsión de la vida que podría ser demasiado demoledora y triste. Y si triste es también la vida de la escritura cuando no se ve nada al fondo y no se vislumbra una salida, la mayoría de las veces es un logro extraordinario, un milagro que transciende como si fuera la misma vida, porque también en ella sobresalen todas las historias posibles, todas las variantes posibles de los hombres y mujeres, y del universo. Es una vida íntima que busca a Dios cuando lo pierde, que busca el amor cuando se va, que busca la amistad cuando parece que no existe, que busca trabajo a su manera y que –tarde o temprano– es capaz de ofrecer incluso paz y libertad, reconocimiento y prestigio, al saber que lo que se hizo estuvo bien y era suficiente. Y sin embargo, pese al posible fracaso, es una vida que va más allá, que es capaz de dar voz a los montes y al viento, a la nieve y a la lluvia, al mar y al cielo, a los animales, a lo que vemos y no vemos, a las máquinas, al mismo silencio hasta hacernos pensar que la escritura es, a su manera, en un porcentaje menor, una especie de cosmos dividido donde sus protagonistas se sienten como pequeños dioses que pueden organizar el mundo a su antojo, que pueden inventar desde la nada ciudades y países mientras siguen con los estados de su conciencia y los vaivenes de sus propias necesidades, su propio camino. La escritura tiene ese don de vivir y de generar vida y, en el otro extremo, podría matar y acabar con ella, pero tanto en un caso como en otro, su realidad responde a una ficción detallada que, en el caso de la vida, te carga de energía y en el caso de la muerte, te explica su sentido, sin que por ello te conviertas en un asesino y vayas a la cárcel. Pocas son las cárceles de la escritura, a no ser que esta se convierta en un oficio obligado. En libertad, el oficio de las palabras adquiere su pleno sentido. Ser escritor puede ser mucho, pero puede ser también muy poco. El lector que se fije en las palabras podrá respetar al autor. Pero el autor solo puede respetar las palabras que le dan vida y atiendan tanto a sus necesidades como a su imaginación.

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