El atardecer de Hedonia[i], de Abelardo Barra Ruatta

Por Oscar Tomás Aimar

                                          “Y la carne que tienta con sus frescos racimos, y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos”. (Rubén Darío)

En su novela Varamo, César Aira crea un personaje, funcionario público de segundo orden, que no ha tenido antes ningún contacto con la literatura, ni como lector ni mucho menos como autor, pero que una noche, como consecuencia aparente y laxa de algunos sucesos extraños que lo afectan, escribe de un tirón un poema, El canto del niño virgen, que se convertirá en la obra capital de la nueva poesía centroamericana.

La poesía de Barra Ruatta es, o se deja pensar, en lo que respecta a su nula filiación con otras poéticas, como una singularidad parecida. Uno se encuentra, leyendo la poesía de Barra Ruatta, con algo que no tiene mayor vinculación con ninguna estética que se haya desarrollado, digamos, aproximadamente, después del modernismo. El autor, que aparenta no haber leído nada posterior a eso, y si lo leyó su actitud refractaria a sus influencias equivale a la no lectura, produce, como Varamo, una burbuja poética intemporal. Excepto que lo que en Varamo es producto de la inocencia, en Barra Ruatta lo es de la voluntad.

Este libro, El atardecer de Hedonia, consta ordinalmente de setenta poemas, que en realidad son algunos más, porque unos pocos están presentados en dos versiones levemente distintas una de la otra, recurso interesante que obliga al que los lee a afinar la lectura, y le recuerda y le impone que la poesía se lee línea por línea, palabra por palabra.

El tema general de los poemas es el amor, que es decir que es la vida, que es decir que es la muerte. Porque no se trata de la celebración de “la santidad de un amor vacío de deseos”, sino de un amor intensamente erótico, que no puede ni quiere prescindir de la humedad de los labios, ni de la opacidad de los cuerpos. Pero es justamente en la opacidad de los cuerpos, “hermanos del gusano”, donde reside el mecanismo que “me hace diferir de aquel a quién querías”. Al huir del platonismo y la intemporalidad y la hipocresía, el poema (¿el poeta?), caen en los dominios del tiempo y del desamor y de la muerte.

La voz del poeta pasa y padece por distintas emociones. A veces es el enamorado quejoso que pena en el cadalso del abandono, otras veces el amante plural que se permite “descubrir placeres en ignotas vestales”, algunas otras el amado abandónico que se hace buscar en sus “domicilios prostibularios” entre la “desnudez de las vírgenes lascivas”.

En los poemas está la amada, que también es la musa, está el poeta que le canta y están los antagonistas, a quienes también, de un modo más velado, alude el poemario. Uno son las poéticas contemporáneas, la poesía que no le gusta, cuyos retos no acepta y a la que ni siquiera nombra, porque la combate con el desdén.

Otro, más explícito, son los “comisarios de la decencia”, “los inquisidores de los ardientes lechos”, los que ejercen “el torvo inventario de los pecados”, nombres poéticos del censor, que va leyendo y reprobando los versos por sobre el hombro de quién los escribe.

El otro antagonista, el definitivo, el que obliga a la lucha más noble y más condenada a la derrota, es el tiempo. El tiempo que arrasa con la vida, que es solo unos “instantes de alegría en la pasión de un beso, algunos segundos de lucidez en la inconsciencia infinita”. Y no ha de poder con eso “el tímido sol de la metáfora”.

Todo, y esto es lo que le da a la estética de Barra Ruatta ese tono que lo diferencia tanto del espíritu de la poesía de la época, en un lenguaje omnívoro y de alto rango, con abundancia barroca de adjetivos y figuras, y en la búsqueda de recuperación de los cánones clásicos. Esto es ciertamente rupturista, pero no puede decirse que rompa hacia la vanguardia. Es más bien una transgresión estética por la retaguardia, y sabemos por Yourcenar que las grandes batallas son de retaguardia.

El autor es consciente de que atardece en Hedonia, y nos invita a pasear a ese atardecer por sus jardines. Ha sido un provechoso paseo, aunque al final, como augura el triste, vulnerado, entrañable verso setenta, debamos sentarnos con el autor, “en ese banco desvencijado del parque…a auscultar como llega la muerte”.


[i] Texto de Oscar Tomás Aimar para el prólogo de El atardecer de Hedonia. Éxodo de los colibríes, de Abelardo Barra Ruatta, Ediciones del Puente, Río Cuarto, 2024.

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