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EL CINE DE PATRICIA HIGHSMITH[i] – – 2ª parte
Por Amílcar Nochetti[ii]
Adaptar una novela al cine no es fácil, porque a nivel de metraje el libreto requiere capacidad de síntesis, y debe evitar quebrar la delgada tela de araña que el anecdotario proponga. La cuestión es igualmente traicionera a otro nivel: el material no puede perder interés frente a una posible clonación del texto, que desde el respeto absoluto podría desembocar en la obviedad. Lo que en el libro se explica a través de un número de páginas, en cine debe volcarse en instantes, ya que las descripciones exhaustivas de la literatura no son necesarias en cine: la imagen cumple axiomáticamente con esa función narrativa.
Muy diferente es en cambio el estudio de personajes, cada uno con su psicología particular. Aquí el buen libretista debe hundir el escalpelo con diversos grados de sutileza para volcar la entrada del personaje, evadiendo la falta de profundidad en el enfoque, e intentando comunicar en imágenes la importancia y el carácter que la obra literaria da a cada ser humano. Tanto en el traslado de la anécdota como en la visión de sus componentes, es importante que el espíritu literario respire en la pantalla. Por eso El tambor (Volker Schlöndorff, 1979, sobre Günter Grass) es un ejemplo mayor en la materia, y en cambio cuando se adapta a Dostoievski o Tolstoi los films se quedan en la cáscara visual y narrativa, fracasando al intentar internarse en las dudas existenciales de sus personajes, porque sus dudas no se llevan bien con la imagen.
El caso de Patricia Highsmith es en ese sentido una excepción. La temática de sus novelas daba para el fracaso en cine porque, aunque casi siempre se centra en un acto visual (el crimen), transporta el resto de la acción al terreno -invisible a los ojos- de la culpa, la mentira y la amoralidad. Para complicar más la cosa, Highsmith presenta personajes que suelen situarse cerca de la psicopatía, moviéndose en el límite entre el bien y el mal. La visión del mundo es deprimente, pesimista y oscura en ella, al igual que su concepto sobre la humanidad. Su genialidad mayor radica en que ese inquietante universo está expuesto por medio de un estilo muy económico. Es una notable creadora de seres marginales, envueltos en situaciones que revelan una alta dosis de ambigüedad moral. Turbios y con dobleces, esos seres explotan la falsedad para ascender en la escala social, pero aun así gozan de la simpatía y complicidad del lector, que se pone en su lugar, como si el factible asesino que llevamos dentro golpeara nuestra base moral intentando asomar al exterior. Por eso las mejores adaptaciones de Patricia al cine son europeas, ya que no hay nada más falsamente moralista que el cine de Hollywood.
En rara paradoja, fue la Meca del cine la que en 1951 brindó fama mundial a la autora, cuando Alfred Hitchcock adaptó su primera novela, Strangers on a Train. El resultado, conocido aquí como Pacto siniestro, es notable como cine. Como adaptación literaria en cambio debe alabarse a medias. Guy (Farley Granger) es un exitoso tenista profesional, y Bruno (Robert Walker) un hijo consentido de mamá¡. Ambos se conocen a bordo de un tren, conversan y descubren que sus problemas son similares: Guy quiere casarse con su actual pareja, pero su esposa no le da el divorcio, y Bruno ansía que su padre muera para heredarlo. Y se le ocurre intercambiar crímenes para no ser descubiertos, por falta de un móvil aparente. Del libro Hitchcock mantuvo la premisa del intercambio de asesinatos y la personalidad de los protagonistas, pero a partir de ahí construyó una historia diferente. La novela incide en el asunto del doble, ya que Guy acaba sitiándose responsable del crimen que comete Bruno, aunque no lo provoca él. De hecho, en el libro Guy acaba matando al padre de Bruno en un estado de confusión, como si no fuera dueño de sus actos. En Hollywood era impensable que el héroe hiciera eso, por lo que el entramado psicológico de Highsmith se sustituye por una historia de suspenso pura. Así como en la novela Guy tiene una coartada infalible que le exime de las sospechas de la policía, en la película debe demostrar su inocencia. Es decir: en el original la tensión se encuentra en el interior de los personajes (sus dilemas psicológicos), mientras que en el film anida en elementos externos (la policía, Bruno). Y aunque eso pudo ser un defecto, Hitchcock creó un suspenso tan sólido que acabamos entendiendo al film como una obra independiente de la novela, consiguiendo que tenga vida propia, sin ser una fotocopia descolorida del original. Para la historia quedan las dos escenas del parque de diversiones: el asesinato visto a través de los lentes, y el fragmento final que culmina en la calesita descontrolada.
Estafas
Después fueron llegando las películas basadas en la saga de Tom Ripley, que Highsmith describiría como el triunfo incuestionable del mal sobre el bien, y mi alegría por ello. Ripley es el perfecto amoral, capaz de mentir, robar o matar sin conflictos de conciencia. Sin embargo, no es un personaje plano, porque hay en él un desesperado deseo de ser otro, y modela su vida como haría Miguel Ángel con un mármol. Ripley es un ser humano extraño, sin escrúpulos cuando algo o alguien se interpone en la obtención de sus objetivos, normalmente relacionados con el dinero, pero a la vez es sensible y vulnerable ante el desprecio y la indiferencia de la gente. Tiene enorme rencor social, pero se sabe talentoso, y Patricia siempre lo ayuda, porque pensaba que el hombre es una obra de arte en sí mismo. Ripley debe ser leído en esa clave.
El personaje ha ejercido una constante fascinación en cine. La primera novela tuvo dos adaptaciones. En A pleno sol (René Clement, 1960), con Alain Delon, el director cambió el final para que el asesino fuera atrapado, como dictaba el canon de la época. El talentoso Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999), con Matt Damon, es fiel al espíritu de la novela, e insinúa correctamente la subyacente atracción homosexual de Damon hacia Jude Law, que no existía en Delon, pero también incluye una moraleja edificante, porque señala que esquivar la responsabilidad no significa eludir a la justicia: Ripley, siempre en busca de aceptación, estropea su oportunidad de amar y ser amado. En cambio, para Patricia el triunfo de Ripley era total: es mi venganza contra los privilegiados y los hermosos.
Entre esas dos adaptaciones llegó la que en 1977 Wim Wenders realizó sobre la tercera novela, El juego de Ripley, rebautizada El amigo americano. El desprecio que le muestra un hombre honrado (Bruno Ganz) desde su superioridad moral desencadena el deseo de Ripley (Dennis Hopper) de darle una lección. Fragua una táctica matemática para que sepa que, en las circunstancias precisas, el también podrá¡ cruzar la línea. La película es eficaz, pero da una mala versión de Ripley, porque Dennis Hopper no convenció a nadie en el rol. En cambio, la elección de Liliana Cavani en 2002 fue perfecta: John Malkovich entrega un Ripley refinado y afectado, pero capaz de arrebatos de violencia salvaje. La directora, empero, se distrae en la belleza del paisaje y los palacios renacentistas italianos, y de alguna forma simplifica el planteo de Highsmith, ya que en El juego de Ripley John Malkovich lleva a su antagonista al homicidio sólo porque lo trata de esnob en público.
Por último, La máscara de Ripley (Roger Spottiswoode, 2005) adapta la segunda novela de la saga, donde el pintor Derwatt se suicida y sus amigos deciden ocultar su muerte para favorecer una exposición a punto de abrirse. Todo se complica cuando aparece un cliente que ofrece una millonada por más pinturas, pero pide conocer al artista. Entonces Ripley utilizará su talento para que el dinero siga llenando sus bolsillos. Una ágil edición y una bella puesta en escena no logran que el film adquiera el tono ominoso de la novela, debido a que está filmado pisando el acelerador a fondo, sin dosificar el suspenso. Es un ameno entretenimiento, pero no más que eso, mientras Barry Pepper ofrece un Ripley anodino y sin personalidad: no molesta, pero una vez terminada la proyección lo olvidamos.
Junto a la saga de este gran estafador hay que ubicar De amor y dinero (Hossein Amini, 2014), basada en Las dos caras de enero, desarrollada en Atenas en 1962. Chester (Viggo Mortensen) y su esposa Colette (Kirsten Dunst) pasan las vacaciones en el Egeo. Conocen a Rydal (Oscar Isaac), que se gana la vida como guía turístico. Entablan amistad, pero la noche antes de partir Chester mata accidentalmente a un detective privado, y Rydal ve sin querer el delito. Pensando obtener una tajada, los ayuda a escapar. La primera habilidad del film es la de revelar de a poco los dobleces de los personajes masculinos, que parecen distintos, pero son los dos rostros de Jano. Un segundo acierto es detallar una pausada cadena de sucesos en forma adecuada, porque no hay golpes de efecto: acá todo sucede de forma paulatina, el espectador se involucra con los personajes, participa de sus ansias, defectos, debilidades y carencias emocionales, hasta que estallan dos momentos tensos notables. Y un tercer acierto es la puesta en escena: Atenas y el Egeo son los escenarios perfectos, en especial la escena en Cnossos y la cacería en el Gran Bazar de Estambul.
Obsesivos
Así podría calificarse a los personajes que han generado las novelas más apasionantes de Patricia Highsmith, y las adaptaciones al cine más interesantes. En ese lote habría que incluir dos films que no vi. Uno es El diario de Edith (Hans W. Geissendörfer, 1983), donde una mujer casada e infeliz (Angela Winkler) sólo encuentra refugio en su diario, en el cual la diferencia entre ficción y realidad se va difuminando hasta lograr confundirse en su perturbada mente. El otro título es El temblor de la falsificación (Peter Goedel, 1993), la historia de un cineasta varado en Túnez que entabla amistad con un estadounidense con sospechoso interés por la URSS, y con un danés que desconfía de los árabes, en medio de un clima violento, tenso y moralmente ambiguo, a medida que todos se van obsesionando sin motivo aparente.
Tampoco vi El asesino de Claude Autant-Lara (1963), sobre El cuchillo con Gert Fröbe, Maurice Ronet, Robert Hossein y Marina Vlady. En cambio, accedí a la nueva versión de esa novela, Una forma de asesinato (Andy Goddard, 2016), película destruida por la crítica en forma tan brutal que debió ser lanzada por cable. Me pregunto por qué tanto encono porque, al igual que la novela (The Blunderer, el que mete la pata), el film estudia dos mentes obsesivas. Una es la del arquitecto y escritor Stockhouse (Patrick Wilson), la otra es la del librero Kimmel (Eddie Marsan). El primero quiere saber cómo el segundo cometió el crimen perfecto, ya que a la fecha nadie tiene idea de quien mató a su esposa: Stockhouse se convence que Kimmel es el asesino, y le encantaría aplicar ese método en su depresiva mujer (Jessica Biel). Kimmel, por su lado, quiere conocer cuánto sabe Stockhouse, porque su presencia en la librería empieza a resultar sospechosa. El tercer eslabón es el feroz policía Corby (Vincent Kartheiser), quien advierte varios puntos comunes entre esos hombres y comienza a atar cabos, aunque en definitiva tendrá razón sólo en uno de ellos, no en los dos. Lo logrado por Goddard es satisfactorio porque, más allá de un desliz comercial sobre el final y la inadecuación de Wilson como Stockhouse, el resto respira pura energía mental, en medio de una atmósfera opresiva, características siempre visibles en Highsmith. Es un film a revalorizar.
Dos peligrosos obsesivos sueltos aparecieron en La quiero con locura (Claude Miller, 1977), sobre la novela Ese dulce mal. Aquí un hombre (Gerard Depardieu) está dispuesto a matar por una antigua novia a la que ama de manera enfermiza, aunque ella decidió rehacer su vida con otro hombre. Mientras tanto, una vecina (Miou-Miou) comenzará a acosarlo de similar manera a la que él practica con su antigua enamorada. Con todo ese condimento se erige uno de esos inconfundibles universos Highsmith en el que, sin tomar partido por ningún personaje, se muestra una galería de seres que, en sus obsesiones y oscuras conductas, larvadas por lastres psicológicos, lucen una cotidianeidad inquietante, por lo que es previsible que todo acabe en un turbio y funesto final. Un sensacional Depardieu y una exultante Miou-Miou levantan aún más los decibeles de esta propuesta.
Otra obsesión carcome al protagonista de La celda de cristal (Hans W. Geissendörfer, 1978), que solo adapta la segunda mitad de la novela homónima. Aquí, un arquitecto (Helmut Griem) iba preso en forma injusta, porque lo hacían responsable del derrumbe de una escuela con todos los niños dentro, y no podía probar su inocencia. Nada de ese período carcelario figura en el film, que comienza cuando el personaje recobra la libertad y vuelve con su esposa (Brigitte Fossey). El hecho de escamotear ese período carcelario es fascinante, porque el espectador siente sus años de aislamiento a medida que se va percatando que la vida de la esposa siguió siendo normal, lo cual hace mucho más terrible la injusta alienación que padece el marido, debido a un sistema que para llevar preso a alguien no busca culpabilidades, sino que exige demostrar la inocencia del inculpado. Aquí planea Dostoievski, con sus culpas y castigos, con víctimas masculinas que no son débiles sino sólo humillados y ofendidos, debatiéndose entre la angustia y la vergüenza. Todo lo que rodea al hombre es siniestro, porque vivimos en un mundo siniestro: sabemos desde el inicio que la esposa tuvo un romance con el abogado del esposo; Éste sospecha, por lo que se entiende y parece justa la genuina alienación del personaje, su horror ante el hecho consumado. Pero si dijera algo pasará por paranoico o enfermizamente celoso, ya que estará acusando al único hombre que lo defendió e intentó salvarlo de sus años en prisión. De esa forma el título se refiere a la vida que este hombre vive hoy, sumido en la introversión, dentro de una campana en la que sigue atrapado, mirando hacia afuera, como si su vida y sus sentimientos fueran un error mayúsculo. Pocas veces el espíritu siniestro y misógino de Highsmith fue tan bien llevado a imágenes como en este film injustamente olvidado, que captura el sadismo e insensibilidad a los que la autora nos tiene habituados.
Más irónica en apariencia, pero igual de turbia es Mar de fondo (Michel Deville, 1981), donde Jean-Louis Trintignant e Isabelle Huppert son una pareja perfectamente integrada a la clase media alta de una isla. Padres de una niña, tienen todo para ser felices, y sin embargo parecen estar desintegrándose. Ella sobrelleva su aburrimiento coqueteando con gente joven bajo el ojo del esposo, quien deja que esos juegos perversos vayan con calma, divirtiéndose cuando amenaza a sus rivales: les dice que los hombres que rodean a su mujer no le dan celos, aunque si lo irritaran será capaz de matarlos. ¿Broma o verdad oculta? Nadie lo sabe, hasta que un amante aparece ahogado en la piscina durante una fiesta. La investigación policial concluye que la víctima se ahogó, y el marido queda libre de toda sospecha… excepto las de su mujer. Deville nos guía en esta trama enigmática gracias al rigor de su puesta en escena, unos diálogos chispeantes y malintencionados, un milimétrico montaje y la brillante dirección de actores, logrando un film antirrealista, turbio, nunca confuso o aburrido. El suspenso consiste en preguntarse hasta dónde podrá llegar esa pareja en su relación de juegos y provocaciones. Película negra en el estudio de personajes, refinada, sutil, elegante y venenosa. Deville se separa de la ominosa novela y construye una comedia policial de elegancia implacable, sin traicionar el espíritu del libro. Armoniosa, compleja y límpida, vale la pena hundirse en esta delicia morbosa, en estas aguas turbulentas y profundas, que son la sal de un film insidiosamente encantador.
Una muy rara obsesión surge también en El grito de la lechuza (Claude Chabrol, 1987), donde un artista (Christophe Malavoy) se traslada a un calmo barrio de Vichy, intentando salir de la depresión que le causa el divorcio de su esposa (Virginie Thevenet). Aunque no es un voyeur, empieza a espiar a su vecina (Mathilda May), que parece llevar una vida tranquila y ordenada, motivos que quizás expliquen su conducta, al contemplar a alguien tan seguro y de existencia tan apacible. Chabrol vuelve a reírse de las taras burguesas, y Highsmith le da en bandeja la oportunidad para ahondar en el alma humana y conseguir sacar de ella ese lado oscuro y sorprendente que muchas personas reservan sólo hasta el momento en que se sienten bajo presión. Paradójicamente, aquel que pareciera ser el más perturbado, quizás da la más interesante sorpresa. La trama se sostiene por la seductora personalidad de los protagonistas, y los hechos alcanzan gradualmente toques de thriller e intriga policial debido a la reacción de un amante celoso y una mujer despechada. El ritmo se mantiene en buen nivel, las actuaciones son correctas y el film, aun siendo menor que la novela, puede sumarse a las adaptaciones de Highsmith que merecen verse.
[i] Este texto de Amílcar Nochetti se publica por gentileza de Metrópolis. Ciudad de cine.
[ii] Amílcar Nochetti. Crítico de cine uruguayo (1963-2021). Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci).