El incidente del puente del Bhúo[i], de Ambrose Bierce[ii]

Por Gabriela Müller[iii]

 

La muerte, un entre y la experiencia

Un hombre condenado a muerte y su ejecución en la horca. Finalmente, el hombre es cadáver – siempre – al final es- cadáver. La muerte delata nuestra fragilidad, nuestra pequeñez, nuestra brevedad.  Los griegos vieron en la muerte la alteridad extrema, el horror, lo pavoroso, lo absolutamente otro, lo indecible, lo impensable, el puro caos. La muerte transforma a todo cuanto vive en piedra, inmóvil, congelada, ciega. La máscara de Gorgo. La muerte ya no es un acontecimiento, es, a decir de Sartre lo en-sí, el fin de la conciencia, la muerte hace del hombre una cosa, lo completamente otro, el espejo que nada refleja. No me puedo reconocer en la piedra. La muerte clausura la palabra, por eso se habla con tanta liviandad: ¿qué decir en torno de la muerte?, ¿cómo nombrarla? No somos nada, ésa es la patencia, entonces no hay palabra. Por lo demás, la muerte es el gran gesto político de la vida: suprime la desigualdad: no hay más o menos muerte para unos y para otros. El cuerpo yace inerte sin clase, sin riqueza y sin poder se funde en lo común a todos. Se disuelve el yo, el para sí.

El cuento de Ambrose Bierce no pasaría de ser un capítulo más de un libro, un final o un comienzo de una historia. El cuento termina porque hay muerte. Y la muerte es escuchar cómo se van durmiendo las palabras, como dice el poeta Leandro Calle. Sin embargo, el momento que hace singular al relato es un desliz y en los deslices está la verdad. Antes del final, o sea de la mudez ante la muerte, hay otro final que abre un lugar luminoso, pero extraño de la condición humana. Es la puerta a una experiencia extraordinaria que ahonda en un misterio. El instante, una eternidad antes de la muerte. La pregunta es: ¿cuál es el suceso, ¿cuál es el acontecimiento antes del fin de todo acontecimiento?

Ése es el clímax del cuento de Bierce. Antes de la muerte, el acontecimiento es la pequeña muerte, bajo la forma de una experiencia orgásmica. La soga está lista, pero hasta la muerte hay un “entre” que nos fascina. Este entre es el objeto de nuestro pensamiento. Una corriente de agua a favor que causa un alivio, un andar por un bosque que conduce a la casa, rostro fresco, dulce y amoroso que busca abrazarlo, un estrecharse a un pecho, la vuelta, quizás, al vientre materno.

¿Qué sucede en ese intersticio que ocurre fuera del tiempo, en un lugar profundo y extenso? Mircea Eliade hablaba de lugares sagrados en el mundo profano. De una grieta que se abre en el tiempo y en el espacio en la que habitamos en parajes amorosos de lo agradable, del recuerdo, del deseo. A veces sucede: es una experiencia extraordinaria o, a decir del filósofo Agamben, simplemente la auténtica experiencia.

Quiero pensar ese “entre” de la vida y la muerte del cuento de Bierce a partir de la idea de experiencia. En Infancia e historia, Giorgio Agamben habla de la experiencia. Más precisamente habla de la destrucción de la experiencia y dice que no hace falta una catástrofe para esta destrucción. Basta para ello la “pacifica” (no sin ironía) existencia cotidiana en una ciudad. Es el lugar perfecto para la supresión de la experiencia: el tiempo en el volante de un auto, los trenes subterráneos, el típico ruido de fondo con el olor nauseabundo caluroso de los túneles, el movimiento inhumano en el transcurso del viaje, la cola frente a las ventanillas de oficinas, de cajeros de supermercados, la circulación de la mercancía que busca apropiarse de nuestros objetivos. Dice Agamben:

“el hombre a la noche vuelve a su casa extenuado por un
fárrago de acontecimientos diversos o tediosos, insólitos o
comunes, atroces o placenteros, sin que ninguno de ellos se
haya convertido en experiencia”.

Más adelante asevera que la existencia cotidiana se vuelve insoportable por esa incapacidad de tener experiencia. Pero ¿de qué experiencia hablamos? Contrariamente a la opinión común la experiencia es algo que se da por única vez. Su cualidad es lo irrepetible. El sentido común asimila la experiencia con la metodología científica, en la cual experimentar es asistir a la repetición. El que tiene mucha experiencia, entonces es el que ha repetido varias veces lo mismo y por lo demás ha aprendido algo en eso y lo puede reproducir. Sin embargo, la auténtica experiencia es la de lo extraordinario, es la de la única vez, es la que nos da autoridad. La velocidad del presente nos ha clausurado la posibilidad de experimentar, nos ha expropiado la experiencia porque la ha desplazado lo más posible afuera del hombre: a los instrumentos y a los números. La experiencia traducida en calculable y certera pierde autoridad. Ahí no es el lugar en el que se puedan contar historias. La verdadera experiencia es la del límite porque es única, ocurre por única vez. El límite a veces sino siempre, es la muerte; por eso el fin último de la experiencia tiene que ver con un acercamiento a la muerte, como a una anticipación a la muerte como límite extremo de la vida. No es que la experiencia anteceda siempre a la muerte, pero hay un anuncio del límite que nos da autoridad. La verdadera experiencia es la que anuncia el límite.

De una u otra manera el hombre está hecho de ese límite. Otra forma de decir límite es vacío o hueco. El hombre es básicamente un vacío o, como lo ha querido enunciar el psicoanálisis, el hombre es un agujero. De eso trata la finitud, el término en el tiempo y la muerte. Finalmente, no terminamos de acabar el proyecto que tenemos, y ésa es nuestra falta constitutiva, lo inacabado. El entre la vida y la muerte es el deseo de completar, de finalmente llegar, como el condenado. La fascinación de completarse y también la imposibilidad.

Un entre la vida y la muerte es el deseo alcanzado en la ensoñación, lo que en la vida es imposible porque estamos hecho de una falta. El problema es el entre, ahí se producen los acontecimientos. Pero el entre es transcurrir y se escurre y se escapa. La vida en su totalidad podría ser considerada un entre. Dado que nacer es ir hacia la muerte.

Pero la distracción es enorme y más en esta época en la que todo se propone distraernos y hacernos creer que un auto de alta gama es todo lo que venimos a experimentar en la vida.

Me dejó perpleja una anécdota hasta entonces desconocida referida a un accidente de pensador Jacques Rousseau. Cuenta Agamben que  en ocasión de un desorden callejero se le fue encima un carruaje que no tuvo tiempo de frenar ni de esquivar. No sintió golpe, ni la caída ni nada de lo que sucedió El mismo Rousseau describe:

“Vi el cielo, algunas personas que caminaban
delante mío. Esa primera sensación fue un minuto
delicioso. Sólo en medio de ella podía sentirme.
Nacía a la vida en ese instante (…) Íntegramente en
el momento presente no recordaba nada; no tenía
ninguna noción distinta de mi individualidad, ni la
más mínima idea de lo que me había ocurrido; no
experimentaba dolor, ni temor, ni inquietud. Veía
manar mi sangre como si estuviera viendo fluir un
arroyo, sin pensar siquiera que esa sangre me
pertenecía de algún modo. Sentía en todo mi ser una
calma embriagadora, y cada vez que la recuerdo no
encuentro nada que se le pueda comparar en toda la
actividad de los placeres conocidos”.

Agamben habla en este caso de un estado crepuscular e inconsciente que constituye un modelo de experiencia, que si bien no es como en el caso del protagonista de nuestro cuento una anticipación de la muerte, es una experiencia de nacimiento que, en palabras textuales “es la cifra de un placer sin parangón”.

Aquí también hay un entre. Y el entre es el escenario principal de todo acontecimiento. En Las palabras y las cosas, Foucault ponía el acento en la “y”. Lo mismo valdría para el Ser y la Nada de Sartre y para toda conjunción. El entre las cosas es lo que habla del transcurrir. El transcurrir es el lugar de la experiencia.

Por eso, el entre se acota tal vez al instante en el que la vida anuncia su agotamiento. En este punto me seduce Bierce. Explico por qué. En lo que tal vez haya sido un instante, el condenado a muerte corta el tiempo profano y abre una grieta atemporal en la que experimenta la concreción de un deseo. No morir, salvarse y llegar a casa y al abrazo. Hasta el golpe letal el hombre es deseo.

Bibliografía

Infancia e Historia, Agamben, Giorgio, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2004.


[i] El incidente del Puente del Búho, de Ambrose Bierce. https://www.literatura.us/idiomas/ab_puente.html

[ii] Texto de la conferencia, dentro del ciclo literario 10×10, pronunciada en mayo de 2020, en el Museo de Alpa Corral (Córdoba, Argentina)

[iii] Gabriela Muller. Es Licenciada en Filosofía y Máster en Ética Aplicada en la Universidad Nacional de Río Cuarto.

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