
Crónicas del Olvido
EL INSTANTE DEL PÁRPADO
Por Alberto Hernández
Sí. Han acudido todos los ojos, han entrado los que
habrían de volver: los hombres bajan la cabeza; han
regresado los niños con muñecos.
José Napoleón Oropeza (“El bosque de los elegidos”)
1.
El ojo hace el gesto.
Un gran párpado vuelve para mostrarnos –detrás de sus secretos- las enunciaciones de los cuerpos. Y desde una posición que delata la autoría de una mirada, el hombre de la cámara toma para él –como el fuego bajo el agua- los instantes, los movimientos, los brillos y opacidades de quienes salen a la escena a entregarnos, sin pedir nada, el pasaje a la imaginación.
Un hilo invisible nos conduce por el tema que Aníbal Camejo ha escogido para este momento (es sabido que el artista de la fotografía es dueño del tiempo, por eso puede asirla cuantas veces desee) en que el mundo se detiene, se hace parte de alguna riqueza o miseria.
2.
El escenario es un espacio para la creación de los signos que nos extravían. Limitación que está en la butaca, en el sitio de una complicidad extraña. Desde ese ojo múltiple se piensa la parálisis, la memoria que se disipa lentamente en la medida en que dejamos atrás las imágenes, el teatro vacío.
Aparecen –entonces- todos los rostros que el tiempo fue acumulando. Aparecen las visiones que son un salto al vacío, una agobiante permanencia en los sueños, trastocamientos que en proscenio imitan a la muerte, el fugaz deslizar de la luz sobre la piel.
El espectáculo vaticina la eternidad. Una progresión que jamás culmina en el violento abrir y cerrar de los párpados, que son, por una poética desconocida, los detractores de alguna sombra o de algún indebido desplazamiento hacia el misterio. Mirar una foto es repetirse en el espejo que rompimos en otro lugar. Es hacer las imágenes a la semejanza de una conciencia perdida, falsa. De allí que toda gráfica sea aña creación unipersonal de muchas memorias, de instantes que se hacen sin participación del tiempo que habrá de venir.
3.
Otro espectáculo es la nueva imagen.
Ojo doble que enuncia la fabulación, el encanto de una pérdida lejana. El teatro es la definición de un espacio hecho materia icónica en la precisión de ese ojo individual y mítico, que toma, inadvertidamente, el momento entre el relajamiento y la agonía: Diane Arbus en la focalidad del novelista: “I would never choose a subject for what it means to me or what I think about it”, doble peligro., desdoblamiento, el espejo que es entrar al rostro, al movimiento, al vacío que dejó la palabra.
No se piensa en la selección. O en lo que significa tal o cual sentido. Sin duda como lo hace el actor, el maquillaje, el gesto final de una maldición. El espectáculo es todo lo inasible: contradicción: parpadeo, imagen que se perpetúa en la mudez. El imperio del ahogo en un papel trabajado, tramado de significados y deslealtades.
4.
Hacerse de nuevo, carnar espacios y sombras, es un acto egoísta. Y es que todo artista es profundamente yo, extensivo a la sed de los demás. Mirarse desde la muerte, desde el lugar que nos destinaron los protagonistas de otras pasiones.
Dentro de nosotros –desde nuestros afuera- vuelve la imagen a hacerse superficie, a figurarse desde ella. Y así, el tiempo, el congelado, se adueña de nosotros.
Aníbal Camejo formó parte del espectáculo. Pero además lo hizo atemporalidad. Suerte de violación a esas efímeras apariciones que nos convierten en videntes, en simples conservadores de un fondo perdido, sin texto, sordo, a veces, ruidoso otras veces.
No escapamos de los designios de la eternidad. Seguimos en ella, indagando intrépidamente para olvidar la falta de oxígeno, el momento en que creemos que algo nos falta.
5.
Son todos los rostros: detrás de ellos, la penumbra. Cada músculo, desgarramiento. O una riesgosa paz. Distancia que trasciende y amenaza con desaparecernos: lenguaje místico, voraz porque nos transmite el espacio, nos lo entrega para su desnaturalización.
¿Quién se asoma dentro de nosotros? ¿Quién vuelve desde adentro a dibujarnos en la sombra? ¿Quién nos tropieza el gesto, nos hace caer, y hace nuestros movimientos propios?
La mirada no lee, anticipa la pérdida, abunda en la orfandad, en los detalles: el tiempo es un recogimiento transparente. El ojo cerrado coloca en el envés del párpado una pantalla secreta, un telón hundido en una coloración perfecta. Mácula, retina. Nos miran y nos miramos; hacemos espejos para que la actuación nos desfigure. Lugar ideal para concertar la nitidez del alejamiento. La foto debe continuar. Los ruidos circulares quedaron atrás.
El ojo es una sustancia espacial.
6.
“Y la máscara
la dulce o la grotesca
esa que autoriza todo riesgo y sostenida
hasta el fin de sí misma
construye una forma creíble…”
Hanni Ossott
La imagen viaja sola hasta el vacío. Como poética es un discurso angular. Arremete contra las dificultades. (La misma soledad del laboratorio no maneja las complejidades, los cálculos de una textura simulada: performance de una presencia cuya expresividad cambia y se hace forma).
El fotógrafo, sujeto a las extrañezas de su universo, vuelve al mismo sitio donde penetra la articulación de lo que dejó pasar, de lo que abandonó su ojo a veces descuidado, como el homicida que retorna al lugar del crimen a tratar de reconstruir sus propios errores. Camejo conoció de la dualidad expresiva y sacó adelante el momento y las formas que aún lo mantienen leyendo los signos que su cámara, prolíficamente, logró capturar.
Al final, ¿dónde vemos el dedo que acciona el disparo, la muerte o la vida? ¿En qué lugar del teatro quedó la angustia del momento?
Un balcón donde la soledad se burla del resto de los mortales.
(En las gráficas: Diane Arbus / Aníbal Camejo)