
DE ORILLA A ORILLA
EL NOMBRE DE (DES) PRESTIGIO: LA OCLOCRACIA
Por Jorge Rodríguez Hidalgo
La superficialidad de las sociedades se evidencia de muy diversas maneras. Una de ellas es la facilidad con que las palabras mudan su significado de manera espuria para ser utilizadas como armas arrojadizas por quienes las subvierten. Es el caso del nombre del país que pasa por ser la primera potencia mundial en términos económicos y militares, y, por ende, políticos: Estados Unidos de América. Si el tenido por el paradigma de la libertad -por ser, entre otras razones, el primer Estado constituido sobre la base de una Constitución que reconocía al “pueblo” como soberano de sus destinos- ha sido, a lo largo de su corta historia, tan amado como odiado por el resto de países del mundo, dependiendo de las circunstancias históricas, en la actualidad vuelve a ser unánimemente idolatrado.
En efecto, durante la “Guerra Fría”, en que el mundo occidental se dividió en dos grandes bloques (1945-1991, final de la Segunda Guerra Mundial y prohibición del Partido Comunista de la Unión Soviética, respectivamente), el maniqueísmo dirigió las opiniones de quienes estaban a favor o en contra de los dos principales modelos políticos antagónicos: el capitalismo y el comunismo. El último tercio del siglo XX, con la caída del muro de Berlín y la disolución de la URSS, vio cómo los clásicos partidos comunistas y socialistas abjuraban de los principios fundamentales en que se habían inspirado (marxismo y leninismo, fundamentalmente). En el caso español, dos hechos ilustran lo dicho: mientras los socialistas del PSOE -entonces en el exilio-, liderados por Felipe González y Alfonso Guerra a partir del congreso celebrado en 1974 en Suresnes (Francia), se alejaban del marxismo, el comunista Santiago Carrillo se adhería, en 1977, a las tesis eurocomunistas (“nueva forma”) oficializadas por el Partido Comunista Italiano (PCI) de Enrico Berlinguer y el Partido Comunista Francés (PCF) de Georges Marchais. Eso significaba la desaprobación del PCUS soviético y la aceptación explícita de la llamada democracia burguesa. Felipe González llegó a decir que prefería morir apuñalado en el metro de Nueva York antes que vivir en una dacha en las afueras de Moscú. Desde entonces, el mundo ha ido girando paulatinamente, en lo politico, hacia posiciones conservadoras hasta llegar, hoy, al asentamiento de posturas extremas en que el “muerto tan vivo” del capitalismo ha logrado, como victimario, convencer a sus víctimas (oclocracia fedataria inducida) de la conveniencia de salvaguardarlo a costa, claro, de convertir a los menesterosos en unos “vivos bien muertos”.
En las conversaciones habituales de calle entre las gentes de nuestras subyugadas sociedades, la sola mención del nombre Estados Unidos es una suerte de aval: que un hijo estudie allí, que un producto, una idea, una moda, etc., vengan del país de la “libertad” es envidiable sin más. Lo de menos es si ese Estado subsiste gracias al mal provocado en el resto del mundo, o incluso en el interior de sus fronteras. Desde primeros de año, preside EEUU un hombre para quien la ley (la que él ha quebrantado de forma delictiva, como ha quedado probado en los tribunales) es letra sobre papel mojado. Ese hombre, seguido por otros hombres en Madrid (reunión, presidida por el español Santiago Abascal, de los “Patriots”, neofascistas dirigentes de países europeos como Francia, Italia, Hungría, Países Bajos, Austria…) cuenta en Argentina con otro hombre (¡qué inexactitud equiparar tal quídam con un hombre!), quien, desde las alturas de la “Casa Rosada” (que debería ser llamada, con este inquilino, “Casa Sonrojada”), lanza al vacío a los desfavorecidos argentinos, emulando los “vuelos de la muerte”, una muerte que esta vez llega por inanición, miseria, amordazamiento, incultura y la creencia de que la ‘acarajada’ libertad de que habla el musicastro es la música que sonará en el reino de los… ¡Y ha llegado el infierno hasta que la inteligencia… natural lo evite! Con el poeta español Rafael Alberti, quien estuvo exiliado en la querida Argentina, animo “¡a galopar, / a galopar, / hasta enterrarlos en el mar!” A los criminales, claro.