ENTREVISTA A JOSÉ VALES[i], LOS CÓDIGOS DE UN PERIODISTA DE RAZA

Por Peter Redwhite

 “¿Por dónde le entro a este chabón?” se pregunta el periodista José Vales. Enfrente tiene al abogado defensor de Alfredo Astiz, el represor más paradigmático de los que pasaron por la ESMA. Es una comida que le ha organizado un colega, ya que Vales quiere conseguir lo imposible: una entrevista con Astiz, quien juró que jamás volvería a hablar con la prensa después de que Gabriela Cerruti (posteriormente sería la portavoz de Alberto Fernández) rompiese el off the record pactado en su conversación de enero de 2001. La charla entre Vales y el abogado avanza formal, amena por momentos, mientras se estudian. Es al hablar de los desencuentros políticos de los argentinos cuando Vales pilla por primera vez a su adversario con la guardia algo baja:

—Miré, doctor, acá lo que necesitamos es más diálogo. Un diálogo franco entre todos los sectores. No puede ser que, si usted es hincha de Independiente y yo de Racing, no podamos ponernos de acuerdo en cuestiones mínimas.

—Discúlpeme, Vales, pero, en todo caso, usted será de Independiente, porque yo soy de Racing.

José Vales sabe que ha noqueado a su adversario y la sonrisa de triunfo que se dibuja en su rostro encuentra de inmediato la complicidad de la del abogado. La conversación deriva en cuestiones más importantes: el sufrimiento por la sequía de títulos, las grandes figuras que pasaron por Racing y las gestas de las que los aficionados son capaces. Sólo Vales y el propio abogado conocerían los esfuerzos que haría el letrado por conseguirle la entrevista con Astiz, pero éste se mantendría fiel a su palabra y guardaría silencio.

            El diálogo no lo sitúo ahora en lo que imagino que sería un refinado restaurante porteño. José Vales y yo estamos en el café, en el Hat de la calle Padilla de Madrid. No tengo del todo claro cómo logré hablar con él por primera vez y entablar amistad. Quizá le llamase la atención mi seudónimo literario, tan futbolero, o comprendiese leyendo el libro que coescribí con el roquero Elliott Murphy que yo también aspiro a ver el mundo desde otra perspectiva, a, como dice él, a analizar el poder sin fanatismos; en cualquier caso, Vales es alguien mucho más afable que el ultraconservador abogado de Astiz. Tampoco sé si es ésta sobre la que escribo una de las veces que hemos coincidido en el Hat de manera casual o es de esas otras que nos hemos mandado un WhatsApp antes de salir de casa; es posible que la conversación se haya repetido ya, aunque también puede que nunca sucediese y venga a representar todos los cafés que hemos tomado y los que están por venir. Hemos conseguido sentarnos a una de las dos mesas —casi ningún café de especialidad se caracteriza por tener demasiado espacio para sentarse, aunque éste es muy acogedor— y sé que hasta que Bryan —o esa chica que todavía no sé cómo se llama— eche el cierre hablaremos de libros, de goles, de escritores, de músicos o de políticos, tal vez fijemos la narración en el presente o retrocedamos a cuando éramos niños, o pibes. Pero me han servido el capuchino grande, José Vales ya apura su expreso, y lo atractivo de lo que se cuenta logra que deje de lado preocupaciones más propias de la teoría literaria: el espacio, el tiempo; puede que mi aspiración a conseguir juntar las experiencias que se repiten en una única vivencia que aúne todas ellas.

            José Vales nació en General San Martín, provincia de Buenos Aires, en 1962. Enseguida supe que no sólo lo respetan los camareros del Hat, con quienes disfruta hablando de cualquier asunto: una investigación suya publicada en el diario Reforma, en agosto de 2000, desveló la verdadera identidad del represor Ricardo Cavallo, una tarea que le valió el premio Ortega y Gasset de Periodismo en 2001 y una mención especial del ICIJ de Washington y que —junto con su éxito al identificar a otro represor, Óscar Rubén Lanzón, “Guratti”, esta vez para El Universal— nutrió su primera obra de no ficción, el monumental libro publicado por la editorial Norma en 2003 Ricardo Cavallo: Genocidio y corrupción en América Latina. “Hasta el día de hoy no sé muy bien si yo fui en busca de aquel caso, el de Ricardo Cavallo, o si éste me estaba esperando a mí”. Sé de anteriores cafés que Vales piensa que la suya es una profesión muy especial, lo que no quiere decir que él se considere particular, aunque haya comprobado a lo largo de los años en carne propia aquello que le aseguraba un profesor de Instrucción Cívica durante la dictadura: “si lográs trabajar de lo que te gusta, no vas a trabajar un solo día de tu vida”.

—¿Y cómo te pusiste tras la pista de Cavallo? —pregunto.

—Todo comenzó con un escándalo político en México relacionado con la empresa argentina que había ganado una licitación millonaria para el Registro Nacional de Vehículos, que tenía una base de datos (propiedad del Gobierno Federal) que contenía las características físicas y legales de cada vehículo fabricado, importado o en circulación dentro del territorio mexicano. De la redacción me habían pedido que investigase los orígenes de la empresa. Ya ahí aparecían apellidos cruzados de militares tristemente famosos, como Onganía, por ejemplo. Cuando el director, Ricardo Cavallo, se vio obligado a dar la cara en una conferencia, todo se aceleró: el eje de la investigación cambió y me vi obligado a suspender el sueño durante setenta y dos horas.

—¿A qué fuentes acudiste?

—Las primeras fueron la base de datos de José Luis D’Andra Moor, un respetable militar democrático, quien se había ocupado de sistematizar los nombres de sus colegas denunciados por torturas durante la dictadura militar y el libro Nunca Más, el resultado de la comisión que había presidido Ernesto Sábato en los primeros años del gobierno de Raúl Alfonsín. Andaba desesperado, deseoso de avanzar tras ver el currículum de Cavallo, cuando en plena noche una amiga y colega me hizo llegar un libro que estaba en su biblioteca. Como los nazis, como en Vietnam, del periodista Alipio Paoletti.

—¿No me hablaste ya de Paoletti cuando me contaste tu etapa como reportero en la provincia argentina de La Rioja?

—Exacto. Paoletti había refundado El Independiente de La Rioja y, además de ser un excelente profesional, era un militante comprometido: uno de esos extraños casos en que se vive como se predica: en 1970 decidió que los trabajadores manejasen el periódico, que pasó a ser una cooperativa en la que la línea editorial se regía por asamblea. Con el advenimiento de la dictadura sufrió la cárcel y el exilio en España. Al regresar a Argentina en 1984 se le impidió volver a su diario y comenzó a investigar sobre la represión y escribió aquel libro que vería la luz en 1986, tras su repentina muerte.

—Antes de seguir con Cavallo y los represores, me interesan tus inicios en La Rioja.

—Los argentinos solemos decir que Dios está en todas partes, pero atiende en Buenos Aires. Por eso podemos considerar en cierta manera como un acto de rebeldía mi presencia en La Rioja, donde acudí en 1987 intentando hacerme un camino en la profesión. Venía de trabajar unos meses en la editorial Perfil, en una revista de policiales. En una de esas razias tradicionales en la redacción me quedé sin trabajo y tuve que manejar un taxi los fines de semana para costearme la universidad. Me salió la posibilidad de acompañar a un gran amigo como asistente de cámara a la Patagonia y, posteriormente, a La Rioja, para filmar un documental. Al terminar el trabajo, durante un almuerzo, me dicen: “acá hacen falta periodistas”.

—También me hablaste en una ocasión de tus jefes allí.

—Ya sabes que a menudo me preguntan si trabajé con Gabo. Digamos que sí, pero siempre digo que también trabajé con Elías Gil y Eduardo Muscará, que fueron personas clave en mi desarrollo profesional y que depositaron una gran confianza en mí. Ambos venían del diario Córdoba, de la provincia homónima, y Elías, a quien culpo de haberme hecho lector de Juan Filloy, había llegado a formar parte de la redacción de La Calle, en Río Cuarto. Como decía, me presenté a la entrevista de trabajo en La Rioja porque sabían que estaban armando una redacción y necesitaban gente. Elías, que era diseñador, pero podía cubrir cualquier lugar en un periódico, me mandó a reportear en la plaza principal, donde había una feria de artesanía: aquella era la prueba para saber si me consideraban o no. Regresé hora y media después a lo que pronto sería una redacción. Me senté a la máquina de escribir y le entregué dos cuartillas a los veinte minutos.

—¿Y qué le dijo a Elías Gil a Muscará?

—Me quedé expectante a ver en qué momento me mandaba de regreso a la pensión con mis ganas de seguir aprendiendo, pero en éstas oí que pegó un grito: “che, Eduardo: ¡éste es de raza, el culeao!”.

—Ya que estamos, cuéntame algo más de García Márquez.

—Con Gabo la historia empezó cuando en Cartagena de Indias fui a la busca de una entrevista que me pidió la revista Gente después de la que había aparecido en Clarín. Yo llevaba varias semanas en Colombia, cubriendo una cumbre, y me cansé de llamarlo a su casa y Mercedes, su esposa, me negaba toda posibilidad. Hasta que un día me lo encuentro en la confitería del hotel Caribe donde me hospedaba y lo encaré. Me dejó claro que Clarín había logrado la nota por otra vía que yo no estaba facultado para seguir. Me quedé puteando en criollo y a él le hizo gracia. Con el tiempo me la fui cobrando con pequeñas travesuras en la prensa, hasta que años después sus socios en la revista Cambio me convocaron a trabajar, pero pasó un tiempo y él no reconocía mi nombre. Hasta que se decidió hacer una edición de la revista en el DF, en 2001, y me tuve que reunir con él: “pero si es el porteño mal hablao…”.

—¿Alguna vez te dijo algo sobre tu trabajo?

—En una junta de editores tomó la palabra y dijo: “muchos de ustedes conocen a Jose, para los que no lo conocen les digo que para hacer el trabajo que hace Jose hay que estar loco. Y él está lo suficientemente loco para hacerlo bien…”. Ya estábamos a mano.

—¿Y cómo es la relación con esos otros que idolatraste de niño?

—Se te potencian o se te caen los ídolos. Por ejemplo, la imagen de Serrat se me derrumbó cuando lo conocí personalmente y todo lo contrario me pasó con Sandro: cada vez que me tocó entrevistarlo o cruzarlo, lo quise siempre un poco más. Sobre el Cholo Simeone tengo un artículo en mi blog en el que cuento todo y, en cuanto a políticos, el que más y mejor me impresionó fue Lula. Al menos lo he entrevistado en tres oportunidades, una de ellas como presidente, y es de los pocos actualmente al que le cabe el traje de estadista. Otras tantas veces lo abordaba para alguna consulta puntual, y siempre estuvo atento, sobre todo porque se acordaba de que fumábamos los mismos Café Cremé, unos pequeños habanos poco comunes. Recuerdo una vez en Porto Alegre que en medio de la entrevista le pregunté por las privatizaciones en Argentina y otros países cuando ese proceso en Brasil avanzaba muy lento: “mira, chico. El señor Menem privatizó hasta el zoológico, pero los animales tienen los mismos problemas de siempre”. Me acababa de dar el titular.

—¿Y cómo ves el panorama ahora en Argentina y en España?

—Abordar la política en la actualidad en distintos lugares del mundo se asemeja a intentar hacerlo en un campo plantado de espejos en los que los responsables de ponerla en práctica parecieran mirarse, tratando de imitarse en una búsqueda desesperada por crear comunidad o lograr tendencias. Ahora que desde 2021 estoy pasando más tiempo en España, veo cosas en Pedro Sánchez, en sus ministros o en los debates en las Cortes que me parecen increíbles, por momentos pienso que esta película ya la tengo vista, en Argentina, claro.

—¿En qué sentido exactamente?

—Ves a funcionarios casi plagiando, cosa que a Sánchez parece que siempre se le dio bien, frases de Cristina Kirchner, de la misma manera que en la Administración de Alberto Fernández copiaron hasta las comas en los decretos con los que Sánchez encerró a la población durante la pandemia. Y no es sólo Sánchez: la oposición, en su conjunto, es de un nivel intelectual paupérrimo, lo que es un patrón que verás en Colombia o en Alemania, en Inglaterra o en Perú. Sin ir más lejos, ahí tenés a Emmanuel Macron, egresado de la ENA, máximo exponente durante décadas de grandes estadistas, que no deja un error sin cometer a la hora de gobernar: el abanderado para que la guerra en Ucrania termine convirtiéndose en lo que reclama el conglomerado industrial militar de los EE. UU, en una Tercera Guerra Mundial.

—¿Y la llegada al poder de los Milei, Trump, Bukele, Orbán…?

—Creo que asistimos a una época de profundos cambios en la que la política como herramienta de cambio social dejó de existir. El mercado cree haber encontrado las claves para prescindir de ella y reducir la protesta social a la mínima expresión, de ahí la agonía democrática que se vislumbra no sólo en Argentina y España, sino también en lo que conocemos como mundo desarrollado. Incluso pareciera que la globalización esté sufriendo síntomas de agotamiento. El descrédito de la política es absoluto, de lo contrario no sería ésta la era de los outsiders. Y eso pega a la izquierda y a la derecha. La izquierda se fue llenando de contradicciones hasta caer en la trampa de la Agenda 2030 y la derecha actual parece deplorar a los neoliberales, o a los liberales a secas, a los que cataloga de socialistoides o comunistas. Pero el progresismo está menos preparado para este cambio de era: sus bases filosóficas se quedaron en lo discursivo y al ímpetu del Mayo del 68 o de la Revolución cubana le alcanzó para unas cuantas gestas cargadas de muertos en América Latina y para construir algún que otro relato. Cuando le toco gobernar por la vía democrática, le dio para alguna reforma, nomás, y para el estigma de los escándalos de corrupción, como el de Correa en Ecuador, por ejemplo. Y no lo digo yo, sino la referencia ética más sólida que dio la izquierda en Latinoamérica: José “Pepe” Mujica.

—¿Y lo de Milei?

—El kirchnerismo, allá por 2003, consciente de por dónde corrían los vientos se subió a la carroza andando y terminó siempre de la misma manera: habilitando la llegada al poder de gente como Mauricio Macri o Milei. Y todo sin la más mínima autocrítica. El voto a Milei no representó la esperanza, sino un grito desesperado ante el fracaso estructural. A veces me pregunto, ahora que se le puede poner un poco de distancia a la cosa, si habrá llegado la hora de reemplazar el himno nacional argentino por ese tango de Cátulo Castillo llamado Desencuentro: “… y en tu total fracaso de vivir/ni el tiro final te va a salir…”.

—Y en 2017 volviste a La Rioja…

—Me llamaron unos jóvenes reporteros para participar en el Día del Periodista. Cuando me preguntaron mis honorarios respondí: “flaco, yo tengo que pagar para ir. Le debo tanto a La Rioja que me daría vergüenza cobrar”. Había aprendido mucho en La Rioja, sí, pero también de su metrópoli inmediata Córdoba. Gracias a la lectura semanal del suplemento de La Voz del Interior, el diario cordobés, descubrí el talento inmenso de Daniel Salzano y quedé fascinado con Longines, el personaje de Caterva, de Filloy, y los cuentos de Daniel Moyano, que tiene tanto de cordobés como de porteño o de riojano; mis compañeros me impulsaron a leerlo a base de anécdotas, ya fuesen relativas a su faceta de periodista en El Independiente o la de violinista, que lo era y en forma. Son escritores que siempre juzgué necesarios para entender de dónde venimos en términos literarios. Filloy fue clave para Cortázar, como atestigua en Rayuela, y Moyano es un gran creador de climas en las lejanías, ya que mamó la provincia desde muy chico. De hecho, Gabo siempre lo recordaba porque él fue jurado del certamen de novela de Primera Plana que en 1967 Daniel había ganado con su novela El oscuro: “el día de la ceremonia para entregarle el premio, vimos bajar de un bus destartalado a un grupo grande de hombres, mujeres y niños, todos con cara de turcos. Eran familiares de Moyano…”, me contaba con su cuota de humor García Márquez una tarde en México.

—¿Y qué pasó cuando volviste a La Rioja en 2017?

—Deambulé por las radios antes de la disertación a la que me habían invitado y me sorprendieron amigos y colegas recordando notas que había escrito y de las que casi ni tenía memoria, como aquella del lobizón de San Vicente.

—¿Cómo te enteraste de aquello del hombre que se transforma en perro?

—Mi médico, el doctor Parisi, quien se había graduado en Córdoba y era un tipo serio y muy creíble, me habló de la suerte de psicosis que atrapó a los vecinos del barrio en el que reina otro Racing, el de San Vicente. Me salté el reposo que me había recomendado, me fui al diario de inmediato, pedí un fotógrafo y un auto y me fui a reportear. Después de la primera nota se agotó la edición y volvimos. Así durante tres días: se avecinaba el viernes de luna llena y la tradición juraba que era el día en el que el lobizón tendría que aparecer. Hasta el jefe de policía me llamó para que terminásemos con el tema: “no tengo efectivos para mandar allá esta noche”. Pero miles de personas abarrotaron el barrios y sus accesos y una legión de vendedores ambulantes le daban las gracias al lobizón y al que le dio vida, porque tendrían para llegar a fin de mes, y con los años aquello se convirtió en leyenda que muchos recuerdan todavía y me hacen saber que el paso de uno por esa tierra de caudillos no fue en vano.

—Y la historia de tu nuevo libro, Un ladrón para recomendar, se la debemos a los vecinos de otro barrio, el tuyo, el de San Martín.

—Aquella historia me acompañó desde muy joven y ahora me ha permitido regresar al barrio, a la infancia, a la adolescencia, pero también a mi prehistoria como periodista. Parte de la carrera delictiva del personaje central transcurrió en Córdoba, por lo que tuve que ir a investigar a los archivos judiciales de esa provincia, bucear en el sistema penitenciario de allí y rescatar parte de la historia de los convulsionados años setenta o la personalidad del padre Luchesse, toda una institución para los cordobeses. Córdoba, cuando trabajé en La Rioja, tuvo su importancia. Cada vez que sufría la abstinencia de la gran ciudad me escapaba para allá. Aprendí a reconocer el tempo de los cordobeses, no sólo por mis compañeros del periódico, sino también por haber hecho el servicio militar junto con varios oriundos de la docta, como también se la conoce. El humor característico del cordobés lo asemejo, más de lo que los argentinos solemos creer, con el del andaluz: es una marca registrada.

—¿Y de qué querías hablar al narrar la historia de Un ladrón para recomendar?

—Busqué retratar a la Argentina de aquellos años desde la óptica de un fuera de la ley, en un país donde la impunidad es moneda corriente y donde el desenlace de su vida se ajustó a los cánones de la época en la que le tocó transcurrir. Espero, claro, no haber fracasado en el intento.

Cuando retomamos el tema de Cavallo ya están a punto de cerrar el café. Vales me transmite qué sintió cuando el libro de Paoletti llegó a sus manos: había dedicado dos años de su vida, el tiempo que pasó en La Rioja, a batallar para que El Independiente recuperase su impronta. Y en aquellas páginas encontró la primera pista para identificar a Cavallo: “Miguel Ángel Cavallo: alias Marcelo, Sérpico o Ricardo”.

—Ahí supe que estaba bien encaminado. Cuando concluimos la primera parte de aquella investigación y supe de la detención en Cancún del represor, levanté el vaso de whisky hacia alguna parte y dije: “maestro Paoletti, tarea cumplida, gracias por confiar en mí”.

—¿Y cómo fue cruzarse con los represores?

—Nunca creí que me correspondiese a mí hacer juicios de valor de todo lo que allí había ocurrido. También tuve que moverme entre gente que había sufrido horrores, y muchos estaban enfrentados por sus diferentes comportamientos en cautiverio. A la deontología no escrita de la profesión apliqué lo que había aprendido en las calles de mi barrio. Lo que llaman códigos.

En la calle enseguida sentimos que esta noche bajan las temperaturas. Nos despedimos y aligero el paso, ya que el partido del Sevilla está a punto de empezar. Según José Vales, el fútbol en Argentina funciona como sustituto cultural de un país que carece de raíces culturales sólidas. Y no se refiere al juego, sino en todo lo que acontece alrededor del deporte. Su pasión por Racing fue un acto de fe o, mirándolo bien, el único acto de rebeldía posible en estos tiempos. Vales habla de la construcción de una mística, de algo que ayudó a definir su personalidad y a entender desde muy chico que su vida iba a ser a lo Racing: sufriendo para terminar festejando. Aunque ahora se escandalice un poco por las locuras que la gente de Racing hizo para llegar a Paraguay en la reciente final de la Copa Sudamericana y en su blog cuente que se coló en un avión para llegar a ver un partido de fútbol a Avellaneda desde La Rioja, mi anécdota de Racing favorita ocurrió en 1977, cuando José tenía catorce años y trabajaba en un restaurante de Valencia, ya que sus padres lo habían traído a vivir a España. En el Atlético de Madrid jugaba su máximo ídolo de pibe: el Panadero Díaz. Vales pidió permiso en el trabajo y sin avisar en casa se fugó a Madrid para ver el gran derbi. Aquella tarde, el Panadero, además de pegarle una murra histórica a Camacho que todavía le debe doler, hizo un golazo de tiro libre poniendo la pelota donde Miguel Ángel no llegaría nunca, el único tanto que anotó en su etapa como atlético y que ahora se puede ver por YouTube. José Vales cuenta que gritó de manera desaforada; repetía: “ése lo hizo para mí, para mí lo hizo”. Todos lo miraban raro: “enloqueció el sudaca…”. Pero sabía lo que le esperaba al regresar a casa. Su madre lo perseguía alrededor de la mesa del comedor, dándole con el cinturón del lado de la hebilla (“pa que duela”) y recitando: “ya me tienes patilluda con ese puto Racing, en Argentina, y aquí también…”. En eso entró su padre, y el joven José, ya llorando, lo miró a los ojos cuando éste le dijo:

—¿Pero vos sos loco o pelotudo?

—Papa, no sabés el golazo que hizo el Panadero…

—¡Sí! Lo vi por la televisión.

El pibe logró —aplicando esa rapidez mental que tan bien le ha venido en su posterior desempeño periodístico— que su madre frenara el castigo y dirigiera la bronca al verdadero culpable de su enfermedad balompédica: su viejo. Ya en casa, mientras la afición de mi equipo, el Sevilla, se deja el alma cantando el himno del Centenario de la institución, me cuestiono mi fidelidad por un club del que ninguno de mis familiares cercanos es aficionado y que, en general, no goza de la simpatía de la gente de Huelva. Pero el partido va a empezar ya, recuerdo que el propio Vales me recomendó dejarme llevar de cuando en cuando por la inercia del fútbol, y sé que, por lo menos hasta el descanso, aparcaré la reflexión sobre lo que hemos hablado, que durante algo más de cuarenta y cinco minutos la pasión por la vida que José Vales demuestra en sus conversaciones y en sus textos se reducirá a lo que suceda en el terreno de juego.


[i] José Vales. Periodista argentino (1962). Ha recibido los premios María Moors Cabot (2007), de la Universidad de Columbia (EE.UU.) y Ortega y Gasset, del diario El País (España)

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