Entrevista a Rafael Soler[i]

Por María José Muñoz Spínola

 SOLER CON SOLER

Desde mayo de 2015. Rafael Soler es vicepresidente 1º de la Asociación Colegial de Escritores de España (ACE) y desde 2017 es anfitrión de los “Lunes literarios” de Café comercial, la Casa de todos —como es conocido— y lugar donde hemos quedado para charlar sobre su séptima novela, “La pistola de mi padre” (Ed. Contrabando, octubre 2024) que, presentada el pasado mes de noviembre en el Colegio Oficial de Arquitectos de Valencia y editada con la acertadísima lectura de Luis Landero como “no-sinopsis”, ha sido señalada como una de las 10 novelas de 2024 según el escritor, ensayista y crítico literario Germán Gullón, algo que, además, confirma la 2ª edición de la misma en menos de tres meses.

En su presentación en prensa se publicó que “La pistola de mi padre” narra “el encuentro de cuatro personas de una misma familia a lo largo de 9 horas, contado por un narrador insólito, con un inesperado y brutal acontecimiento como telón de fondo. Soler vuelve a construir una historia familiar, desde la posguerra a nuestros días, que le sirve para hurgar no solo en las vicisitudes, los conflictos y los traumas de unos personajes atados por un destino común y separados por mil querellas, sino también para adentrarse en una reflexión sobre cómo la historia de nuestro país ha ido influyendo y modelando las vidas de sus gentes”.

Rafael Soler y yo hemos quedado en encontrarnos en Café Comercial. Tras los saludos y la alegría de volver a vernos, espero a la entrada del salón y lo sigo con la mirada mientras lo recorre hasta encontrar el sitio más tranquilo disponible. Una tarea nada fácil a esa hora, pues, como es habitual, está lleno. Nos acomodamos y, con esa naturalidad que le caracteriza, señalando con la mirada los folios escritos que acabo de dejar sobre la mesa, me pregunta: «¿Todo eso es de mi libro?»

Su pregunta me hace sonreír. Le contesto que sí, que así es. Todo ello es mi lectura sobre su novela, pues vamos a hablar de literatura: de la forma que tiene de contar la vida, de técnicas narrativas y estilísticas; de la relación entre su poesía y su prosa; de su extraordinario narrador, de protagonistas y personajes; de la escritura y su proceso; de los dos ejes sintagmáticos simultáneos de la novela y como uno de ellos enmarca al otro, así como del espacio en que transcurre toda la obra —nueve horas—; de la fuerza actancial, que recorre la temporalidad y organiza la novela: los afectos; y, también, de metamodernismo, el movimiento cultural, artístico y literario que se va imponiendo desde hace unos años como propio de quien entiende y representa con mayor fidelidad el movimiento de oscilación y avance del mundo actual y en el que, desde mi lectura, se sitúa su novela.

Su respuesta la entiendo como la señal para comenzar: «Estoy ansioso por empezar a escucharte».

 

Rafael, antes de adentrarnos en su novela quisiera que el lector entienda el motivo de volver a nuestra Transición política y su “voluntad común” de reconstruir la patria. Si bien está escrita en el tiempo presente, con ese “inesperado y brutal acontecimiento como telón de fondo”, y del que hablaremos más adelante por la repercusión que tuvo en el arte y la literatura, en “La pistola de mi padre” vuelve a retomar el mismo momento histórico que en sus dos primeras novelas, “El grito” y “El corazón del lobo”. En aquel entonces cuando «Todo estaba muy revuelto, atropellados íbamos. Con buena voluntad, pero atropellados» (p. 154). Desde su experiencia vital, su mirada de escritor y como sociólogo. ¿Qué cree que ha cambiado en los años transcurridos desde aquellas primeras obras, cuando todo estaba por hacerse y por venir, para volver la mirada a aquel periodo crucial de la misma, y hacerlo, precisamente, ese fatídico día para la Historia reciente del mundo?

Pues yo diría que dos enfoques. Uno, la pregunta la contesta el autor. Lo que era y lo que soy. Y otro, lo que era y lo que es ahora la sociedad española. El autor, en aquellos años, cuando escribe “El grito” y “El corazón del lobo” está en un momento de su vida en el que piensa que todo está por venir, que hay muchas cosas que se pueden cambiar y mejorar; se da cuenta de los destrozos que puede causar en la pareja el tedio, la monotonía, y escribe con esa premisa. Con la premisa de hablar de cómo sobrevive el amor, el amor apasionado, el amor total, cuando llega la realidad de la rutina, el tedio, la monotonía, y, cuando yo me quiero dar cuenta, en esas dos novelas hago una crónica de la sociedad española en esos años. Y con el paso del tiempo, precisamente porque no hay una voluntad de hacer una crónica de la sociedad, lo que ha perdurado y hace más interesante esas dos novelas es precisamente ese fresco, ese cuadro de costumbres. No es una novela costumbrista, pero sí que hay ahí un testimonio muy claro en el que se ve una sociedad con ansia de futuro, una sociedad en una medida importante… la palabra no es “ingenua”, pero sí, con motor de hacer cosas. Cuando yo ahora vuelvo con esta novela a esos años, el autor es otro; al autor ya le ha cambiado la vida, y eso tiene que ser así. Pero en estos momentos, cuando escribo esta novela yo sí quiero, dentro de las tres pantallas que tiene la novela: la pantalla que tiene al fondo el ataque de las Torres, que acota temporalmente la novela, nueve horas; otra pantalla deliberada, que es hacer una cronología, un repaso por algunos momentos singulares de nuestra historia: la Guerra Civil, la llegada de Eisenhower, en plena dictadura franquista, el atentado de Carrero, el Referéndum, el Golpe de Estado, las Olimpiadas… y eso es deliberado. En este caso, a diferencia de “El grito” y “El corazón del lobo”, el autor sí tiene muy clara la voluntad de acudir a esos hitos, que luego tratará de una manera muy suave, muy discreta. Y luego está la pantalla de lo que pasa en esas nueve horas.

 

Vamos a hablar, efectivamente, de todo ello. Levanta todo un mundo desde la esencialidad y la complejidad que caracterizan las relaciones familiares y los elementos que componen su obra. Su forma de contar todo hace que se reconozca un texto escrito por usted. De ahí que Landero haya escrito: «No busquen comparaciones: no se parece a nadie». Su escritura, muy personal, es un desafío con riesgos evidentes. En su novela utiliza una variedad de técnicas narrativas y estilísticas para explorar y cuestionar la naturaleza de la escritura. Innovación, experimentación, al romper con la estructura habitual de construcción de la novela también explora la conciencia y la subjetividad de manera más profunda. Aborda la realidad y la ficción buscando un equilibrio entre la esperanza y el escepticismo, la ironía y la sinceridad, e invita al lector a que se convierta en parte activa y comprometida en la lectura. Refleja la complejidad de nuestro tiempo y la necesidad de encontrar nuevas formas de expresión. ¿Cuál ha sido su intención con esta propuesta e innovación creativa?

La respuesta es muy sencilla. Yo me defino como un poeta que también escribe novelas. En ese sentido, yo escribo mucha poesía y publico muy poca poesía. Piensa que yo tengo 77 años y tengo siete libros publicados de poesía, y mi primer libro creo que tenía 28 años. Todo esto para decir que, como poeta que escribe novelas, a mí lo que me interesa es que el lector se sienta concernido, que se sienta interpelado. Un poema llega cuando el lector piensa “esto me ha pasado a mí”, “¿esto qué quiere decir?”, “¿por qué me dice esto el poeta?”, “¿lo habré leído bien?” Y esa es mi poesía. En la novela procuro hacer algo parecido. Es decir, yo convoco al lector, yo quiero que el lector se sumerja en la lectura, pero que se implique en ella, que la haga suya; que siga escribiendo el libro conmigo, que pase una página con otra, y no voy a decir, que queda un poco petulante, entre la sorpresa y el asombro, pero sí con curiosidad, que siga completando muchas veces lo no escrito. Mis novelas tienen capacidad de sugerencia, creo yo, y utilizan la ironía como una manera de abordar lo más duro. Cuando yo escribo esta novela yo tengo muy claro a dónde quiero llegar y cómo quiero contarlo. Y ahí, efectivamente, despliego una serie de herramientas, que es la manera de contar las cosas.

 

Un apellido de origen castellano leonés que actualmente es más común en Hispanoamérica que en nuestro país. El apellido de la familia protagonista de la novela, Cortázar, ¿es un homenaje al escritor argentino? ¿un reconocimiento a un continente con el que se siente hermanado literariamente? ¿ambas cosas o ninguna de ellas?

—Es una provocación. El título de mi libro, el título de mis poemas, todos son una provocación. Vamos a ver, una familia, cuatro miembros, eso se ha contado ya muchas veces: hijos que no han matado a su padre en su complejo, madres amparadoras, el fracaso. Está contado todo en literatura, pero no está contado casi nada. Todo admite una mirada diferente, todo admite una forma distinta de contar. Cortázar es uno de mis grandes maestros, vengo también de Rulfo, de Manuel Puig, un escritor maravilloso. Y esta familia, ¡no te lo pierdas!, que viene de Castellón, sean los Cortázar… Bueno, contesto tu pregunta. Es un homenaje, es una provocación y en cuanto lo encontré —o mejor dicho me vino, porque me vino de golpe—, en ese momento, pensé: y va a ser un acierto. A día de hoy ya hay gente que habla de “los Cortázar” como unos referentes.

 

«Observadora, tengo tiempo y con ganas de contar esta vida nuestra de los Cortázar» (p.15). El narrador, excepcional, podríamos definirlo como asombroso, sorprendente o insospechado, aunque no hay mejor forma de describirlo que como lo ha hecho Luis Landero: insólito. A pesar de que habrá alguna más, me vienen a la cabeza tres historias en las que el narrador es igual de insólito; una obra de la francesa Colette, otra del mexicano Toño Malpica y, por último, una de Lytton Strachey, el londinense perteneciente al grupo de Bloomsbury. No desvelo los títulos de las obras para no desenmascarar a esta singular y potente narradora, que añade una dimensión poco habitual a la narrativa. Desde su omnisciencia, sin tapujos, sin miedos y sin ocultar nada, desnuda y desarma a todos los personajes para desvelarnos sus secretos y emociones más ocultas. Se encarga, hábilmente, además, de que sea un acertijo a resolver por el lector —a quien voy a dejar que lo descubra por sí mismo—, pero me interesa saber ¿qué le llevó a elegir a esta narradora para contarnos la historia de esta familia, los Cortázar, dentro de nuestra Historia más reciente como país, en un día que cambiaría la Historia mundial y en el que, precisamente, se convierte en el protagonista silencioso de ese día de reunión familiar?

Fue una decisión, he de confesar, muy sencilla. Es curioso, uno se da cuenta de estas cosas cuando ya han pasado. Hablando ahora contigo me doy cuenta que esta es mi primera novela escrita en primera persona. Yo antes de publicar “El Grito” escribí cuatro o cinco novelas que nunca publiqué, porque eran novelas de aprendizaje. La primera de estas novelas se llamaba “Las gaviotas” y la escribí en primera persona. Porque es muy habitual escribir la primera novela en primera persona. Algo que es muy difícil de hacer bien, escribir en primera persona.

Cuando abordo la escritura de “La pistola de mi padre” y organizo esa estructura en que cada capítulo tiene tres partes: diálogo a cuchillo sin acotaciones, narrador que cuenta lo que pasa y luego testimonio, vía cintas, vía diarios, o vía textos de uno de los familiares… Cuando empiezo a escribir, desde la primera línea del narrador, me doy cuenta que estoy utilizando la voz de aquel miembro de la familia que es el más sereno, el más objetivo, el más notario de todos, porque ha podido estar; no ha demandado, no en tráfico de afectos y desafectos, sino que ha estado ahí. Objetivo, se siente miembro de la familia, ama a todos sus compañeros de familia y tiene todos los secretos de todos. Y yo, cuando me di cuenta de eso me dije: tengo la novela. Solamente tengo que dejarla hablar, que sea ella quien nos lo cuente todo.

 

Quienes conocemos su obra no podemos desligar su poesía y su prosa. Hay una absoluta coherencia de su mundo, de sus creencias, de su mirada a la vida, al mundo y la realidad observada. Su novela es una experiencia directa del instante y una elaboración de la experiencia del tiempo, por ello es una novela poética, y no —pese a que se piense así en nuestro país— porque su lenguaje sea poético, que también lo es. Asimismo, todos los pensamientos que abren los cuadernos de su libro de poemas “No eres nadie hasta que te disparan” están presentes en el libro: “Hacen falta dos para bailar”, “Toda derrota compartida es siempre la mitad de una victoria”, “Hay máscaras que son lo que parecen” y “La vida es un atropello consentido”. En el texto, incluso, incluye íntegro uno de sus poemas, “Almas gemelas”, publicado en su libro “Maneras de volver”.

Explora múltiples capas de significado y proporciona una mayor profundidad a la narrativa al desdibujar los límites de los géneros. Textos entrelazados en un tejido sutil donde el lector descubre, en cada giro, un perfil. Una estrategia creativa que da vida y autenticidad a los personajes. Un texto que contiene otros textos. Distintos puntos de vistas que abordan y exploran, desde la subjetividad, la realidad y su percepción para ofrecer una experiencia lectora más rica y poliédrica en la que la narrativa, el dramatismo y el dinamismo de los diálogos se enriquece con estilismos y expresión poética, la perspectiva intimista y auténtica de los diarios, del género epistolar o de pequeños relatos, todos ellos perfectamente justificados e hilvanados. ¿Qué idea o concepto lo llevó a fusionar diferentes géneros literarios y cómo cree que esto afecta a la experiencia del lector?

La experiencia del lector, a estas alturas que están con la segunda edición en tan poco tiempo, es que quienes han leído la novela no la han soltado hasta que la han terminado. Está planteada así, para que sea una lectura adictiva, capítulos cortos. Yo necesitaba que aparte del narrador, que nos va contando todo en primera persona y tiene esa presencia abarcadora a lo largo de toda la novela… Yo pensé ¿qué hay en el alma de la madre?, ¿cómo es el corazón de esta Isabelita que tiene este trastorno de conducta o comportamiento? ¿por qué Carlos no termina de cuajar como escritor? ¿Qué le ha pasado? Y me di cuenta que, si yo quería que la novela fuera como un tiro, estaría muy bien que estas tres personas comparecieran con su voz de manera que el lector, de forma casi automática, dijera “¡ah, mira!, aquí está Isabelita otra vez. Y que tan solo en dos páginas de gran intensidad hablase de ella. Y que pasara lo mismo con la madre y sus cintas, o con los textos que son notas, apuntes, que dan muchísima información de la historia de los Cortázar y de quien los escribe, Carlos. Y tomé una decisión, no vamos a ver y no vamos a escuchar el alma del padre. El padre, llamado El jefe, no nos va a decir nada en ningún momento de la novela, vamos a saber de él por los diálogos, por lo que de él dice la narradora y por la voz de su mujer y sus hijos. Pero el no va a tener chance, porque es la pistola de mi padre y ahí va a haber un fondo muy importante también que trata de la incomunicación entre nosotros.

Llegaremos. Llegaremos a ello. Pero antes quiero hablar de los protagonistas.

Estoy muy sorprendido de cómo has leído la novela.

 

En su novela —continúo mientras sonrío— hay dos grandes protagonistas. Uno de ellos es la familia Cortázar, todos ellos, en la identidad común en la cual se reconocen como parte de ella. Una familia media y humilde que emigra a la capital, Madrid, en busca de un futuro mejor. De alguna manera, mayoritaria de aquellos tiempos del final de la dictadura y los primeros años de la democracia. Un padre autoritario, una madre resiliente que calla, otorga y sostiene la familia unida, un hijo que tiene acceso a los estudios universitarios, y una hermana, menos común, frenopática.

Una familia en la que, además, «cada uno es también su personaje. Construido por esa inercia de la mirada de los otros que tienden a encasillar a sus vecinos. […] Cada quien, su personaje. Cada cual, lidiando con lo suyo para estar a la altura que las circunstancias mandan» (p. 129).

Personajes que, en el encuentro y los desencuentros heredados, «Conversaciones a base de malentendidos y silencios» (p. 103) necesitan dejar constancia ´ab aeterno´ de su existencia y su experiencia individual de forma secreta para el resto de los miembros de la familia. En uno de sus poemas, de su libro “Ácido almíbar”, confiesa: «Escribo / porque cuerdo de atar estoy que vivo / y soy apenas lo que he sido / el otro que en silencio habla // y al que escucho cuando escucho sorprendido». Ha creado un complejo y rico caleidoscopio de voces. ¿Cómo es el proceso de esa escucha sorprendida de los personajes mientras escribe?

—Maravillosa pregunta. Yo como poeta escribo desde el desamparo. Escribo mendigando un verso que valga la pena. Me levanto pronto. A las diez de la mañana y tres cafés no he encontrado nada, y vuelvo al día siguiente. Una novela es diferente. En la novela, cuando tienes un personaje, le otorgas el nombre de Isabelita y decides que va a ser frenopática, tienes la mitad. Cuando en una novela dices: bueno, voy a poner a una madre amparadora que mantiene el fuego del hogar pero que al mismo tiempo tiene carácter y marca por donde hay que ir, tienes la mitad. Si luego a esa hija le das un diario, y a la madre unas cintas, solo tienes que dejar que ellos hablen. Tienes que ser humilde como creador. Tienes que dejar que, poco a poco, sean ellos quienes se escriban. Tienes que hacer del acto de la escritura, básicamente, un acto de recoger lo que tus personajes quieran decirte. En esta novela yo he tenido que embridar bien a Isabelita, porque es un personaje arrollador. Posiblemente, si yo hubiera sido más joven hubiera cometido un error. Creo que no lo he cometido, porque no es que me haya impuesto a Isabelita o no le haya ganado el pulso, pero sí he sido capaz de pactar con ella el peso que tenía que tener en la historia para dejar que los demás también lo tuvieran. Por lo tanto, al final, los personajes hablan, y si los personajes hablan y no te dejan que dejes de escribir, vas por buen camino.

 

Personajes principales y otros secundarios que cobran protagonismo y que, en cierto modo, articulan una buena parte de las circunstancias del pasado familiar. Personajes definidos por sus actos y pensamientos, pero de los que no sabemos nada sobre su aspecto físico. Tampoco sobre los espacios en los que transcurren las acciones. No hay descripciones salvo las precisas. Me da un poster de “Los Shadows” (Los sombras) y yo imagino el espacio que lo contiene a partir de la personalidad que he perfilado de quien lo habita. La ausencia de descripción es una de las causas de la fragmentación de la realidad. Vivimos en la sociedad de la imagen, algo que queda patente con alusiones explícitas a actrices, como Enke Sommer o Ava Gadner, al cine, con Blade Runner mencionado implícitamente (p. 151). ¿La imaginación es actualmente un asunto también del lector?

La imaginación es esencialmente un asunto del lector. La lectura lo que tiene que hacer es entrenar, cultivar el desarrollo de la imaginación de cada uno. Si esta novela se llevase, quizá al teatro, más que al cine… han querido llevar al cine, no lo hemos conseguido aún, “Necesito una isla grande”… pero lees “Necesito una isla grande” o lees “La pistola de mi padre” y le pones cara a Carlos, al piso de Castellón, al garito en el que juegan al póker, es que eso es la literatura. Yo cuando leí muy joven “La isla del tesoro” … esa experiencia mía no es comparable a la de mis nietos cuando han visto “Piratas del Caribe”. No tiene nada que ver. Entonces, sí, por supuesto, la imaginación es la base de todo y es, por tanto, asunto del lector.

 

Aníbal, El jefe, o Atila, que, en según qué ocasiones y según el pensamiento de doña Rosario, es «un buen tipo (…)», de «frases cortas para poner orden que desordenan todo» (p. 20), que grita «siempre que le faltan razones» (p. 63) y con el que revelas uno de los pensamientos tan egoico, según indican los psicólogos, como propio del ser humano: «Morir es un desastre, y no tengo ganas. No me moriría yo ni muerto» (p. 57). Rosario, «con la sordina que dicta la prudencia» (p. 84), no quiere decir lo que no siente. Pero hablar a solas le hace bien. Para sacar lo que lleva consigo: «aunque no me guste» (p. 21).

Y ambos, «callado El jefe, callada doña Rosario en una conversación de dos con nadie» (p. 52). El amor, que como prologó Elvire Gómez-Vidal Bernard en la reedición de sus dos primeras novelas, siempre está en riesgo por la incomunicación y el tedio de la convivencia y es por ello, para la pareja, un perpetuo intento por sobrevivir al naufragio de las ilusiones. «Una derrota compartida / es siempre la mitad de una victoria», un verso de “Ácido almíbar” y el pensamiento que abre el “Cuaderno de Martín”, la segunda parte de otro libro, “No eres nadie hasta que te disparan”, es el único epígrafe de “La pistola de mi padre”. Compartir nuestras derrotas o fracasos con el otro, los otros, es un recordatorio de poderoso valor: el apoyo y la comprensión mutua pueden convertir una experiencia intensa y dura en una oportunidad de crecimiento y fortalecimiento del amor. ¿Qué quiere transmitir al enfrentar a sus personajes con situaciones que oscilan entre la esperanza y la desilusión?

Al final ese es saldo de la vida, ¿no? La suma de algunos aciertos y muchas derrotas. Los estoicos dicen “también esto acabará”. Estás arriba, también esto acabará. Estás abajo, también esto acabará. En mis novelas, yo creo que, en todas, el fracaso vital, la frustración de proyectos emprendidos que no llegan a término o se quedan en la mitad es, posiblemente, uno de los mensajes más importantes. Creo que es en “El corazón del lobo”, la novela termina diciendo: “así que la vida era esto”. Y está la pareja bailando. Son jóvenes, pero no son los jóvenes que eran no hacía tanto tiempo, cuando eran ingenuos, cándidos, luchadores voluntariosos. En mi opinión, cuando lees un poema tienes que salir mejor de él. En mi opinión, cuando lees una novela tienes que salir inquieto, y tienes que salir con preguntas. Y eso es lo que yo he pretendido.

 

Hoy, 31 de enero, celebramos el natalicio de Concepción Arenal. Autora de “La beneficencia, la filantropía y la caridad”, en 1870 fundó “La Voz de la Caridad”, un periódico que utilizó, a lo largo de sus catorce años de vida, para denunciar los abusos e inmoralidades presentes tanto en hospicios como en cárceles de la época, y que se convirtió en una publicación de referencia a nivel europeo.

Quiero profundizar en Isabelita, «que siempre ha sido una cándida del amor, y poco pide y mucho da en este mundo nuestro donde busca cada uno lo suyo» (p.20). «De condición esquizofrénica con rispedal, dijeron. Categoría bipolar con litio, dicen ahora» (p. 27). Una frenopática que nos ofrece un personaje auténtico, complejo y absolutamente redondo. Ni huérfana, ni presa en la cárcel, pero sí mentalmente y en periodos intermitentes en un centro psiquiátrico. Tras la moral de la familia sobrevuela la culpa, y tras la denuncia de los abusos perpetrados por algunos de estos centros ¿se encuentra la responsabilidad del escritor?

—Me parece que, la palabra sería excesivo, pensar que el escritor puede con un testimonio escrito movilizar a la sociedad en una dirección determinada y conseguir su empeño. No digo que no lo intente. Yo creo que los escritores, hablo ahora de novela, tenemos el compromiso social de dar lo mejor de nosotros buscando situaciones, a ser posible límites, que expongan, denuncien y abran camino hacia la reflexión. En el caso de Isabel, de Isabelita, es un personaje que yo creo que es un canto al poder y a la grandeza de los débiles. Es un ser que, en su desamparo, en los abusos que ha sufrido, en sus puntas de irascibilidad, depresión, etc., sobrevive. Y tiene una gran determinación. Y yo creo que todos tenemos mucho que aprender de ella, en su deseo de mantener su independencia y deseo de seguir adelante. Y esa es la principal función de Isabel en este libro.

 

Además, acompañan a Isabel personajes secundarios que densifican su existencia y la nuestra: Luis el Justiciero, el Palanganas, Tato, también el Señor del Abandono Manifiesto. Su libro “Las cartas que debía” se hace muy presente en esta novela para sostener a Isabel. ¿Dónde se encuentra la confluencia entre Isabelita y “Las cartas que debía”?

En una persona, que no es un personaje, que fue un gran amigo mío y al que dejé en un frenopático, y que ya falleció. Y al que nunca dediqué todo el tiempo que a mí me hubiera gustado dedicarle. Tiene una carta en “Las cartas que debía”, con un nombre distinto al suyo. Yo viví desde la culpa durante muchos años ese desamparo que nace de mi exigencia en la amistad, pero que fue evidente. Y hay una carta a él, como hay una carta al paciente que nunca visité, todos tenemos asignaturas y cartas pendientes. Esta es una novela de Soler per es también una novela con Soler. Y eso es importante. Los novelistas en todos los personajes de una novela ponemos algo nuestro. Algún rasgo de carácter, alguna experiencia. No es que nos ocultemos, pero bueno, damos eso.

Vamos a llegar también a ello [risas].

¡Amiga! Es curioso, porque vamos hilvanando todo en la conversación.

Sí, se va incluso adelantando a lo que va a llegar [risas]. Llevamos la misma línea expositiva de pensamientos.

Pero eso está muy bien… En esta novela hay un momento tremendo, que es cuando Carlos lleva a su hermana al frenopático. ¿Y ella sabe lo que va a pasar? ¿Lo intuye por qué ha salido con una maleta? ¿Por qué Carlos va tan serio? Pero van a poca velocidad, un paisaje con pinos, la música de Los Shadows. Ese momento no tiene por qué terminar. Ella está ahí, pero su hermano está en otro sitio. Su hermano está en: “estoy, por mandato de mis padres, llevando a mi hermana a que la encierren”. Y eso es muy diferente. Bien, pues en esa página del libro hay una confluencia absoluta del libro con “Las cartas que debía”. En la Carta a Daniel, cuando escupe “Manicomio”, así se llama la carta. Y esa carta, termina con un poema, corto, durísimo, que en mi novela es el poema que escribe Carlos cuando, después de dejar a su hermana ingresada, el coche, sin que él lo busque, le lleva a la casa de su hermana, pues llega a casa de su hermana sin quererlo. Está desamparado, aparca el coche, sube y entra en la casa de su hermana, descubre el diario que él no sabía que tenía y escribe el poema, de manera que ahí confluye todo.

 

La cándida de Isabelita, en su labilidad emocional, y «cuerda de atar» como está, los define a todos como líquidos. La modernidad, sólida, estable y estructurada, dio paso al posmodernismo, fluido debido a las exigencias del constante cambio, inestable e impredecible debido a la incertidumbre de la falta de estabilidad. Un hecho, al que llegaremos —inevitablemente— más adelante pues es el que enmarca la novela, provoca un cambio que manifiesta la inconsistencia del posmodernismo para describir nuestro contexto actual, cuando éste, además, comenzaba a apuntar hacia la volatilidad, simbolizada esta, por otro lado, en el deseo exteriorizado de Isabel de querer ser un caballo, animal presente también en su poesía. Su deseo de escapar de situaciones estresantes o abrumadoras en la vida es una forma de expresar una necesidad de evasión y alivio. Incluso para quienes nos mantenemos en la realidad, nos dice que «Todos huimos de algo, siempre. Huir, para encontrarte» (p. 102). ¿De qué huye Rafael Soler? ¿Huye y se encuentra a través de la escritura?

Tú sabes que la sociedad se organiza en tres grandes grupos que son: los que resisten por edad —yo estoy en el grupo de los que resisten, con mis canas y mis achaques, y mi sabiduría que viene de mi experiencia—, los que mandan y los que llegan, los más jóvenes. Cuando yo estaba en el grupo de los que mandan, mi madre me hacía esta pregunta, “¿Rafa, de qué huyes?”. Bueno, yo no creo que el artista huya de nada cuando crea. Me da igual que sea un pintor, un escultor, un poeta o un narrador. Yo creo que no huye, yo creo que busca, y a veces encuentra lo que no busca, y ahí se halla la obra de arte muchas veces. Mi novela anterior es una novela de brújula; empecé, puse a unos abuelos en una furgoneta robada para que llegaran al mar, y la historia la escribieron ellos. Ellos huían de la residencia para ir al mar, pero yo no, yo no huía. Aquí, no. En esta novela yo creo que no estoy huyendo, pero, en una entrevista que hicieron el otro día en televisión, me sorprendió escucharme diciendo, como si no fuera yo, que en el fondo podía pensar que toda la arquitectura de la novela y toda la trama de la novela, está montada, sin yo saberlo, para esa larga conversación interrumpida, pero importante, del padre con su hijo, de “El Jefe” con Carlos, y que quizá era la conversación que a mí me hubiera gustado tener con mi padre.

 

 Carlos nos lleva a la escritura. Carlos, que «a sus años anda todavía sin saber muy bien donde poner sus cosas, si por cosas entendemos el futuro, y qué futuro puede esperarte si no sabes lo que quieres hacer contigo aunque seas profesor en la universidad y lo que sigues deseando es ser escritor reconocido» (p. 19). La narradora va plasmando las ideas de Carlos sobre la escritura. «Un escritor se alimenta con el hambre de los otros para saciar la suya, supliendo con talento y osadía lo que nunca vivió, pero imaginaba» (p. 70), o «Un escritor siempre alimenta sus historias con pequeños grandes momentos de su vida, que luego pasa por el barniz de su imaginación. Historias que son un purgatorio, de calados diferentes según sea el último propósito, que muchas veces se desconoce» (p. 103). ¿Cómo sé que no necesita ser un escritor reconocido, ¿qué afinidad hay entre las ideas de Carlos y las de Rafael Soler al respecto del modo de entender la escritura?

Yo soy profesor. He sido profesor toda mi vida. Carlos es profesor. Yo he escrito muchos textos de tanteo, de aprendizaje, hasta que por fin cuajé una novela, “El grito”, cien páginas. Y antes de esas cien páginas que tuvieron el reconocimiento de la Bienal de Barcelona de Ámbito literario, ya había escrito cinco novelas. Carlos tiene muchas cosas mías. Carlos tiene incluso algunas experiencias de mi biografía, que no voy a desvelar. Si esta es una novela de Soler con Soler, Soler está más en Carlos que en los demás personajes. En ese sentido, comparto con Carlos, y él conmigo, dos cosas. Una, hasta qué punto lo cotidiano, lo inmediato, lo que oímos, alimenta y estimula nuestra imaginación. Es imposible que tú estés con tu padre, y te cuente que a un amigo suyo le volaron la cabeza y luego eso no lo reflejes en algún lado. Le tienes que dar forma a eso. Bien, pues Carlos y yo tenemos esa vocación de notarios, de ir recogiendo todo lo que el día nos da. Y dos, ambos compartimos la certeza de que para escribir bien hay que estar todo el día en el andamio.

 

Vuelve a adelantarse a mi pregunta una vez más [risas]… Recoge un pensamiento antológico de Picasso, condición sin la cual no existe ninguna obra de arte o literaria: la inspiración ausente «pero que me pille trabajando» (p.115). Alude al necesario trabajo que conlleva toda creación artística. No parece que la inspiración le abandone y sí que… Rafael, aunque en cierto modo ya me ha contestado ¿siempre está trabajando?

Sí, sí. Yo digo a muchos amigos poetas que vienen y me dicen… hace poco con uno de ellos… “Rafa, hace dos años que no escribo una línea”. Y yo les digo: estás equivocado. Llevas dos años escribiendo porque estás cargando los acuíferos. No hay nada peor que empeñarte en escribir o encontrar algo cuando el cuerpo no te lo pide; pero eso es distinto que estar en esa disposición, con la carretilla bien puesta, para recoger. Luego rompes a escribir cuando toque. Yo siempre digo que un escritor es un lector que a veces también escribe. Por tanto, sí, sí. Yo siempre estoy trabajando.

 

Una escritura y un trabajo que me lleva al protagonista esencial del libro, el lenguaje.

Me gusta que digas eso.

Es que lo es en este caso… «Un escritor, si hace buen uso de las palabras que conoce, pone un espejo haciéndonos pensar en lo que pudo ser y nunca aconteció» (p.15). No solamente es contar sino también cómo se cuenta. Y no me refiero a que el libro esté bien escrito, pues esto es —o debería ser— una obviedad para quien practica el oficio de la escritura. Nos muestra que no hay que encriptar el lenguaje para llevarlo a otro lugar fuera del ámbito de la comunicación ordinaria. Las palabras no solo sirven para comunicar, hace que no figuren solo por sí mismas, sino también por su valor plástico. Hay un perfecto equilibrio entre el detalle y la concisión, la descripción y la economía de las palabras, lo que mantiene el interés del lector. En su narrativa el lenguaje es de un trazo singular y es claramente una marca distintiva. ¿De qué manera considera que su estilo lingüístico contribuye a la identidad única de sus obras?

Yo tuve dos traumas juveniles severos que los provocó descubrir a Rulfo, que fue una experiencia muy turbadora, y descubrir a Vallejo, con Trilce. Tardé mucho en recuperarme, pero me di cuenta que estaba en la obra de Rulfo, Pedro Páramo, y en Trilce… Yo estaba empezando a escribir, pero hice una reflexión muy acertada, creo, que fue ¿por qué estos textos son tan importantes? ¿por qué han perdurado? ¿por qué, con todo lo que escribe la gente? Tú te vas a cualquier librería o biblioteca hay cientos y cientos de libros que salen continuamente con tapas sugestivas, lomo ancho, tapa dura, ediciones amplias, y nadie habla de esos libros. Y esos libros pasan. ¿Qué libro publicaron hace cinco años y ha quedado? Yo hice esa reflexión muy joven, y pensé: estos libros, este libro que no entiendo, que se llama Trilce… Trilce es triste y dulce, ¿no?… y este Pedro Páramo, son puro lenguaje, Rafa. El lenguaje es la base de todo. Y, bueno, a partir de ahí empecé a leer mucho y siempre pensé que el lenguaje era la herramienta esencial del escritor, lo cual es una obviedad, pero que hay que decirla. Y a partir de ahí también dije: bueno, y otra cosa más, amigo mío, si consigues con el lenguaje dar voz, tu voz puede ser reconocible enseguida. Y ese es el autor, y luego queda la mirada. Es decir, que, cuando tú vas a un mercado, pongas la cámara donde nadie más la ponga, y veas unas moscas en una naranja putrefacta, ahí está el poeta.

 

Parece que queda claro, «escribir para contarte» (p. 103) o “escribir para escribirse”, como decía Marcel Proust en “Contra Sainte-Beuve”. Pero no podemos olvidar que la ficción autobiográfica es, en la mayoría de los casos, tanto el reflejo de una biografía más o menos fiel de una biografía real, como metonimia, más fiel aún, de la generación a la que pertenece el protagonista recreado.

Nuestro poeta y crítico literario Javier del Prado Biezma me ha enseñado que la relación que la palabra mantiene con la realidad se hipostasia en el lenguaje; lo que nos lleva, necesariamente, a estudiar, de manera general, cómo se manifiesta la temporalidad en el interior de un texto en función de la instancia dominante que lo organiza. Dejemos, solo por el momento, la fuerza actancial, los afectos familiares, y hablemos de la temporalidad. El pasado y el presente se entrelazan y sustentan la narración, un lienzo tanto de la memoria como de la realidad heredada enmarcada por un hecho presente. Esta se establece en dos ejes sintagmáticos simultáneos perfectamente diferenciados.

Uno inicia en el final de posguerra. Desde «el Régimen a mayor gloria de don Francisco, todo termina algún día, mucha fuerza, confiemos» (p. 69). Melitón Manzanas, nombrado explícitamente (p. 69), Carrero Blanco, implícitamente. Torcuato Fernández-Miranda, «”un español irrepetible” —para un titular de prensa—, ¿necesario?» (p. 131). El miércoles seis de diciembre de mil novecientos setenta y ocho (p. 122), el día del referéndum, un día festivo en el que las sombras de la dictadura cedían ante la luz de la democracia plena, Adolfo Suárez: hechos, fechas, reuniones y notas para la prensa: «Transmitir como idea fuerza que con él “todos hicimos historia. Todos fuimos protagonistas”» (p. 130). El entonces Rey, Tejero y el 23-F —«volvían los fantasmas» (p. 153)—, Paco Molina, Alfaro Arregui o Liberal Lucini (p. 154).

«La Historia es un bazar donde no siempre encuentras lo que buscas, por grande que sean la necesidad y empeño. (…). La Historia, mal que bien, es un asunto de vencedores, y su revisión tarea de vencidos cuando la oportunidad asoma» (pp. 128-129).

La política como sistema en función de la ética. Una ética que es individual, pero que solo encuentra sentido en la predisposición para constituirnos en comunidad —y no olvidemos que la primera comunidad a la que pertenecemos es la familia y que «Sucede igual con la historia familiar, que nos acompaña de la cuna al nicho» (p. 129)— pues si cada uno piensa en su destino personal el resultado es la ruina general. Es la psicología del naufragio por sobre la psicología de la comunidad, en la que nadie se salva, pues nadie se va a salvar si no nos salvamos todos. Vuelvo a uno de sus pensamientos de “Las cartas que debía”: «No te acompaña / nadie en este viaje // Haz lo correcto / aunque sea alto el precio / y cruel su veredicto».

Memoria histórica siempre necesaria, pero desde lo individual saber «Que los que no olvidan ni perdonan se crucifican solos» (p.57). Es importante recordar de dónde venimos, pero, y hago un paréntesis literario, para hacer una pregunta al sociólogo: ¿cree que hemos conseguido aquella Identidad común tan ansiada entonces?

—No. No hemos conseguido para nada esa Identidad común. Pero eso no tiene que llevarnos a la melancolía, porque eso solamente destruye. Es un sentimiento muy negativo. Nosotros debemos perseverar y debemos de tener una guía personal. Yo tengo dicho que vivir es un asunto personal. Es muy importante que cada uno de nosotros en nuestro espacio, en nuestro entorno, desde nuestros fracasos y convicciones, construyamos un mundo mejor; pero en nuestra escala. Si todos en nuestra escala, que es una escala de barrio, de comunidad de vecinos, de jardín de infancia, damos lo mejor nuestro, sin esperar que nos lo den, el mundo sería muy diferente.

 Un eje temporal, decía, relatado por nuestro curioso narrador, que responde al carácter fragmentario de pasado y memoria como voluntad de identidad y de permanencia, delimitado por un presente que irrumpe como otro eje de organización temporario ajeno al narrador, puesto que les es propio, exclusivamente, a los cuatro miembros de la familia Cortázar, quienes con sus diálogos no rellenan, como diría Galdós, los huecos de la historia sino que, en su interrupción al narrador, desvelan sus herencias afectivas e históricas durante las nueve primeras horas, tiempo en el que realmente transcurre toda tu novela, de un día que marcó un antes y un después en la Historia. Un pasado —siempre presente— en un presente determinado por un único acontecimiento, unas horas que se hicieron eternas para todos y que cambiaron nuestra percepción del mundo que, en realidad, hemos creado. Al abordar este hecho de manera más directa y menos irónica hay un giro hacia una mayor autenticidad y sinceridad en la narrativa y, al vincular los temas cotidianos individuales a una tragedia para la humanidad y la memoria histórica con la reflexión sobre su herencia en la historia actual da el salto de lo individual a lo colectivo. Todo esto situaría su obra en el metamodernismo. Un término que, aunque se empleó por primera vez en los años 70, fue a partir de ese fatídico día cuando comenzó a cobrar fuerza:

—¡Las torres!

—¿Las torres?

—¡Las torres!

—Y ese humo (p.18)

¿Recuerda dónde se encontraba y qué hacía el 11 de septiembre de 2001? (El lector entenderá pronto la pertinencia de esta pregunta personal).

Sí, yo creo que, en nuestra sociedad, los que ya somos mayores, todos recordamos perfectamente, yo diría que cuatro momentos, que son momentazos: la mañana que mataron a Carrero; el día que salió Arias Navarro compungido a anunciar la muerte del dictador; el 23-F, seis de la tarde, pasando lista de los diputados en el Congreso; y el 11 de septiembre. Cuatro momentos en los que uno piensa y dice: pues estaba en la oficina… me fui a casa… estaba empezando la comida, que es lo que nos ocurrió a todos, al menos en mi caso. Las Torres, una avioneta, ¿qué ha pasado? Ya todas las cadenas de televisión con esa imagen terrible, y a las cuatro y cuarto estaba ya la familia congregada en mi casa, mis hijos.

Sí, todos lo recordamos. Es uno de los acontecimientos que un elevado porcentaje de la población señala como uno de los 10 eventos históricos más importantes de la historia reciente del Mundo. Con una única expresión nos ha trasladado y situado en toda la confusión, los pensamientos y las emociones que nos embargaron aquel día y entre las que se desarrolla su novela. Nos ha introducido en ella.

¡Las Torres!

Sí, así es. ¡Las Torres!… Después de los atentados del 11-S además de los profundos cambios geopolíticos que estos conllevaron y el debilitamiento de la fuerza jurídica vinculante de los derechos humanos, nos dimos cuenta de lo vulnerables que somos. La cultura y el arte necesitaban una nueva expresión. El 11-S llevó a una reevaluación de la realidad y la seriedad en la literatura. La literatura, como medio para abordar problemas sociales y políticos, una búsqueda que ofrece una visión honesta y a veces dura de la realidad. Una sinceridad que a menudo ha de desafiar las normas establecidas para provocar la reflexión y el cambio. Pierre Michon, en “Llega el rey cuando quiere. Conversaciones sobre literatura”, dice que “La escritura no está nunca presente en el momento en que suceden las cosas, llega después, a veces mucho después” [1]. «Acción, reacción, repercusión. De eso va todo» (p. 41). ¿Qué le llevó a elegir ese día para convertirlo en su presente narrativo?

—Porque era, efectivamente, un momento histórico, y justificaba muy bien el encuentro de la familia; cada uno desde sus circunstancias personales. Cuando empieza esa jornada Carlos viene con su mundo, su amante alumna y sus clases en la universidad, una cita con sus hijas… luego todo eso se va a ir desbaratando para que aflore lo importante. Isabelita está en casa, no quiere ver la tele. Pone la tele, se alarma. Era un momento que facilitaba muchísimo de entrada, sobre todo si aparecía al comienzo, esa pantalla o primer decorado, que hace que todos los personajes se salieran de su rutina habitual y entraran en una tensión de comunicación, necesidad de comunicación. ¿Qué está pasando? ¿qué hacemos? y que eso los lleve al abrazo, a la solidaridad, a recogerse, a enfrentarse juntos… Esa era la idea.

Un detonante.

Eso es, un detonante.

«La tele sin voz mostrándote las imágenes de un final de época, cayeron las Torres, caeremos todos por soberbios» (p. 184). La ironía y el escepticismo característicos del posmodernismo comenzaron a parecer inadecuados para abordar nuestro mundo actual. La discusión de la posmodernidad dio paso a otros movimientos como la modernidad tardía, la modernidad líquida, la pos-posmodernidad, automodernidad, performantismo, digimodernidad o altermodernidad, pero parece que la que se muestra más eficiente para el análisis de nuestro mundo de hoy en día es la metamodernidad. La necesidad de encontrar sentido y conexión en un mundo post-11-S llevó a una exploración más profunda de la humanidad y las relaciones interpersonales, lo que, inevitablemente y por proximidad, hizo volver la mirada al modernismo y sus valores. No obstante, aún queda avanzar para resolver o equilibrar algunas de las dualidades heredadas, como que el contenido del mensaje pasa a ser secundario para valorizar la forma en que es transmitido; o la búsqueda del grado de convicción ―derivado de ´vincere´ [vencer], como atestigua el Poema del Mio Cid― que pueda producir: o la información, frecuentemente contradictoria y aún recibida quitándole realidad y pertinencia, convertida en mero entretenimiento; o la pérdida de la intimidad y la vida, propia y de los demás, que se convierte en un show, especialmente en el contexto de las redes sociales.

Así es.

Hasta no hace tanto cuando se necesitaba conocer qué estaba sucediendo en la sociedad y el mundo se acudía a los escritores. Eran, y en muchos casos aún sois, cronistas de la realidad, capaces de captar y expresar las complejidades y matices de la vida humana y las transformaciones sociales. En un mundo donde la información está omnipresente gracias a los medios digitales, ¿cómo cree que ha evolucionado el rol del escritor como cronista de la realidad y cuál es su relevancia en la sociedad actual?

—Me encanta toda la reflexión que acabas de hacer. Me parece muy bien traída y muy completa. Yo creo que el papel del escritor consiste, sobre todo, en escribir sin plantearse que tiene algún papel. La escritura es libertad. La escritura es riesgo. La escritura es vocación de perdurar. Solo desde ahí pueden cuajar textos; no digo memorables, pero sí a lo mejor perdurables. Yo quiero escribir bien, quiero decir cosas interesantes, quiero jugármela, quiero provocar al lector, quiero entrar en territorios poco ocupados. En ese sentido el autor se convierte en un guerrillero, en un buen compañero de viaje, en un agitador de conciencias, y a partir de ahí está justificada su obra; pero, ¡ay!, ¡ay! el que escriba proponiéndose ser un agitador de conciencias. ¡Ay! del que escriba diciendo: voy a movilizar a la sociedad. Porque, en mi opinión, eso puede ser una consecuencia, pero nunca puede ser el propósito inicial de la escritura. Te estoy hablando de ficción, te estoy hablando de novela.

 Entendido. La importancia de “el desde donde” de la acción, y “el para qué” de la misma.

«—(…) Tu mundo, tu mundo, tu mundo. Pero no me quejo.

—El mundo nuestro, querrás decir. Que ahora se está yendo al carajo» (p. 57).

Refleja la percepción general actual de caos, desorden y deterioro en diversos aspectos de la sociedad y el mundo en general. Pienso en factores como la fragmentación de las comunidades y la pérdida de la cohesión social han generado una sensación de aislamiento y desconfianza entre las personas. La creciente polarización política en muchas sociedades ha llevado a una división profunda entre diferentes grupos, dificultando el diálogo y la cooperación. La inestabilidad laboral y la falta de seguridad económica han aumentado la ansiedad y el estrés en la población. La creciente brecha social ha generado una sensación de injusticia y desesperanza en muchas personas. La obsesión por el consumo y la gratificación instantánea han llevado a una superficialidad en las relaciones y en la valoración de la cultura y el arte. Las redes sociales en muchos casos han amplificado esa superficialidad en la búsqueda de validación externa, lo que contribuye a una percepción distorsionada de la realidad. La contaminación y la destrucción del medioambiente y el aumento de desastres naturales han generado una sensación de vulnerabilidad y urgencia. Las crisis económicas recurrentes han socavado la confianza en las instituciones y en la capacidad de los gobiernos para gestionar la economía de manera efectiva. La corrupción en las instituciones y en los gobiernos ha erosionado la confianza pública y ha generado una sensación de impotencia. La desconfianza en las instituciones políticas y en los líderes ha llevado a un aumento del cinismo y la apatía política. Tal y como está el mundo, y parafraseando a Isabel, ¿estamos “en una gran nube de polvo blanco donde los atrapados nos lanzamos al vacío para salvar perder nuestras vidas”? 

Yo creo que estamos en un momento en el que lo peor no es que estemos en un mal momento, que lo estamos, lo peor es que da la impresión de que esto va a ir a más. Y eso sí que es una muy mala noticia, porque eso lleva a la desesperanza. Y cuando hay desesperanza al final hay atonía, es decir, ¿para qué? ¿para qué si esto…? Yo creo que ahí las redes sociales tienen un papel muy importante. La gratificación inmediata, el ombligo propio… Sí, yo creo que estamos en un momento muy complicado. Y ahí es muy importante procurar acompañarnos sin daño, por una parte y, por otra, intentar recuperar las tribunas y los foros que podría utilizar la sociedad civil. Mientras tengamos telediarios en los que veinte minutos sean canutazos de políticos y diez minutos el precio del aceite, mal vamos.

 

Su novela responde a lo que un buen lector busca actualmente en una novela. Un oscilar entre la ironía y la sinceridad que combina el idealismo y la esperanza del modernismo con el realismo y el desencanto del posmodernismo. “La pistola de mi padre” encuentra sentido en un mundo fragmentado, combina narrativas personales y colectivas para abordar la complejidad de la experiencia humana, no se limita a un solo género o disciplina, sino que mezcla elementos de la ficción, la no ficción, la poesía y otras formas artísticas. Y todo ello, en un magnífico equilibrio entre la relevancia del lenguaje y la importancia del mensaje. Un lenguaje que no adolece de un humor irónico. La ironía, propia del posmodernismo, puede ser un instrumento afilado de crítica social o política, de construcción de identidades o de un yo. Freud decía que “el humor es la manifestación más elevada de los mecanismos de adaptación del individuo”. Para el psicoanalista austríaco la ironía era un medio para descargar la tensión emocional y cumplía un papel civilizador. A esta ironía se llegó desde la crisis del modernismo, que, en su intento de lograr la emancipación de la humanidad, imposible o inalcanzable en las condiciones actuales, fracasó ante la posibilidad de producir una innovación verdaderamente radical, que usted salva al introducir un lenguaje, además de irónico, auténtico y sincero, nada escéptico que conecta con nuestro presente. También al recuperar el concepto de la historia como devenir causal organizado cronológicamente y, con ello, la historicidad del yo y del nosotros, valores propios del modernismo. Creo que su novela, desde mi lectura, es una propuesta metamodernista muy interesante. ¿Cómo llegó a estas decisiones estilísticas, conceptuales y qué buscaba transmitir al explorar estas dualidades y combinaciones?

No lo sé. No lo sé, porque no hubo un planteamiento previo en esa dirección. Cuando yo me enfrento a la pantalla —pues escribo poesía en papel y prosa en la pantalla— yo lo hago desde la necesidad de contar, desde la necesidad de disfrutar contando y con el empeño de que solo un párrafo contenga lo que yo quería contar, aunque no supiera lo que iba a ser. Y en ese sentido soy muy exigente. Hay un momento en el que los personajes se despiden; hay un momento que la historia se cierra; hay un momento en el que el viaje está cumplido… y he de decir que algunos de esos viajes siguen inéditos y nunca verán la luz. Pero, en este caso concreto, en ningún momento yo me planteé, en absoluto, un planteamiento determinado.

Si no hubo tales decisiones, eso nos sitúa en la posición de una mirada al mundo que entiende muy bien el cambio que se está dando en éste —e improviso una pregunta que no estaba preparada—. ¿Es la mirada del escritor, en este caso además sociólogo, que sabe ver lo que está sucediendo?

—Bueno, yo creo que juego con ventaja por mi visión de sociólogo, ¿no? Yo creo que eso está flotando por ahí.

 He dejado para el final la fuerza actancial de “La pistola de mi padre”: Los afectos como expresión del amor. El metamodernismo, aunque comenzó su andadura tras la caída de las Torres, no se extendió hasta que fue popularizado en 2010 por Vermeulen y van den Akker en su ensayo “Notes on Metamodernism”. Estos holandeses afirmaron que la cultura posmoderna del relativismo, la ironía y el pastiche se acabó. A partir del análisis de la obra de mis compañeros, los arquitectos Herzog & de Meuron, postularon una “nueva estructura sentimental”, reemplazada por el regreso de la historicidad y la narrativa, con una nueva sensibilidad que enfatiza el compromiso, el afecto y la comunicación, características estas claves del metamodernismo.

«Una familia es un mundo, (…), y hay que estar agradecidos y atentos para no descolarte con una contestación dura, una pelea con cicatrices o un portazo que era un desahogo y quedará en la memoria de quien lo recibió como un hito que bifurcó su afecto para siempre» (p. 19).

Como presupuesto etimológico el argumento plantea la organización lógica de un discurso frente a un hecho, del cual cada lector buscará las causas para obtener las consecuencias ante la dureza de la inconsistencia, a veces inexistencia, de los afectos, pero no olvidemos que Galdós ya nos dejó bien escrito que “El cerebro español necesita más que otro alguno de limpiones enérgicos para que no quede huella de las negruras heredadas o adquiridas en la infancia” [2].

Y si alguien duda de ello, de la necesidad de volver a una estructura sentimental —que nada tiene que ver con el sentimentalismo, carente de estructura alguna, ni interna del ser, ni externa en su puesta en acción o en palabra— de la metamodernidad, solo ha de recordar que todos los implicados directamente aquel día terrible del 2001 buscaron localizar desesperadamente a sus familiares y que aquellos, quienes, muy conscientes de sus últimos minutos de vida, pudieron contactar con sus seres queridos solo tuvieron palabras de afecto, amor y agradecimiento hacia ellos.

«Hay preguntas sin vía de escape, preguntas que solo admiten respuesta con los ojos bajos y la voz en un hilo, preguntas que quizá puedan contestarse con un NO que oculte en su hondón todo lo contrario» (p. 183). Rafael Soler, con coherencia y lucidez, en “La pistola de mi padre”, como hace la buena literatura, interpela al lector para que se conteste ante sí mismo, porque el principio de la ética es individual, pero necesario si queremos lograr un mundo mejor. Y no hay tiempo, pues como dice el autor: «Di ahora eso de que cuando quieres darte cuenta [la vida] te ha vivido» (p. 144).

Una última pregunta, Rafael, ¿me he olvidado de algo? Esta es su oportunidad de contárnoslo.

No, no, no. No solo no te has olvidado de nada, sino que, yo que he toreado en muchas plazas, nunca me había sentado con una lectora crítica entrevistadora que conoce tan bien mi obra, tanto en prosa como en poesía. Así es que estoy muy agradecido por tus preguntas y por tus reflexiones, que comparto en toda su extensión.

La agradecida soy yo, Rafael. Gracias a usted, por su libro y por su tiempo.

Cuando damos por terminada la charla coge mi ejemplar de “La pistola de mi padre” y al abrirla, para dedicármela, me mira sorprendido y me dice: ¿esto qué es? En ese instante me hago plenamente consciente de que mi edición no es voluntaria. Me hace pasar unas páginas mientras las graba con el teléfono móvil y se lo manda al editor para enseñárselo. Pronto llega la respuesta de Manuel Turégano. Mi edición es fruto del azar —o un error editorial, cada uno lo entenderá desde quién es— y esto lo hace único. Cuando recibí el libro desde la editorial pensé en preguntar a Rafael sobre ello, pero me pareció mucho más interesante desafiar mi forma habitual de lectura, la de todos en realidad. Fuera o no consciente por parte del escritor —lo cual podía estar dentro de lo probable, ahora que conozco mejor a Rafael—, me pareció una forma divertida de desafiar al cerebro que, gracias a su neuroplasticidad, se acomodaría al cambio y esfuerzo que le iba a exigir. Este es un secreto que quedará entre el editor, el escritor y la autora de esta lectura. Solo puedo decir, que el esfuerzo bien valió la pena.

Nos despedimos en la puerta de Café Comercial con nuestro tradicional “nos vemos pronto”. Cuando, en realidad, nunca sabemos cuándo será y no suele ser, además, ciertamente pronto.

Camino con mi ejemplar dedicado y mientras recuerdo otro de los versos de “Las cartas que debía”: «perder es la manera / de alumbrar en soledad una certeza» pienso en la cercanía que hay con “el error engendra sentido”. Uno de los postulados del metamodernismo. Un movimiento que propone aceptar “que la oscilación es el orden natural del mundo” para “oscilar y avanzar”. Un movimiento que nace de la ´metaxy´ —en el sentido en que Platón lo usó: para describir una oscilación y simultaneidad entre dos polos opuestos—, entre el modernismo y el posmodernismo. Un conjunto de ideas en filosofía, estética, literatura y cultura que han emergido como una respuesta desde el (y a su vez, reaccionando al) posmodernismo. Una “estructura del sentimiento” que sitúa la construcción de conocimiento en la historicidad y desde un estado de sincera ironía civilizadora para capturar la complejidad y las características del tiempo presente, para responder a los retos y cambios constantes de nuestra era, donde la esperanza y la sinceridad del modernismo se combinan con la ironía y el escepticismo del posmodernismo, y que explora tanto lo sublime como lo banal y lo serio con lo irónico. Una oscilación —pienso— del espíritu entre el escepticismo y la fe.

Tan escéptica como llena de fe, una palabra de “La pistola de mi padre” resuena en mi pensamiento: “Vorem” (p. 96). Veremos.

[1] “Llega el rey cuando quiere. Conversaciones sobre literatura”, Pierre Michon. Traducción del francés de María Teresa Gallego Urrutia. Wunderkammer Aurea, 2018. 

[2] “Soñemos, alma, soñemos”, Benito Pérez Galdós. Revista Alma Española, número 1. Madrid, 8 de noviembre de 1903.


[i] Rafael Soler (Valencia, 1947) es ingeniero y sociólogo de formación, narrador y poeta por vocación. Ha trabajado durante más de treinta años como profesor titular en la Universidad Politécnica de Madrid. Como narrador ha publicado seis novelas: “Necesito una isla grande” (2019), “El último gin-tonic” (2018), “Barranco” (1985), “El sueño de Torba” (1983), “El corazón del lobo” (1981), premio Cáceres, y “El grito” (1979), premio Bienal Ámbito Literario —estas dos últimas reeditadas bajo el título “Dos novelas de la Transición (2023)—, y los libros de relatos “El mirador” (1981) y “Cuentos de ahora mismo” (1980). Tiene publicados seis libros de poesía: “Las razones del hombre delgado” (2021), “No eres nadie hasta que te disparan” (2016), Ácido almíbar” (2014), premio de la Crítica Literaria Valenciana, “Las cartas que debía” (2011), “Maneras de volver” (2009), y “Los sitios interiores” (1980), accésit premio nacional Juan Ramón Jiménez — recientemente reunidos en un único volumen, “Vivir es un asunto personal. Poesía.” (2021), que además incluye “Otros poemas” (1978-2021)—, así como las antologías “Leer después de quemar” (2019), “La vida en un puño” (2012) y “Pie de página” (2012). Participa en Festivales poéticos y encuentros celebrados en Europa, Hispanoamérica y Asia. Parte de su obra ha sido traducida y publicada en inglés, italiano, húngaro, rumano, macedonio, letonio, chino, árabe y japonés.

 

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