
LA DOLCE VITA DE FELLINI (1ª parte)[i]
Por Amílcar Nochetti
Con motivo de cumplirse el centenario de este gran maestro del cine de la segunda mitad del siglo XX, el crítico uruguayo Amílcar Nochetti, miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay, hace una brillante semblanza de su obra fílmica.
El 20 de enero se cumplieron cien años del nacimiento de Federico Fellini, un cineasta mítico del cual en la actualidad parecería casi obligatorio decir que es el gran maestro del cine italiano. Sin embargo, los que así lo proclaman olvidan (o no saben) cuán enojados estuvieron (estuvimos) todos con el maestro a partir de 1965, cuando comenzó a canjear su indudable talento por el ego desmesurado que lo aquejaba, dinamitando él mismo de esa forma sus mejores posibilidades como creador. Parece una herejía decir esto hoy, pero el centenario de Fellini, hombre importante para el cine, qué duda cabe, es buena ocasión para poner los puntos sobre las íes respecto a las dos caras de su faceta creativa.
DOS FELLINIS
Exigirle a un artista que se limite sólo a expresar la realidad sería muy injusto, porque eso lo obligaría a perder contacto con la fantasía y la imaginación, que en definitiva son los alimentos básicos de todo acto creativo. Pero las cosas se complican mucho cuando el propio artista, a fuerza de inventar cosas, se convence que ese mundo paralelo es el verdadero, y termina olvidando quién es, de dónde proviene y hacia dónde pensaba dirigirse en el futuro. Cuando eso sucede es lícito hablar de delirio, y en el caso de Fellini es mucho peor, porque llegó a inventarse una autobiografía e imponérsela al mundo entero, no se sabe bien por qué. Como era lógico, terminó volcando esa fantasía desorbitada en su obra, lo cual tampoco estaría mal si hubiera servido para que su cine creciera a nivel estético y en contenidos. Hasta mediados de los años 60 todo marchó sobre ruedas con el cine de Fellini, porque tuvo la habilidad y el talento de practicar un juego de fantasías y evasiones donde varias fábulas meticulosamente construidas fueron presentadas como veladas confidencias de su vida privada, y expuestas de tal manera que el espectador podía acceder allí a una serie de reflexiones valiosas sobre la nostalgia de la infancia, las amarguras del amor, el temor a la muerte y la soledad del acto creador.
Claro, toda auto confesión tiene sus límites y a Fellini éstos parecen haberle llegado en 1963, cuando tenía 43 años, edad que parece adecuada para madurar. Seguramente él mismo debió haberse dado cuenta de ello, y es allí que su obra dio un feo giro de campana. ¿Por qué feo? Porque hasta ese momento sus mistificaciones eran de carácter individual (fantasías sobre su propia vida, como puede hacer cualquier niño o preadolescente), pero a partir de 1965 pasaron a convertirse en mistificaciones de tipo intelectual. Fellini comenzó a pontificar sobre todo lo que pensaba de la cultura, el mundo, el arte, la política, la sociedad y las mujeres, de las que parecía no tener muy buena opinión, para horror de las feministas de ayer y hoy. Entonces, aquel Fellini apegado a sus fantasías de infancia y adolescencia se transformó como por arte de magia (la que le dieron servida en bandeja los que lo proclamaron el mejor cineasta vivo de entonces) en un intelectual presuntuoso que sin duda dominaba de manera admirable los recursos expresivos del cine, pero terminó ignorando que el mundo y la vida no se remiten solamente a su propio ombligo.
EL QUE DIJO SER Y EL QUE FUE
Hoy todas estas objeciones pueden parecer un ataque de este crítico, que quizá esté enojado con Fellini por alguna oculta razón personal. No es así, porque en realidad nada de esto es nuevo. En una fecha tan temprana como 1954 (Fellini recién había terminado su tercer largo personal) el crítico e historiador de cine Guido Aristarco escribió en la revista “Cinema Nuovo”: “En Fellini el recuerdo, la memoria, la autobiografía, los motivos y los elementos subjetivos de sus films, carecen de vínculos y correspondencias históricas. Su participación en la realidad es episódica, fragmentaria, nutrida sólo parcialmente por elementos y vínculos artísticos. En él no se vierten nuestras experiencias actuales, porque Fellini no cuenta con firmeza cultural ni ideológica”. Sin embargo, esta temprana reflexión de Aristarco cayó en saco roto, y los historiadores y críticos de cine terminaron confiando a ciegas en la biografía apócrifa que Fellini se (y nos) había regalado. Es así que convendría saber en detalle cómo fue la vida de Fellini según Fellini, y contraponerla a su vida real, hoy claramente revelada por sus biógrafos. De esa manera el cinéfilo podrá entender mejor por qué sus notables películas del período 1950-1963 se transformaron en el mazacote indigerible que, con algunas honrosas excepciones, caracterizó al cine de Fellini de 1965 en adelante. Punto por punto, según Federico las cosas fueron así:
1) Había sido un niño triste que pasó la infancia en un colegio de curas y las vacaciones en el campo, junto a su abuela. 2) Cierto día conoció al Circo Pierino, con el cual terminó huyendo. 3) Esa fuga (en un momento impreciso entre los siete y los nueve años) sucedió porque Federico ayudó a curar una cebra. A raíz de ello fue aceptado por la troupe, y todo ese edén habría terminado cuando un amigo del padre lo reconoció y avisó a la familia. 4) Fue en ese entonces que habría descubierto el sexo, gracias a una gordísima prostituta provinciana. 5) Luego llegó la etapa liceal en Rímini, y de allí se habría escapado a los 15 años (1935) con una compañera de estudios, con la que terminaron escuchando un discurso de Mussolini contra el emperador de Etiopía Haile Selassie. 6) Más allá de esa escapada, la vida en Rímini era muy quieta, por lo cual Federico y sus amigos se dedicaban a llevar a cabo bromas pesadas contra todo el mundo. 7) Luego comenzó a hacer caricaturas, hasta que fue contratado desde Florencia para dibujar la versión italiana del cómic “Flash Gordon en Saturno”. 8) En 1939 habría emigrado a Roma, donde conoció al actor Aldo Fabrizi, que tenía por entonces una compañía de teatro ambulante. Según Fellini, conoció a Aldo en un café, se presentó como periodista, y media hora más tarde fue contratado como libretista. 9) Luego conoció a Giulietta Masina en la radio, comenzó a hacerle libretos, se casaron durante la ocupación y, siempre según Fellini, durante esos duros años se ganó la vida caricaturizando soldados estadounidenses a los que atraía con carteles en inglés que decían cosas como “Cuidado: el más feroz caricaturista te está observando en este momento. Siéntate y tiembla”. 10) Por último, ya en 1945, un día el director Roberto Rossellini habría pasado por ese puesto de feria de Federico y lo terminó contratando para colaborar en un documental sobre un sacerdote romano fusilado por los nazis.
Todas estas cosas están, más o menos veladamente, en sus películas, y eso no es insólito. Lo insólito es que esa biografía “oficial” ya comience siendo ficción desde el principio. ¿Qué hay de verdadero en todo lo anotado? Sólo los datos generales: que nació en Rímini, que tenía una abuela con la cual pasaba las vacaciones, que estudió en un colegio de curas, que sabía dibujar, y que se casó con Giulietta Masina, por supuesto. Pero hay otras cosas que conviene dejar en claro:
1) El circo Pierino existió, pero Fellini nunca curó ninguna cebra ni se fugó con él. 2) La compañera de estudios se llamó Bianca Billi, y tampoco huyó con él a ningún lado. 3) Aldo Fabrizi lo conoció como cronista del “Popolo de Roma”, pero nunca lo contrató por la sencilla razón que en 1939 el actor no tenía compañía teatral propia. 4) Una vez llegado a Roma Fellini no se movió de allí hasta 1945, por lo menos. Eso significa que sus recorridas juveniles y sus giras por el país nunca existieron, sino que en realidad fueron anécdotas personales que le contó Fabrizi en 1942 y que Fellini incorporó a su biografía apócrifa y al libreto de su primera película, hecha a cuatro manos con Alberto Lattuada en 1950. Eso también significa que la primera vez que recorrió Italia fue recién en 1945 junto a Rossellini, cuando ya era su colaborador.
¿Quién no ha mentido algunas veces? El que lo niegue estará mintiendo. Pero el acto de la mentira, que en forma esporádica puede llegar a convertirse en un defecto un tanto enojoso, al transformarse en verdadera mistificación genera una peligrosa necesidad vital que permite volver fascinantes y/o excitantes los hechos más cotidianos. Con esa fórmula Fellini, gracias a su talento innegable, pudo nutrir de poesía a sus obras de los años 50 e inicios de los 60 aunque, incapaz ya de la más mínima moderación, casi todo su cine posterior perdió sus ataduras con la realidad y con personas y lugares identificables, para convertirse en un verdadero desvarío que sanamente sólo podía resultar interesante para él, sus seres queridos y su cohorte de seguidores fanáticos. Por todo eso resulta lógico, incluso natural, que su obra haya empezado de la mano del neorrealismo, al que sumó preferencias personales (la magia, el circo), para poco a poco dejar de tener contacto con la realidad italiana, convirtiéndose en un monólogo privado de difícil digestión.
ETAPA INICIAL (1942-1953)
Lo cierto es que en 1942 y 1943 el joven Fellini realizó seis libretos para films pasatistas, en los que adquirió rápida experiencia en el arte de la escritura para el cine. Después tuvo lugar su encuentro con Roberto Rossellini y allí surgió el milagro de Roma, ciudad abierta (1945), que hizo famosa en el mundo entero a la corriente neorrealista, existente desde 1942 gracias a Luchino Visconti y Obsesión. A partir de ese momento, durante un estupendo quinquenio, Fellini realizó brillantes libretos para títulos y realizadores míticos en el cine italiano. Continuó junto a Rossellini en Paisà (1946), Amor (1948) y Francisco, heraldo de Dios (1950), mientras ampliaba el abanico de su incipiente talento para Alberto Lattuada (Delito, 1947; Sin piedad, 1948; El molino del Po, 1949) y Pietro Germi (Maffia, 1949; El camino de la esperanza, 1950; La ciudad se defiende, 1951; Jornada heroica, 1952). Esos títulos enfocaron sin concesión una realidad italiana fea, de hambre y penuria posbélicas, a la que parecía un imperativo moral denunciar como correspondía. Hay que reconocer que, más allá del talento de Rossellini, Lattuada y Germi, esas películas no serían exactamente lo que son sin los acerados libretos de Fellini, un joven que parecía firmemente encaminado a proseguir la senda de sus maestros.
Su carrera como cineasta comenzó de la mano de su colega Lattuada, con el cual codirigió Luces de varieté (1950), que narra las peripecias de un grupo de artistas de variedades, en medio de abundantes amores, infidelidades y traiciones. La protagonista Carla del Poggio es una joven bella y talentosa, aunque su torpeza y su ambición pueden llegar a complicarle las cosas, por lo que se une a una troupe ambulante dirigida por un artista cercano a la vejez (Peppino De Filippo), que rápidamente se siente atraído por la joven y promete ayudarla a triunfar. Si bien el tono general con que está narrado el film parece de Lattuada, el resultado final luce profundamente felliniano por el humor melancólico y amargo con que pinta la vida lamentable de los actores de café concert en gira por las pequeñas ciudades italianas.
El sheik (1952) marcó el verdadero debut de Fellini detrás de la cámara. Es su película más sencilla, y sin embargo parece reveladora a nivel personal. Cuenta la historia de Iván (Leopoldo Trieste) y Wanda (Brunella Bovo), que se aman, pero se enfrentan a algo más viejo que su existencia como pareja: son dos personas individuales y tienen gustos diferentes. Iván es hijo de la realidad, Wanda de la fantasía. Iván tiene miedo a su jefe, Wanda ama la libertad. Iván aspira a ser secretario del ayuntamiento de su pueblo, Wanda quiere vivir una historia de amor apasionada con un héroe de fotonovela. Cuando llegan a Roma de luna de miel Iván mira los monumentos y Wanda a los romanos. Es entonces cuando aparece Alberto Sordi para enlazar la fantasía del espectáculo con la de la inocente Wanda. La chica apasionada conoce al jeque blanco de las fotonovelas, un actor de cuarta que de todas formas atrae a la joven decepcionada con la rutina y previsibilidad de su apocado marido. Parece evidente que Wanda es casi un alter ego de Fellini, sumida en la duda de con quién quedarse definitivamente: si con la barata bondad del marido o con el hombre mediocre, machista y rudo que se esconde tras su fantasía juvenil. Por lo tanto, el film simboliza la carta de presentación de Fellini en esa dualidad, esa ambivalencia que iría marcando su obra hasta que se decantó claramente hacia la fantasía y el escapismo. Aquí estaba posicionado del lado correcto: el final de la película es meridiano al respecto.
Los inútiles (1953) en cambio parece un diario de adolescencia. En Rímini los jóvenes disponen de bastante dinero para vagar por las calles y pasar el tiempo en distracciones estúpidas y francachelas. Salen de fiesta por la noche, van al bar o al billar, conquistan chicas, llegan tarde a casa, duermen hasta el mediodía y repiten la misma rutina día tras día, hasta que uno de ellos deja embarazada a la hermana de otro, y tras intentar huir no le dan más alternativa que casarse. De todos modos, eso no produce cambio alguno en ellos, excepto en el hermano de la joven, que comienza a replantearse su existencia. Con esos personajes Fellini pareció compartir el aburrimiento, la ociosidad causada por la falta de expectativas y la falta de respeto por los demás, que no es más que falta de respeto por ellos mismos. Felizmente Fellini filmó sin estridencias, porque para eso ya está el elenco, muy en la línea histriónica de la comedia clásica italiana, aunque aquí no se trate de una comedia precisamente, sino de un film chejoviano, tan minucioso en su relevamiento de una realidad visible que el título original (Vitelloni) pasó a designar a esos “desocupados” de la burguesía. En plena época neorrealista Fellini (que ganó aquí un León de Plata en Venecia) se decantó por una película bastante alejada de esa premisa, aunque el cambio de ambiente y personajes no significó canjear el registro, ya que mantuvo un estudio perforador de sus personajes, dejando claro que miseria no es sólo sinónimo de pobreza.
GRANDES CULMINACIONES (1954-1963)
La primera obra maestra fue La Strada (1954), que en lo exterior luce neorrealista (pueblitos provincianos, periferias ciudadanas, gente humilde) pero su contenido apela al diseño interior de una anécdota que progresa más en base a la emoción que al propio anecdotario. El film se aleja de un enfoque realista al centrarse casi exclusivamente en dos personajes muy estilizados como son Zampanó (Anthony Quinn), una bestia egoísta y brutal, y Gelsomina (Giulietta Masina), campesina ignorante y mentalmente retrasada. Cuando se les incorpora el Loco (Richard Basehart) aumenta la dosis de fantasía, aunque milagrosamente la película no pierde su unidad expresiva y estilística. Fellini mostró cómo la inocencia, la escondida creatividad y la pureza de Gelsomina llegan a afectar a Zampanó y atravesarle la dura caparazón con que enfrenta la vida. Esa exploración de lo humano se realiza a través del sentimiento y la emoción, porque la película maneja dos términos opuestos: el egoísmo (Zampanó) y la capacidad solidaria en estado puro (Gelsomina). Gracias al Loco, sin embargo, hay una dimensión espiritual más amplia que termina adquiriendo un simbólico tono de raíz cristiana, que no viene por el lado dogmático sino que surge de las ideas que sustenta la trama, cuyos tonos franciscanos se hacen presentes en el reiterado contacto de Gelsomina con plantas, animales, niños e incapacitados, en la aceptación de un sentido superior para la existencia (al que se accede mediante el sacrificio), en el impulso solidario con que podemos acercarnos a los demás con humildad. Los contenidos espirituales están aquí al servicio de una visión poética, y eso se da incluso en niveles bastante inesperados, como puede ser ligar a los tres personajes principales con elementos de la naturaleza (Gelsomina y el agua, Zampanó y el fuego, el Loco y el aire), junto a elementos visuales expresivos (la estrambótica furgoneta de Zampanó, la trompeta de Gelsomina). La notable partitura de Nino Rota y las antológicas labores de Quinn y Masina marcaron la sensibilidad de un realizador que se hallaba en el momento creativo más pleno de su discutible carrera. La Strada ganó el Oscar a la mejor película extranjera y el Premio OCIC en Venecia, y convirtió a Fellini en una joven celebridad mundial.
Su siguiente película, Il Bidone (1955), está plagada de tierra: en las calles romanas, en los caminos polvorientos, en los sembradíos y los rostros rugosos de la gente del campo. El elemento terrenal es importante aquí, no sólo para mostrar cosas, sino porque también las oculta: encubre a los impostores, llena de polvo sus falsos atuendos y sus zapatos, camufla profundo el tesoro de baratijas que los granujas han sepultado y que utilizan para engañar a los pobres y hambrientos campesinos de los alrededores de Roma. Una tierra por la que serpentean el veterano protagonista (Broderick Crawford) y sus compinches (Richard Basehart, Franco Fabrizi), aferrándose a ella como pueden. Eso sirve como metáfora para definir la situación social de un país que intentaba levantarse de la derrota bélica, donde unos utilizan el barro para reconstruir edificios y sembrar cosechas, y otros entierran fortunas de juguete que ilusionan a los más necesitados. Cerca del final hay una elipsis temporal: los integrantes del coche cambiaron y el protagonista no va acompañado de sus amigos, sino que prepara el viejo timo con nuevos compinches, pero su rostro refleja malestar, pesadumbre, siente que le resulta imposible escapar de esa vida, ya es demasiado viejo, no tiene la fortaleza juvenil ni la bondad e inocencia de sus dos antiguos “alumnos”. Su discurso no puede cambiar, pues el engaño es la única manera de vivir que conoce, pero intentará redimirse a su manera, quedándose con todo el dinero ultrajado a los pobres para pagar la carrera universitaria de su hija Giulietta Masina, aunque en eso se le vaya la vida. Si algo estaba cambiando en la sociedad italiana de los años 50, quedó muy bien reflejado en estos personajes, que luchaban a diario por la supervivencia.
En Las noches de Cabiria (1957) Giulietta Masina es una prostituta enamoradiza que se pasea por las calles de Roma teniendo múltiples encuentros, pero muy pocos clientes. Ahorradora, católica, pobre e inmensamente digna, con su casa, sus amigas, su barrio y su esquina, nos convence que se puede ser feliz ejerciendo una profesión como la suya, saliendo de paseo con su proxeneta y sus compañeras de trabajo, y respetando los días de descanso de la clientela. El camino de Cabiria parece consistir en dar vueltas sin salir del círculo de engaños al que le conduce su propia inocencia lunática. Pero de la noche a la mañana abandona el arrabal y se dirige a la ciudad, espacio donde Fellini acostumbró a concentrar todos los vicios de su Italia carnavalesca. Lo de Cabiria es un disparate en toda regla: conoce a un tipo imponente, guapo, rico, que la utiliza y finalmente la echa de su cama ante la llegada de la desairada amante. Y luego otro hombre se cruza en su vida, de esos que hacen promesas mientras le miran el bolso y tienen planes inconfesables de los cuales se percata cualquiera menos la pobre Cabiria, signada a sufrir porque prostituta e ingenua es una mala combinación. Sin embargo, Cabiria sigue viva, imperecedera en su esperanza, que era sin duda alguna la de todo un país. Lo último que sabemos de ella es que avanza sola por una carretera, derramando lágrimas y sonriendo al mismo tiempo, cuando una improvisada caterva de muchachos se entremezcla con ella. Quizás ésta sea la película que mejor refleja la diferencia entre el Fellini apegado a lo humano y al enorme respeto que parece sentir por esa mujer, y el que más tarde se refugiaría en un universo aparte, con “la mujer” como sinónimo de castración. Es que acá Fellini habla de una mujer extraordinaria que pasa por estúpida en un entorno constituido por hipócritas. Ella es un ser incapaz de cometer maldades y sufre terribles pruebas, culminadas en algo parecido a un milagro. Fellini habló aquí de lo más cercano, y paradójicamente se terminó refiriendo a lo eterno. Con este film el cineasta se llenó de premios (Oscar, Premio OCIC en Cannes, David de Donatello, Concha de Plata en San Sebastián), y tocó el cielo con las manos.
[i] Esta nota, que continúa en el próximo ECM Digital, se publica por gentileza de la revista Metrópolis. http://www.metropoliscine.com.ar