
Leonardo da Vinci o el principio de la belleza[i]
Por Antonio Tello
Leonardo da Vinci encarna como ningún otro en la historia el paradigma del genio. Figura central del Renacimiento, entre Florencia y Milán gobernadas por los Médicis y los Sforza, Leonardo proyecta su figura excepcional sobre todos los campos del saber y del arte en un período en el que se verifican profundas transformaciones sociales, económicas y políticas que encaminan el mundo hacia la modernidad.
El poderoso naturalismo gótico de la Edad Media tardía, en el que se fragua la concepción individual de las cosas, encuentra continuidad en el quattrocento, en cuya segunda mitad se constatan el interés por la individualidad, la investigación de las leyes naturales y el sentido de fidelidad a la naturaleza en el arte y en la literatura. Esta nueva tesitura ante las cosas del mundo arrincona progresivamente el simbolismo metafísico hasta entonces vigente y aboca a los artistas de un modo más consciente y deliberado a la representación del mundo sensible.
La emancipación del individuo y el principio de democracia se ven en el horizonte del siglo XV como sustentos primordiales de la modernidad. En tales circunstancias, el individualismo aparece en el Renacimiento, en palabras de Arnold Hauser, «como programa consciente, como instrumento de lucha y como grito de guerra»; como una «emancipación de la carne» del ascetismo medieval. Este es el momento de asentamiento de las «virtudes burguesas» -el afán de lucro, la laboriosidad, la frugalidad, la respetabilidad-, que fundamentan un nuevo sistema ético que tiene la razón como eje vector. En tanto que hijo de un prestigioso notario, Leonardo es educado en un contexto social – la Florencia de los mercaderes y banqueros- con consciencia de la individualidad, la cual permite a cada uno alcanzar su propia verdad. Es entonces cuando el genio –concepto que nace con la idea de propiedad intelectual- se convierte en ideal del arte, en tanto éste representa «la esencia del espíritu humano y su poder sobre la realidad».
Leonardo da Vinci comprende que el mundo es esa realidad limitada que el hombre –medida de todas las cosas- es capaz de abarcar, pero que la obra de arte expresa toda la realidad abarcable. De aquí que su principal recurso estilístico se funde en la experiencia visual, pues como él dice «no ve la imaginación con tanta excelencia como el ojo». Pero para Leonardo, que ambiciona ir más allá, es necesario limitar lo representado a lo esencial y para él lo esencial es lo concreto e inmediato, lo circunstancial y contingente, y también el pálpito del enigma que encierra la creación. De aquí que su arte enfrente la fugacidad del tiempo, con sus patrones de valores y conceptos de belleza, a la idea de intemporalidad, a la ambiciosa aspiración de una «humanidad eterna». El espacio, la naturaleza, la perspectiva, el análisis sistemático, la nítida objetividad, el valor de la experiencia, la mirada «científica» y la latencia de lo secreto y primordial de las cosas alientan su arte de «totalidades herméticas».
Con esta actitud abarcadora Leonardo da Vinci nos descubre, como dice Ruiz-Doménec, «la pasión del alma por entrar en los confines del conocimiento al traspasar los umbrales de la belleza». Este es el hombre, el artista, el genio.
Entre la Florencia de los Médicis y la Milán de los Sforza, este hombre excepcional explora y comunica los campos del arte y de la ciencia y amplía hasta límites desconocidos hasta entonces los horizontes del conocimiento y la belleza dejando algunas de las obras pictóricas más importantes de todos los tiempos.
La vida de Leonardo da Vinci transcurre en un momento histórico en el que el poder de las ideas consigue cambiar el derrotero del mundo y pasar del estadio mítico del Medioevo al racional del Renacimiento. El epicentro de ese poderoso movimiento transformador llamado Humanismo se localizó en las ciudades-estado del norte de Italia y más concretamente en Florencia. Fue esta ciudad la cuna de ese conjunto de ideas y corriente de pensamiento que definió una nueva actitud del hombre frente a la realidad. Una actitud que liquidaba la vieja creencia medieval de un mundo en el que el destino del hombre aparecía determinado por las leyes de la Providencia.
Con la mirada puesta en la Antigüedad grecorromana, desde mediados del siglo XIV las ideas humanistas recuperan la razón como sustento de la vida humana y, consecuentemente, sitúan al hombre como artífice de su propio destino. Sobre este fundamento el individuo quiere conocer más sobre sí mismo y sobre su entorno y al hacerlo forja la creencia de que el progreso humano puede transformar la realidad. Esta convicción está en el origen de las transformaciones sociales, políticas, culturales, científicas y artísticas que caracterizaron el período llamado Renacimiento.
Sobre este sustrato ideológico, a mediados del siglo XV se produjeron en Europa radicales y vertiginosas transformaciones que afectaron a todos los campos de la actividad social y, obviamente, del mapa político de Europa. En 1453, los turcos conquistaron Constantinopla, último reducto del Imperio romano de Oriente, Francia e Inglaterra firmaron la paz acabando con la guerra de los Cien Años y, los reinos ibéricos de Castilla y Aragón se unieron formando un estado que no tardaría en expulsar a los últimos musulmanes del reino de Granada tras ocho siglos de guerra. Asimismo, la invención de la imprenta de tipos móviles por Johannes Gutenberg en Alemania permitió la impresión masiva de libros y la extensión del saber a un mayor número de personas. Ideas y mercancías comenzaron a viajar a una velocidad mayor por nuevas rutas que permitieron el descubrimiento de nuevos horizontes del mundo. En el norte de Italia, Florencia, Venecia, Génova y Milán eran grandes capitales mercantiles gobernadas por mercaderes y banqueros, quienes representaban la irresistible emergencia de esa clase social que se identificó como burguesía.
En este marco bullente de profundas renovaciones ideológicas, políticas y sociales nació Leonardo en Vinci, pequeño pueblo toscano próximo a Florencia, el 15 de abril de 1452, la víspera del Domingo de Ramos. Sus padres eran el joven notario florentino Ser Piero y la bella campesina Caterina de Anchiano. Pocos meses después del nacimiento de Leonardo, el padre se casó con Albiera di Giovanni Amadori, una adolescente hija de un rico mercader, y su madre con Antonio di Piero di Andrea di Giovanni Buto, il Accatabriga – el Camorrista-, a quien otros nombran Accatabriga di Piero del Vacca, repostero de Vinci.
Si bien Leonardo permaneció durante sus primeros años con su madre, a los cinco ya vivía con la familia de su padre biológico, según consta en una declaración de su abuelo Antonio al catastro de la ciudad. Aunque al parecer su padre no se mostró muy afectuoso con el niño, sí procuró darle una educación conforme a su clase social sin hacer distinción con el resto de sus hijos legítimos. Sobre todo, su abuelo Antonio le inculcó los valores que regían la conducta de la burguesía mercantil florentina: el espíritu de trabajo y la solidaridad familiar. Dos principios que estarán presentes en Leonardo a lo largo de toda su vida.
En la bottega de Andrea Verrocchio
Ser Piero, quien ejercía con éxito su profesión en Florencia, lo llevó a su lado y lo instó a que siguiera leyes. Sin embargo, Leonardo no mostró interés por el derecho ni tampoco por el comercio, aunque sí talento para la música y el dibujo, y también para las matemáticas. Aprendió a tocar el laúd y a cantar para entretenimiento de la refinada burguesía florentina, a la que también divirtió con ingeniosos acertijos. Aunque no estudió latín ni griego, se interesó por los más diversos libros aparecidos en lengua toscana, desde el Decameron de Bocaccio y la Metamorfosis de Ovidio hasta los tratados de Avicena o Roger Bacon. Al mismo tiempo, en la más temprana adolescencia, descubrió su gusto por el dibujo, cosa que impresionó a su padre. Éste, deseoso de que al menos aprendiera un oficio útil y valiéndose de su posición social, hacia 1469 se los enseñó al popular y prestigioso pintor y escultor Andrea Verrocchio para que le diera su parecer y lo aceptara como aprendiz en su bottega o taller.
Aún sin haber recibido ningún tipo de instrucción específica, Leonardo ya mostraba un especial talento para el dibujo, al que ejecutaba con asombrosa prolijidad. Giorgio Vasari, arquitecto, pintor y escritor contemporáneo, en relación a este episodio escribió en Vida de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos que Ser Piero «tomó un día algunos dibujos del hijo y se los llevó a su amigo Andrea del Verrocchio, a quien pidió encarecidamente que le dijera si Leonardo, en caso de dedicarse al arte del dibujo, podría llegar a ser alguien. Andrea quedó asombrado de los extraordinarios comienzos de Leonardo y animó al padre a que lo dejara consagrarse en ese oficio, ante lo cual Ser Piero determinó que Leonardo fuera al taller de Andrea. Nada hubiera podido hacer más feliz a Leonardo, quien no sólo ejerció un oficio, sino todos los que caen dentro de la esfera del arte del dibujo».
A los dieciséis años, Leonardo aprendió a trabajar y fundir metales, esculpir, pintar, estudiar modelos desnudos y vestidos, así como plantas y animales para emplearlos en los momentos necesarios. La precisión en el trazo de los dibujos fue una de sus obsesiones y para ello realizó concienzudos estudios a partir de figurillas que él mismo elaboraba con terracota y cubría con paños mojados con barro. Vasari cuenta que «dado que había escogido la pintura como su verdadero oficio, se ejercitó mucho en dibujar del natural. A veces modelaba figuras de arcilla, les colocaba encima suaves paños empapados en barro y se esforzaba muy pacientemente en dibujarlos sobre un lienzo muy fino o ya usado, reproduciéndolos admirablemente bien en blanco y negro con la punta del pincel». En el taller de Verrocchio también obtuvo nociones de arquitectura y se inició en las leyes de la perspectiva y en la técnica de los colores, de modo que al lado del maestro Verrocchio se armó de todos los instrumentos necesarios para desarrollar su talento. Piero della Francesca, Masaccio, Paolo Ucello y también el Giotto fueron algunas de las referencias que Leonardo estudió con especial interés.
Por esta época, Leonardo conoció a Sandro Botticelli, quien llegaría a ser uno de los pintores protegidos de Lorenzo de Médicis el Magnífico. Botticelli fue compañero de diversión y de aficiones amorosas. Sin embargo, fue con otros condiscípulos que, en junio de 1476, fue acusado de sodomía sin que el juez tomara en cuenta la denuncia. Ese mismo año parece abandonar el taller de Verrocchio, como ya lo había intentado cuatro años antes, si bien siguió vinculado a él hasta su marcha a Milán.
El misterio de la belleza
Durante los años de aprendizaje, el maestro le permitió intervenir en algunos de los cuadros que le habían encargado como Tobías y el ángel, en el que Leonardo pinta un bello Tobías andrógino que acaricia con el pulgar la mano del ángel, a cuyos pies un perrito mira al muchacho. Ya en esta intervención Leonardo deja patente su original concepción de la belleza masculina fruto de la tensión entre la tradición cristiana y las ideas neoplatónicas que empiezan a definir las tendencias principales del arte renacentista.
En 1469, Andrea Verrocchio viajó a Venecia como embajador cultural de la Signoría acompañado por Leonardo. Para éste, el viaje constituyó una experiencia determinante para el futuro de su obra y del arte europeo. La naturaleza aparece ante sus ojos con su inmediata realidad, pero también con sus códigos secretos. Como bien afirma Kennet Clark, «el descubrimiento de que en la naturaleza existe una continua transformación y cambio conmovió las bases intelectuales de Leonardo y contribuyó a desarrollar en él uno de sus más profundos instintos: el sentido del misterio». Y es precisamente esta voluntad de Leonardo por descubrir los secretos de la naturaleza la que determina la originalidad de su obra y explica la perenne fascinación que provoca.
Durante este viaje, que en cierto modo resultó iniciático, Leonardo percibió las cualidades ocultas de las plantas, el movimiento de los astros en el firmamento y los elementos comunes a todos los seres vivos. La naturaleza era para él una realidad transparente en la que era posible precisar sus movimientos y someter los objetos visibles a la «gramática de la creación», como diría George Steiner.
Verrocchio enseñaba a sus discípulos que debían someter la naturaleza a una observación racional, científica, para pintar o dibujar un paisaje «real». La voluntad aparecía entonces como el recurso esencial no sólo para transformar el mundo sino también, para el artista, el de representar la naturaleza. Esta orientación estética de exaltación del realismo es la que Leonardo sigue cuando dibuja el que se tiene como el primer paisaje autónomo de la historia del arte. La fecha de este dibujo se conoce porque Leonardo introduce en la parte superior izquierda con escritura invertida, ya característica en él, una leyenda que dice: «En el día de Santa María de las Nieves, 5 de agosto de 1473». El dibujo, realizado con plumilla sobre otro previo que apenas se nota, es un valle rodeado de colinas, al fondo del cual discurre un río, probablemente el Arno, y a la izquierda una fortaleza, que algunos identifican con la de Poppiano, localidad situada entre Vinci y Pistoia. En este dibujo, que tuvo una gran influencia en su obra posterior y a través de ésta en la de otros pintores renacentistas, Leonardo aplica una perspectiva atmosférica y la técnica del sfumato para conseguir un efecto de lejanía. El sentido de este paisaje era estudiar el escenario con todos los elementos que permitieran situar los personajes que él se propusiera. Como escribirá más tarde Baltasar Castiglione en El cortesano «…la máquina del mundo que nosotros vemos con su amplio y espléndido cielo de claras estrellas, y en el medio la tierra ceñida por los mares, y llena de montes, valles y ríos y adornada de tan diferentes árboles y flores y hierbas, es una noble y gran pintura, hecha por la mano de Dios; e imitarla me parece que sea digno de encomio; pero para hacerlo hay que saber muchas cosas, como bien sabe quién lo hace».
El ángel de la separación
Andrea Verrocchio, heredero de la tradición escultórica de Donatello, renovó la escultura de su tiempo dotando al movimiento de una dinámica hasta entonces ignorada. Venecia le encargó la realización de la estatua ecuestre de uno de sus héroes, el general Bartolommeo Colleoni y Verrocchio creó una de sus obras maestras. Una obra que destaca por la precisión de los detalles anatómicos de caballo y jinete y la armonía y fuerza de ambas siluetas. Leonardo no fue ajeno al proceso de creación y realización del Monumento a Bartolomeo Colleoni y, en 1472 contribuyó al mismo con un dibujo, Perfil de guerrero con casco, en el que muestra a un caballero, cuyo gesto adusto y altivo denota su poder natural para imponerse al mundo.
Por estas mismas fechas, Leonardo, en tanto que discípulo de Verrocchio, intervino en el Bautismo de Cristo. En este cuadro se ocupó de retocar el paisaje y parte del cuerpo de Cristo y de pintar el ángel arrodillado sosteniendo unas vestiduras. «Aunque era muy joven – escribe Vasari aludiendo a Leonardo- realizó esa imagen con tal perfección que resultó mejor que las de Andrea del Verrocchio. Y Andrea, molesto porque un niño sabía más que él, no quiso a partir de entonces volver a pintar». No parece que tal cosa pudiese suceder, pero sí que los detalles estilísticos y la impronta del movimiento observadas en el ángel, que constituyen aportes ajenos a la obra pictórica de Verrocchio, hubiesen originado el divorcio entre éste y su discípulo.
Resulta llamativo que ese mismo año, 1472, Leonardo se inscribiera en el gremio de pintores de San Lucas, paso indispensable para ser reconocido oficialmente como pintor. No obstante, hay constancia de que siguió vinculado al taller de Verrocchio. El cuadro de la Anunciación, cuya totalidad se le atribuye, parece en realidad haber sido fruto de la colaboración entre el maestro y su aventajado discípulo. Dato clave para algunos críticos es el Sarcófago de Cosimo Médicis, de Verrocchio, que se halla en la Sacrestia Vecchia de San Lorenzo, en Florencia, y que fue empleado como modelo para el atril de María, el cual semeja un ara antigua.
El artista de la experiencia
En la segunda mitad del siglo XV varios pintores flamencos llegaron a Florencia. Esta ciudad y Flandes eran por entonces los focos artísticos donde las innovaciones pictóricas preludiaban el Renacimiento. Estos pintores tenían un modo original de representar la realidad, de emplear la luz y atender los detalles de la naturaleza y describir el paisaje. La adopción de la pintura al óleo les había permitido desarrollar una extraordinaria técnica que favorecía el «realismo» de sus obras. Jan van Eyck, Petrus Christus, Hans Memling y Hugo van der Goes fueron algunos de los maestros que tuvieron una gran influencia. Para Leonardo, la misión del artista era explorar el mundo visible con una intensidad y una precisión no cultivadas hasta entonces, pues él no confiaba sino en aquello que veían sus ojos y que él mismo pudiese descifrar. Su desafío era evocar el misterio de la belleza que se oculta en la realidad y los maestros flamencos le abrieron un camino original para su exploración y experiencia.
El primer cuadro que puede considerarse enteramente suyo es La Virgen del clavel, realizado en 1475, en el que se combinan las influencias verrocchianas y flamencas. En esta obra Leonardo se impone, a partir del tema de la Virgen con el Niño, una solución a la cuestión iconográfica de tradición cristiana introduciendo sus ideas sobre forma y contenido. Más allá del carácter religioso de la Virgen y el Niño, Leonardo pintó una madre con su hijo –éste pintado por Lorenzo di Credi- en un momento de íntima e intensa afectividad y en un paisaje que es a la vez marco de la «realidad» y escenario del misterio. De este modo, Leonardo logró en sus pinturas armonizar «aquello que se ve» con elementos –clavel, montañas, animales, ángeles- presentes en la naturaleza, cuya carga simbólica es de tal complejidad y fuerza que inauguró una nueva concepción estilística que define una de las características del arte moderno.
La obra de Leonardo apenas había empezado a precisar sus principales particularidades y ya revertía la influencia flamenca hacia otros pintores flamencos, muchos de los cuales reprodujeron con fascinación el paisaje montañoso que aparecía detrás de las dos ventanas geminadas. La creación en La Virgen del clavel de una perspectiva aérea con tres planos de profundidad para el paisaje del fondo constituye un hito dentro de la evolución de la pintura renacentista. Leonardo esbozó así el marco ideal donde tiene lugar la reflexión sobre el misterio cristiano de la maternidad de la Virgen, tal como también se observa en la Madonna Benois, que realizó hacia 1478.
La virtud y la belleza
Las ideas pictóricas de Leonardo marcan distancias estilísticas y conceptuales con el taller de su maestro y, sobre todo, con la tradición iconográfica cristiana. La Anunciación, realizado entre 1472 y 1475, es, a pesar de su discutida atribución, significativamente leonardesco. Leonardo rompe aquí el modelo iconográfico medieval a través de los gestos de los personajes, en particular con el de sorpresa o sumisión de la Virgen ante el anuncio de su maternidad, y con el escenario donde tiene lugar la acción y el paisaje de fondo. Al exponer la narración temática en un marco arquitectónico, donde el paisaje cobra una dimensión significativa gracias a la perspectiva atmosférica, Leonardo abría un nuevo y original camino a la pintura renacentista. Esta concepción supuso para el poder instituido un radical cuestionamiento al sistema de valores impuesto por las órdenes mendicantes y que dominaba la sociedad europea desde el siglo XIII. Por lo cual no fue extraño que Leonardo no fuese del agrado de la elite dominante y que siguiera dependiendo de los encargos que le llegaban a través del taller de Verrocchio, lo que, consecuentemente, condicionaba el desarrollo de sus ideas artísticas.
Por intermediación de su padre, en 1478 le fue encargada la pintura de una tabla para la capilla de San Bernardo del Palazzo Vecchio, un San Jerónimo dos años más tarde para el altar de la Badía de Florencia y, en 1481, La Adoración de los Reyes Magos para el altar mayor de la iglesia del convento de San Donato de Scopeto, del cual Ser Piero era administrador. Ninguno de estos trabajos fue terminado, aunque cobró un adelanto por ellos. Esta tendencia a dejar inacabados sus trabajos se fue acentuado con el tiempo dando lugar a no pocas especulaciones acerca de su inconstancia para unos y dispersión de intereses para otros. Giorgio Vasari escribió al respecto que «habría podido hacer grandes aportaciones a las disciplinas humanísticas, si no hubiera sido tan inconstante y mudable, pues emprendía el estudio de muchas cosas y, al poco de comenzar, lo abandonaba». De parecer semejante es Paolo Giovio cuando se queja de que «ocupaba su tiempo con investigaciones en áreas de importancia subsidiaria para el arte, y nunca fue capaz de terminar muy pocas obras de relieve a causa de su carácter veleidoso e inconstante».
Al margen de las causas que movían a Leonardo a no concluir muchos de sus trabajos, en éstos siempre se observan elementos innovadores que abrían «una ventana a la realidad», como decía de la pintura el arquitecto Leone Battista Alberti. Es decir, una ilusión de verdad entre lo que el artista ve y lo que representa. Es así que en su representación de Jerónimo penitente en el desierto, Leonardo retrató un rostro transido por el sufrimiento y el pálpito de su fe, de acuerdo con recursos técnicos sobre mímica facial que más tarde explicó en su Tratado de pintura, y la tensión interior del personaje a través de la musculatura del cuello y los hombros. En La Adoración, si bien se inspiró compositivamente en un cuadro del mismo tema de Botticelli, Leonardo hizo un impresionante ejercicio de perspectiva. Los numerosos personajes, con sus diferentes gestos y movimientos, situados a distintos planos permiten el desarrollo narrativo de una historia en la que son perceptibles las dos eras que marca el nacimiento de Jesús. Esta obra, aun inconclusa, concluye un ciclo de la pintura florentina que se había iniciado con Masaccio con la preeminencia de la figura en el espacio.
La voluntad exploratoria de Leonardo era semejante a la de los navegantes florentinos, venecianos, genoveses, portugueses y castellanos que empezaban a despegarse de las costas en busca de nuevas rutas por los confines del mundo. La pulsión creadora del joven Leonardo lo inducía a dejar en el cuadro el pálpito del alma. Esta es la impronta que late en el retrato de Ginevra Benci, un cuadro de la hermosa joven, hija del banquero florentino Amerigo Benci y casada con otro rico hombre, Luigi di Bernardo di Lapo Niccolini, que con el tiempo llegaría a ser gonfalonero[ii] de la ciudad. El cuadro, encargado por Bernardo Bembo, embajador de Venecia y enamorado de Ginevra, relata de un modo sutil la historia amorosa. Los colores luminosos y la representación minuciosa de la naturaleza evocan la influencia de los retratistas flamencos. Pero más allá de esta circunstancia, Leonardo da a sus elementos un carácter simbólico que, como la mirada ausente de la protagonista, nos hablan de la pasión y el amor, la virtud y la belleza. El genio de Leonardo aparece aquí implicado en la historia del cuadro, en cuyo reverso continúa su narración una rama de enebro –ginepro-, símbolo de la virtud femenina y evocación del nombre de la dama, enlazada por la leyenda: Virtutem forma decorat o «la belleza es adorno de la virtud». La sensibilidad con la que Leonardo expresa en este rostro femenino el «paisaje interior del alma» y en la mirada abstraída la imposibilidad del amor tuvo una gran influencia en otros grandes pintores a partir de entonces. Giorgione, Tiziano, Tintoretto y El Greco siguieron los mismos pasos.
Pero los elementos simbólicos en Leonardo eran expresión del misterio subyacente en la naturaleza, algo por explorar y descubrir; algo capaz de ser sometido a la mirada científica y al orden matemático. Non mi legga chi non e matematico, escribió Leonardo. Del mismo modo que esta actitud cuestionaba el orden de valores vigente también se oponía a las tendencias neoplatónicas que empezaban a dominar el pensamiento de la Florencia del quattrocento. Un pensamiento aún bajo el peso del misticismo medieval que hacían decir a Pico della Mirandola que «las matemáticas no son una verdadera ciencia». De aquí que el ambiente «místico» de Florencia le resultase hostil y tuviese que contentarse con unos pocos encargos, frecuentemente logrados por la influencia paterna. Las originales propuestas de Leonardo necesitaban desarrollarse en otro ambiente y eligió el de Milán de los Sforza.
En la corte de Milán
En 1478, las luchas soterradas por el poder entre Florencia y el Vaticano alcanzaron un grado insoportable. Ese año tuvo lugar la llamada «conjura de los Pazzi» contra los Médicis. La misma fue instigada en Roma por el papa Sixto IV y la familia Riario, quienes se valieron de los Pazzi, una de las familias más poderosas de Florencia. La conspiración se saldó con el asesinato de Juliano de Médicis y con la ejecución de varios de los conjurados. Bernardo Baldini, uno de los asesinos de Juliano de Médicis, huyó a Constantinopla, donde fue capturado por el sultán y devuelto a Florencia, donde fue ahorcado en la plaza de la Signoria. Leonardo, quien presenció la ejecución, hizo un asombroso dibujo del ajusticiado y detalló con precisión científica sus estertores.
Lorenzo de Médicis, cuyo espléndido gobierno y mecenazgo le valió el apelativo de «el Magnífico», fue aclamado por el pueblo al grito de «¡vivano le palle!», en alusión a las bolas del escudo de los Médicis. Pero Sixto IV, furioso por el fracaso de la conjura, declaró inmediatamente la guerra a Florencia. Las fuerzas pontificias, reforzadas con las de Nápoles, Lucca, Siena y Urbino, parecieron sellar la suerte de Florencia. En tales momentos, Leonardo, que ambicionaba formar parte del círculo próximo a los Médicis, se ofreció a Lorenzo como ingeniero militar y le presentó varios diseños de máquinas de guerra y fortalezas. Al parecer, Leonardo empleó pasta y mazapán en lugar de los materiales convencionales para las maquetas y Lorenzo de Médicis se las comió creyendo que eran dulces. Probablemente la anécdota sea apócrifa, pero ilustra el carácter de Leonardo y su difícil relación con el poder.
La valentía y la habilidad política de Lorenzo evitaron la caída de Florencia. Sin embargo, Leonardo da Vinci, que por entonces tenía treinta años, decidió marcharse de la ciudad y buscar acomodo en la corte de Ludovico Sforza el Moro, en Milán. Podemos imaginar el estado de ánimo del artista a través de algunos pasajes de sus escritos recogidos en el Códice atlántico, en los que parece aludir al ambiente de Florencia de esa época transustanciado en los escenarios del Jerónimo penitente y en La Adoración: «Movido por ardiente deseo, ansioso de ver la abundancia de las formas variadas y extrañas que crea la artificiosa naturaleza, tras vagar durante un buen rato entre las rocas, llegué a la entrada de una gran caverna, y me detuve allí un momento, lleno de estupor porque no sospechaba su existencia. Con la espalda encorvada y la mano izquierda apoyada en la rodilla, mientras que con la derecha sombreaba mis bajadas y fruncidas cejas, me inclinaba continuamente de un lado y de otro, para ver si dentro podía distinguir algo, a pesar de la intensidad de las tinieblas que allí reinaban. Después de haber estado así durante algún tiempo, dos emociones se despertaron de pronto en mí: miedo y deseo; miedo de la amenazante y oscura cueva, deseo de ver si ésta ocultaba alguna maravilla».
En 1482, Leonardo viajó a Milán en compañía de su amigo, el músico Atalante Migliorotti, atraído por el concurso convocado por el duque para esculpir una estatua ecuestre en honor de su padre, Francesco Sforza. Leonardo se presentó ante Ludovico con una carta en la que exaltaba sus méritos como ingeniero militar y ofreciéndose para construir «el caballo de bronce que será gloria inmortal y homenaje eterno a la feliz memoria de vuestro Señor padre y a la ilustre casa de los Sforza», según se lee en el Códice atlántico. Una anécdota, probablemente falsa, cuenta que esta carta sustituyó a otra que le había dado Lorenzo de Médicis en la que lo recomendaba como tañedor de laúd.
Al parecer Leonardo fue aceptado como músico cortesano y no fue hasta tiempo después que el duque le encargó la realización del monumento ecuestre. Durante muchos años estuvo trabajando en el proyecto y hasta llegó a hacer un modelo de barro, pero el bronce destinado a la estatua fue finalmente utilizado para fabricar cañones y jamás pudo realizarse. Tampoco Ludovico el Moro le prestó gran atención como pintor, a pesar de haberle especificado en su carta que su «obra puede igualar a la de cualquiera». Aunque Leonardo permaneció dos décadas en la corte de Milán, no se sabe con certeza cómo logró subsistir económicamente en los primeros años.
[i] Fragmento de Leonardo, de Antonio Tello, Sol 90, Barcelona, 2006
[ii] Persona que lleva una bandera o un estandarte en las procesiones u otros actos públicos.
Hermoso y brillante artículo sobre Leonardo que nos introduce a un ser humano excepcional como artista polifacético pero por sobretodo al gran humanista que fue Da Vinci en ese momento de cambio tan bien definido en el artículo como la transición del mito a la razón.