MANUAL PARA SACAR UN CONEJO DE UNA CHISTERA, DE J.R. MANSILLA[i]

Por Rafael Escobar Sánchez

Todo lo que estimula e inspira (mucho) en este poemario comienza por su título. Que trae a la mente a Julio Cortázar y esos textos prescriptivos de intención paródica que pueblan libros como sus “Historias de cronopios y famas” (si se prefiere un referente cinematográfico, podríamos citar a Woody Allen y la sorna de los textos expositivos de su obra “Sin plumas”). Denominación, también de un poema titular (aunque certeramente colocado en posición de cierre) lleno de ingenio, que a ratos parece una receta, y es lo bastante (y vocacionalmente) ambiguo para retratar a la vez los desvelos del mago empeñado en que se obre el prodigio y los del poeta en su enésimo intento de que brote esa “magia menor” de que hablara otro argentino (Borges en este caso).

Otro poema, en este caso el inicial, “Tono, vestimenta, calzado” ejerce a modo de tópico clásico de “aviso para caminantes” (o en este caso lectores) sobre una cuestión fundamental para entender y sobre todo valorar el libro: el componente lúdico, el juego o el humor, la voluntad decidida del escritor de divertirse dándole forma y contribuir al mismo disfrute en sus receptores. Nunca en detrimento, más bien todo lo contrario, del rigor formal (un poema como “Arquitectura para novicios”, aun sin mención expresa, nos podría evocar ese reto extenuante de intentar construir algo sólido por medio del lenguaje), del esfuerzo por lograr una poesía concienzuda cuya espontaneidad no es resultado de la improvisación.  Ya cerca del final, “Bosques” aporta otro ejemplo esclarecedor sobre esa dilogía entre lo “grave” y lo “ligero” que apunta y alcanza un doble objetivo: el dominio de la auto ironía y el de cómo transmitir un mensaje humano (más que propiamente ecologista…porque al fin y al cabo la vida parece ser una decisión arbitraria de la propia naturaleza) sin panfletarismo.

En esas mismas páginas de arranque, “Vencejos” es un texto no solo brillante sino capaz de introducirnos a muchas de sus constantes temáticas y estilísticas. Logro al que se añade una fascinante cadencia rítmica, compleja en su dinámica de yuxtaposiciones, avances y retrocesos pero que el lector no deja de percibir como una salmodia espontánea. Consigue viajar más allá de lo autobiográfico a medida que sus versos van tejiendo un fascinante “costumbrismo fabuloso”, una cotidianidad traspasada de magia en que la irracionalidad va trazando al mismo tiempo un itinerario de aprendizaje sobre las cuestiones fundamentales del existir, incluidas la sensualidad y la pertinencia del arte para transfigurar una vida de pobreza (simbolizada en esa confusión gozosa hombre/animal al que da lugar el ave que le da título, anticipo de la sucesión de metamorfosis que plantean poemas como “Tapiz de la tarde”) que sin embargo se ama y que tendrá su pertinente elegía en la tercera sección del poema.

Pero no siempre la memoria es inocente y “Lluvia de invierno”, como “Para qué sirve el frío”, nos pondrá sobre aviso sobre bipolaridad del recuerdo. Que le posibilita a ser capaz simultáneamente de acariciar (con escenas del calado espiritual de “Grullas” o “Días como estos”) y de destruir (como en esa “Genealogía” en que cada eslabón familiar implica una pérdida de los atributos de identidad que ejercían de herencia, contribuyendo a la conciencia dolorosa del desarraigo o la falta de identidad personal en un poema como “El extraño”). De dejar al escritor sin armas para esquivar la melancolía de ese mundo en que nombrar era crear o poseer (como en el paseo por la naturaleza de mano del abuelo en “Luna de gusano”). Una antítesis encarnizada que solo puede resolver la ternura del autor, la voluntad de considerar la memoria entrañable al margen de su crudeza por estar integrada en la dignidad de cuanto fue vida nuestra (como en el poema “Casas”). En ese sentido, “Teoría de la grieta” acierta al mostrar un elemento “testigo” de la vulnerabilidad, de lo borrado por el tiempo pero que a la vez, y al “modo coheniano” representa lo que ponía en pie su “grieta” de la canción “Anthem”: una discreta esperanza.

Un libro que demuestra un admirable dominio del “tempo” atmosférico a partir de la naturaleza. Así, “Otoño” tiene un hálito machadiano, con ese canto a la mosca como imagen de lo provisional y lo frágil, a las que canta casi como si fueran lares, dioses domésticos que han renunciado a su propia trascendencia (las de don Antonio se posaban en los párpados de los muertos… pero las de Juan Ramón Mansilla mueren en casa como si rechazaran el eterno retorno de deshacerse entre la naturaleza) para acompañarnos en nuestra cotidianidad. Y en “Véspero” se afianza la connotación del viento como lo provisional e inestable, como una imagen de la inconsistencia del ser humano y sus deseos.

Entre los rasgos de estilo más relevantes, hay que destacar los poemas compuestos a modo de yuxtaposición de impresiones como “Collage”, expresión de un decir fragmentario que se convierte en la única técnica posible para intentar comprender la dispersión de la propia personalidad (“Formas de tejer los recuerdos”). O la entraña de la memoria, que solo se revela en hilos inconexos (esos filamentos del “patchwork”) que no se pueden recomponer o encerrar en el consuelo de una ilusión de coherencia (como las percepciones dispersas desde el vagón en “Ferrocarril de poniente”). Así, la sabiduría que nos  conceden los años a cambio de matarnos, mezcla los momentos hasta confundirlos como en un “pangea” o una bola de plastilina (como en el conmovedor “Ninguna persona mayor ama el álgebra”). Y determinan que cualquier aspiración a la colectividad, aunque sea algo tan ancestral como los relatos que se narran ante el fuego, sea más una ilusión que algo palpable o que toda la cultura consagrada por la oficialidad suscite esa misma sospecha de ser un error (como en “Ante el extraño caso de los ríos voladores”).

Volviendo la mirada al ancho cauce literario del que todos hemos nacido, me gustan los poemas que suponen una “vuelta de tuerca”, a la vez emotiva e irónica, de géneros consagrados por la tradición. Es el caso del “natalicio” (en su versión de “autonatalicio” de la poesía moderna y con una estimulante hibridación entre historia e intrahistoria) en “10 de enero” y el retrato desde una perspectiva distanciada e irónica, como un inventario en que asoman a la vez la miseria y los anhelos (o los modestos logros) que en este caso nos lleva más a Manuel que a Antonio dentro de la familia Machado. “Marrakech” es una antítesis del tópico “poema de viaje” porque la vena descriptiva preciosista más previsible se convierte en un mundo de apariencias “deslizantes”, como indefinidas entre sueño y vigilia en que se descubre la propia condición antiheroica (“Ícaro y Dédalo pero sin alas”) o la debilidad.

La pasión por la cultura se materializa en una demolición de todos los límites espaciales y temporales, en poemas como “Job” que conforman una especie de “continuum” artístico donde pueden fundirse las referencias más heterogéneas (y multidisciplinares) gracias no solo a esa convicción sino  a un instinto espontáneo para la imaginación. “Ángeles” muestra una evidente originalidad a la hora de rehuir los lugares comunes del “culturalismo”, al igual que “Cuaderno de arte” con su perfecto empaste de los referentes pictóricos en la cotidianidad.

 “Días como estos” ponen de manifiesto una de las grandes virtudes del libro. El uso de anécdotas de la cotidianidad que cobran una insólita anchura para convertirse casi en una fábula moral o, en otras ocasiones, en un tratado impremeditado de metapoética (“Mejor no mojar las galletas”, sobre la potencialidad del poema para herir aun de forma impremeditada, “Lo que es y no es poesía”, que retoma esa reflexión becqueriana sobre lo perenne de la materia prima del oficio pero sin distinciones entre lo que es tópicamente sublime o no o el deslumbrante. Y en una vertiente aún más honda “Huevos de gallina”, constituye un pequeño manual vital sobre el amor a lo que existe y la serenidad para afrontar lo que se nos niega o pone a prueba nuestra paciencia antes de ofrecerse.

“Auto de fe” es representativo de otro de los puntos fuertes del libro: la desmitificación de las posibilidades vitales de la escritura, a pesar de que se pueda rodear de ritos que intentan apresar lo natural o espontáneo como los que se describen en el texto siguiente (ese “escribir desnudo” de “Cómo vestir para escribir poemas”… que es tanto como el sueño de una tarea donde jamás existiera la impostura). Un poema como “Doméstico” arrebata a la creación lírica toda su aura mítica para hacerla indistinguible de cualquier otro gesto que afianza el día común, el que en su carácter indistinguible de tantos es a la vez el placer del aura mediocritas y la hondura insospechada de la intrahistoria. Tal vez porque su propia materia prima, la palabra, es errónea; ya no puede soñarse como una llave que nos acerque de manera inadvertida a los enigmas que excitan el afán de escribir (y así “Nochevieja en el Nilo” está casi más cerca del cuento de terror que de la parábola) ni menos aún alcanzar esa potencia germinadora de lo que  crea al enunciar (“La estrategia de Penélope”). Es débil, se agosta, y pasa a engrosar de inmediato toda esa morgue impotente de lo que nos gustaría preservar porque suscita nuestra ternura, como un pájaro o un gato callejero (certeras imágenes de “Verano de 2024”). Porque, al fin y al cabo, la severidad de la tragedia puede acontecer, como bien señala, “Lectura de Hamlet”, entre un gato, un coche y una farola.

En fin, no todos los magos (y, honestamente, tampoco todos los poetas) son capaces de sacar el conejo de la chistera. Pero, aun en el caso improbable de que Juan Ramón no lo hubiera logrado de cara al lector, soy de los que opinan que la manifestación honesta e ingeniosa del fracaso… anula el propio fracaso y lo convierte por virtud de la paradoja (esencial en este oficio) en un éxito deslumbrante. No es querencia sentimental por el “loser”, por el antihéroe en sus múltiples acepciones o el borracho que cuenta detalladamente su pena ante la parroquia atenta de una barra de bar (prototipos humanos que, obviamente, me chiflan). Es que vivimos en un mundo con exceso de autoestima (hay más saturación de ego que de azúcar o colesterol), de condescendencia macarra hacia al otro o gente que parece no haberse dado cuenta de que hemos venido al mundo a perder (de hecho, a perderlo todo tras una sucesión de indefinidos y dolorosas pérdidas parciales). Y quien se posiciona voluntariamente en los márgenes (para silbar y ver brotar las flores, como hacía Gloria Fuertes) merece no una reverencia (qué gesto tan feo…) pero sí un guiño afectivo y cómplice. Y el abrazo de un lector feliz.


[i] Manual para sacar un conejo de una chistera, de Juan Ramón Mansilla, Mahalta Ediciones, Madrid, 2025.

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