
Stanley Kubrick y su estética del pesimismo[i] (1ª Parte)
Amilcar Nochetti[ii]
Cuando tenía 18 años Stanley Kubrick era mi director favorito. Han pasado otros 40 y sigue estando entre mis preferidos. Esa fidelidad comenzó a mis once años (1969), cuando viví la arrolladora experiencia de 2001: odisea del espacio en una gigantesca pantalla 70 mm y con seis bandas de sonido estereofónico a full. Desde ese momento crecí física e intelectualmente junto a Kubrick, una sombra rectora que me acompañó sin proponérselo.
INICIOS
Después del impacto que me provocó 2001 me preocupé por averiguar algunas cosas acerca de Kubrick. Aunque parecía inglés, había nacido en Nueva York (26.07.1928). Trabajó como fotógrafo en la revista “Look” entre 1945 y 1951, y en ese último año rodó dos cortos (Day of the Fight, Flying Padre). En 1953 había debutado con el largo de ficción con Fear and Desire, nunca exhibido en el Río de la Plata (hoy puede verse en Youtube). Más tarde el cineasta renegaría de ese fallido debut, pero supo recuperarse rápido con Marcado para morir (1955), drama realista y amargo con gran influencia de Jules Dassin. Allí Kubrick lució sus esmeros fotográficos, revelando el costado más dramático de Nueva York mediante una historia que combinó boxeadores, bailarinas y hampones, en medio de climas densos y decadentes, pocos diálogos y una bienvenida confianza en el virtuosismo de imagen. Mayor dosis de talento reveló luego en Casta de malditos (1956), donde sorteó los riesgos de una trama muy gastada (el asalto a un hipódromo) mediante una historia plural que aparecía poblada de personajes que, además de ser ladrones, aparecían retratados como seres humanos con dudas y problemas personales. En medio de todo eso, Kubrick desplegaba una narración en forma de puzzle, rebosante de energía e inteligencia visual.
ALEGATO
El gran batacazo llegó con Patrulla infernal (1957), terrible relato de un desastre táctico francés ocurrido en la Primera Guerra Mundial debido a la vanidad, ambición e incompetencia de varios oficiales, y culminado en un vengativo consejo de guerra que termina ejecutando a tres soldados inocentes por presunta cobardía. Hay varias formas críticas de acercarse a esta película. En primer lugar, puede examinársela como una construcción de ironías permanentes, porque hay un evidente y provocativo sarcasmo en las evoluciones entre el bello castillo donde viven los mezquinos oficiales, y las siniestras trincheras llenas de sangre, barro y muerte; y también porque a los tres hombres enjuiciados los terminarán matando los suyos porque no los mató el enemigo. La imagen abunda en amargas transiciones irónicas: del juez que dice a los prisioneros que están condenados, Kubrick pasa directamente al pelotón de fusilamiento en momentos de recibir instrucciones; de Kirk Douglas y sus cavilaciones en torno al juicio, al frívolo baile de oficiales que se celebra esa misma noche; de los cuerpos desplomados en los postes, a los generales tomando un suculento desayuno. Acciones idénticas se repiten mediante agrios contrastes: el general pasa revista a los hombres en forma pomposa e hipócrita, mientras Douglas hace lo mismo de forma natural y sincera. La ironía se desprende además de la inversión de papeles: a un teniente deberían fusilarlo por lo que hizo en la patrulla, y en lugar de eso lo nombran encargado del pelotón de fusilamiento; el honrado Douglas se ve forzado al chantaje para intentar salvar a sus hombres. Incluso el verdadero título del film (Los senderos de la gloria) es irónico porque los senderos que aquí se muestran conducen fatalmente a la ruina.
Una segunda aproximación consiste en ver la película como producto de un período determinado. Kirk Douglas empieza siendo miembro inocente de una burocracia ebria de poder, empeñada en una guerra brutal y deshumanizadora. Sus subordinados en cambio son gente sencilla y honesta que será destruida por sus propios compañeros, seres mezquinos, egoístas e insensibles, y también por el alto mando, compuesto por gente ávida de poder, que vive sólo para gobernar. Vista desde una perspectiva actual, la película parece un producto típico del asfixiante anti intelectualismo, la presunción y la paranoia del maccarthysmo. Allí abunda el poder absurdo, la brutalidad, la arbitrariedad y un conformismo cómplice y asfixiante. Y observemos también que éste es un film sin héroes, porque Douglas es un hombre íntegro pero impotente, es decir anti heroico, ya que no puede rebelarse pese a estar cara a cara frente a la maldad.
Una tercera forma de ver el film es como modelo dramatizado de la sociedad, porque aquí la labor es deshumanizadora e insustancial, con personas que no avanzan en base a su talento sino al ingenio, la agresividad o el dolor que puedan causar a los demás. Y cuanto más cerca están de la cumbre, peores son. Sin leyes ni justicia, la atractiva apariencia de civilización (el castillo) se utiliza para exhibir vanidades, ambiciones, traiciones y monstruosas manifestaciones de relaciones públicas, como el horrendo juicio. Teniendo en cuenta estos enfoques, el film se revela complejo y polifacético, con ideas muy específicas acerca del sinsentido de la vida. En eso es reveladora la magnífica escena final, única en toda la carrera de Kubrick que apela a la emoción del espectador. Allí Douglas acaba permitiendo unos minutos más de esparcimiento a la patrulla, que se divierte en una cantina bebiendo y coreando el lied alemán que entona una tímida y bella campesina. La escena es reveladora porque el falso juicio ya parece olvidado por la tropa, porque se acepta y se aplaude al primer y único “enemigo” que muestra la cara en pantalla, y sobre todo porque refleja un terrible estigma: la burocracia sigue al mando mientras Douglas continúa pareciendo un personaje impotente. Con esta película había nacido un genio del cine moderno.
ESCLAVO Y NINFA
A esas alturas Kirk Douglas se había empeñado en producir un gran espectáculo histórico. Eligió como realizador a Anthony Mann, pero rápidamente lo despidió por desavenencias creativas y llamó a Kubrick para que ocupara la silla de director. Una vez terminado ese rodaje Kubrick se lamentaría con amargura por la falta de libertad creativa que le dispensó Hollywood, y Douglas aún sigue definiendo a Kubrick como un genio del cine y una mala persona. Sea como sea, lo cierto es que Espartaco (1960) es la obra menos personal del realizador, pero también un mojón histórico, ya que fue uno de los títulos que liberaron a Hollywood de las garras del maccarthysmo. Costó doce millones de dólares, incluyó diez mil extras y medio año de rodaje, tenía siete estrellas internacionales (Douglas, Laurence Olivier, Jean Simmons, Charles Laughton, Peter Ustinov, Tony Curtis, John Gavin) y un libreto firmado por el ex lista negra Dalton Trumbo, basado a su vez en una popular novela del también ex lista negra Howard Fast. Más allá de sus despropósitos históricos, el mensaje libertario del film debe ser valorado como merece, al igual que su hábil manejo de las masas y un talento para la composición plástica de tono espectacular que preanunciaba las futuras obras maestras de Kubrick en Inglaterra. Y si bien hay fallas dramáticas debido a una tendencia sentimental de corte cristiano fuera de contexto, no puede negarse que es un inteligente estudio del poder y un espléndido vistazo al universo de los gladiadores.
Lolita (1962) fue un título a medio camino de dos mundos (capital americano, rodaje inglés), que adaptó una famosa novela de Vladimir Nabokov, la cual había causado un gran escándalo al narrar la obsesión que el profesor Humbert Humbert sentía por una niña de 12 años. El resultado fue una de las historias de amor más tristes y patéticas que existen en cine, una comedia trágica con un peculiar sentido del humor, que muestra situaciones de las que podríamos reírnos, pero que contienen muchísimo dolor. Aquí nadie alcanza sus sueños o deseos: Lolita termina siendo una mujer vulgar; su madre muere atropellada al salir corriendo del hogar cuando descubre que su marido se casó con ella para estar más cerca de su hija; y Humbert termina en la cárcel, donde muere de un infarto en espera de juicio por el asesinato de Quilty, el personaje más despreciable del relato. El film es estimable si tenemos en cuenta la época en que fue hecho, bajo una censura que aún tenía gran peso. También es un penetrante estudio psicológico del protagonista, de quien Kubrick revela muchos sentimientos encontrados. Para eso se necesitaba un gran actor, y el director lo encontró en James Mason, que construye un personaje que muchos colegas habían rechazado por considerarlo ofensivo. Aún con la mordaza de la censura británica, que exigió que Lolita tuviera 16 años y no 12 (Sue Lyon está estupenda en el papel), esta versión es infinitamente superior a la realizada años después, sin amenazas de censura, por Adrian Lyne con Jeremy Irons.
LA BOMBA
A partir de entonces Kubrick se radicó en Inglaterra y concibió cuatro obras maestras consecutivas. La primera fue Doctor Insólito (1964), pesadillesca sátira acerca de cómo puede suicidarse el mundo, con acción alternada en tres vertientes: 1) el Pentágono, donde el presidente lucha contra la estupidez militar; 2) un cuartel, en el que un sensato capitán británico se enfrenta a un delirante general; y 3) el implacable avión estadounidense que avanza hacia un destino final que debido al poder nuclear podría ser el de toda la humanidad. Más allá de la memorable triple labor de Peter Sellers como el presidente, el capitán y un ex científico nazi, la gran carta de triunfo de Kubrick fue haber apostado a un humor sangriento y vitriólico, con tremendas ironías visuales (en medio de una matanza un cartel reza: “La paz es nuestro objetivo”), sonoras (en una secuencia encadenada de explosiones atómicas se escucha una suave melodía cuya letra dice: “En un día soleado nos volveremos a encontrar”) y verbales (el presidente gritando “Por favor, señores, no peleen, estamos en el Cuarto de la Guerra”).
Stanley Kubrick lanzó aquí una grave advertencia a las superpotencias, y les recordó que arriesgaban su ideología al entregar billones de dólares a sus ejércitos, haciendo que las castas militares tuvieran una influencia preponderante sobre la política internacional, los negocios y todos los sectores de la vida nacional. El film reiteró así, fervorosamente, los principios civilistas de los pueblos condenados al militarismo, en un alegato que en varios sentidos tenía puntos de contacto con Patrulla infernal. Más allá del testimonio, el cineasta realizó una obra cabal donde se apreciaba su madurez narrativa y el manejo de seguros resortes dramáticos, gracias a las situaciones delirantes que manejó. A ello debe sumarse la excelente fotografía en blanco y negro de Oswald Morris, la sutil banda sonora, el sensacional diseño del Cuarto de Guerra del Pentágono (a cargo del eximio Ken Adam) y el notable nivel del elenco. Aquí cada personaje, caricatura mediante, surge vivo y pleno de significados.
El absurdo que rodea nuestra época es descrito por el film con mano maestra, porque hay gente que no parece encontrar sentido a la vida y tiene horror a la paz. Esa minoría peligrosa, para la cual millones de muertos resultan bajas de guerra aceptables, es puesta en evidencia por Kubrick, que ya se revelaba como verdadero maestro del pesimismo, autor de una serie de obras homogéneas que invariablemente conducían a sus personajes a derrotas irremediables o la muerte. Esa kubrickiana constancia del fracaso parecía en cierta forma un cuadro de la cultura y lo vivido por entonces, porque la agonía de los personajes nacía como una actitud lógica y asumida en el interior de un sistema que los encaminaba por un sendero en el cual finalmente podía derrotarlos, redondeando un universo escéptico de doble vía, que va desde la sociedad al hombre y viceversa.
[i] Texto publicado por gentileza de Metrópolis, Ciudad de cine. https://www.metropoliscine.com.ar/
[ii] Amílcar Nochetti (1963-2021). Crítico de cine uruguayo. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)