Lectura

EL ACAMPE i, DE MARIO CAPASSO, Una fuga a ningún lugar

Por Sergio G. Colautti

“Y, sin embargo, esta esperanza última, pequeñísima, casi desvanecida, esta esperanza que en realidad casi ni existe, es, con todo esto, su única esperanza”

Franz Kafka, El Castillo

La esperanza kafkiana es, en el torbellino circular de El acampe, espera.

Una excursión escapa del virus pandémico de la ciudad hacia el campo, un afuera que se desea como salvación y se padece como fatalidad. Como si hubiese ingresado en un movimiento centrípeto del que no puede escapar, las carretas en fuga acampan en el espacio sin límites, el sitio del silencio; eso que desde la ciudad era nombrado como el interior pasa a ser el exterior cuando los evacuados lo habitan: es el espacio donde aparece, con la potencia y la opacidad de lo imaginario, lo otro.

La primera hazaña del texto es el cruce audaz de los tiempos narrativos. Los fugados de la gran ciudad viven en un resbaladizo presente: pierden la señal de sus celulares, añoran costumbres urbanas contemporáneas, pero el desierto que ven y el que imaginan sus pesadillas está en el pasado y responde a la imaginación de la cultura que construyó la literatura del siglo diecinueve, es el ayer que amenaza y atemoriza: el indio, los malones, la tierra indómita, la ferocidad del territorio que, a poco de pisarlo, ya no es campo sino desierto, ese nombre paradojal que señala un vacío inhabitado del que se teme eso otro que habita allí. El futuro, como zona de ilusión que escapa del virus, pero también como designio fatal, completa el cruce de tiempos en el elaborado dispositivo que sostiene el relato.

Es un proceso de desapropiación (de los enchufes, celulares, las notebooks, los plasmas…) hacia una incómoda apropiación (carretas, lagunas, animales, sonidos, olores…) que torsiona la lógica de la historia y del lenguaje. Los que se van escapan de una amenaza propia, el virus en los cuerpos próximos, a una amenaza impropia, la de la otredad, la del tiempo ajeno, la de aborígenes invisibles en el desierto inconmensurable.

En verdad, todo lo que se dice sobre los indios, sus modos, la ferocidad de sus malones, sus cuerpos y sus ropas, es un tejido que se trama desde la literatura del diecinueve, pero afirmada en los textos de Echeverría, Hernández, Sarmiento; no hay vínculo alguno con los indios de Mansilla, aseados, ordenados, conversadores, calmos. La expedición que huye del virus ha leído, como casi todos, a los primeros, a los que pensaron el país construyendo al indio que, lejos de la calma pampeana de Prilidiano Pueyrredón, aparecen como promesa violenta en el lienzo inolvidable de Della Valle, La vuelta del malón:

Esas turbas que hacen temblar a los personajes de la novela de Capasso, fantasmagóricos y violentos, devienen de esa construcción cultural; la ironía que inunda el texto propone un contradiscurso sagaz, deconstruyendo el miedo y el odio elaborado por el discurso político de la generación del ’80 desde un humor verbal omnipresente. Pero también desde el chiste irónico se despliega la ausencia de los malones y el vaciamiento de la palabra del invasor: los que vienen, nos dice el humor capassiano, no entienden lo otro, solo le temen.

Hay un desierto material y otro desierto, el de los malones imaginarios.

La estadía de los estancados.

La tensión entre la estadía insoportable de la caravana en el lugar inmóvil y el temor cotidiano a las furiosas arremetidas de aborígenes destrozando bienes y vidas, robando pertenencias, llevándose mujeres y niños, domina los setenta y nueve capítulos; su irresolución profundiza la disposición simbólica del texto: la espera en el centro de la condición humana, en medio de la vigencia interminable de la quietud, frente a un destino inescrutable y presentido:

Muy sencillo: sigamos así, hechos unos zanguangos de una punta a la otra de la caravana, mirándonos al ombligo, esperando la devastación sin tener la más mínima noción ni la más pálida idea del cuándo, mi vida, cuándo…” (p. 232)

Hay un momento, una zona de la novela, donde la quietud deviene en disolución. Todo lo que es sólido se desvanece en el aire, o en la bruma del llano:

“…se daban mucho los días en los que la llanura parecía purificarse y enseguida disolverse casi por completo” (197)

Es el paso de la imaginería de la literatura del diecinueve a la mirada saeriana, esa perspectiva donde gobierna la vacilación de lo real. El Saer de Las nubes, en la que otra caravana atraviesa las entrañas del mismo desierto, pero también el de El viajero, donde un inglés se acuesta en el pajonal, rompe su reloj, y desaparece en el vacío circular, sin signos, de la llanura que no le pertenece, o el de Nadie nunca nada, que registra la disolución misma del paisaje.

En El acampe, esa disolución retoma el gesto saeriano para comprender el proceso disolutorio de lo real desde la intuición del vacío o el infinito:

la llanura, ajena a esta problemática del vacío y sus contornos tan difusos, continuaba disolviéndose, haciéndose añicos para diseminarse y ser una parte ínfima de un todo que nunca terminaba de conformarse” (199)

Esta percepción del espacio que se difumina se reitera en la concepción del tiempo, desgastado y aplastado por la quietud del acampe, sus movimientos casi imperceptibles, un tiempo de prisión y encierro;

Mientras tanto, en la penitenciaria silvestre instalada sobre el llano, los días transcurrían lacios… para algunos los días pasaban como se deslizan las babosas” (203)

La noción de Saer sobre lo real, los límites de la percepción y la representación puesta en jaque parecen entrometerse en esta zona del relato de Capasso. La mirada melancólica de Saer (su modo de observar, analizar y escribir sobre la disolución irremediable de la apariencia) reaparece en esa zona de El acampe, y envuelve como una niebla al texto en general.

En una operación que trabaja en el mismo sentido, la novela de Capasso presenta tres maneras de desplegar su flujo narrativo: por un lado, el modo general del relato, desde una tercera voz, una argamasa de detalles cotidianos donde el humor irónico funciona como material constructivo del texto; un segundo modo, que se abre a las voces plurales de la caravana, largos cruces de diálogos que se yuxtaponen desde frases cortas, como un dispositivo coral o sinfónico donde una multitud de voces construyen otro discurso; un tercer modo es la enumeración de refranes o frases hechas que se disponen en varias zonas del texto, también provenientes de las voces diversas del grupo que compone la quieta expedición. Esos tres modos son también tres tiempos narrativos: el primero da cuenta del movimiento del relato, aún en su forma estanca, el segundo expone la ebullición coral del habla; en la tercera el tiempo es inmovilidad, lenguaje cristalizado, reiteración del decir ya dicho. De este modo, la novela cuenta con una caja de tres marchas, que se complementan y utilizan para enriquecer la densidad del lenguaje y vigorizar el espesor de la escritura desde napas diferenciadas y complementarias.

El espacio circular de la caravana en el llano igual a sí mismo, el tiempo como estancia y pasividad, van disolviendo las costumbres y gestos colectivos que aparecen en el escenario para ser irremediablemente aniquilados: la idea de una elección democrática, la práctica religiosa, la lectura, las posibles conjuras, las frágiles ideas expedicionarias son sometidas al implacable poder refractario del desierto sin fronteras ni referencias.

El deseo mismo de la expedición, salvarse, es pulverizado por el desgaste circular, inexorable y lento, del acaecer, indiferente a los objetivos grupales.

Como en El Castillo, toda espera es consumación; como en Zama, quien espera cava pozos de angustia; como en Buzzati, esperar es avistar el abismo.

El acampe, desde un relato original, imaginativo, sostenido por el tejido de un lenguaje irónico y efectivo, dice la tensión de un tiempo histórico crucial, se afirma en la dicotomía invulnerable que propone civilización o barbarie, pero logra construir una mirada más ambiciosa y profunda aún, buceando la condición humana universal de esos hombres y mujeres a los que denomina acorralados en la inmensidad.


i El acampe, Mario Capasso, Editorial Diotima, Buenos Aires, 2025.

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