El buen mal, de Samanta Schweblin, solo lo ambiguo es real

Por Sergio G. Colautti

 

Con fruición veremos esas cosas que el hastío
empañaba de sombra y desaliento

Silvina Ocampo

 

  1. La extrañidad

            A la obra singular de Samanta Schweblin se suma El buen mal[i]: seis relatos donde la narrativa despojada y sorprendente de la escritora argentina espía los recovecos de la convivencia humana allí donde es más indescifrable: las zonas ambiguas, la certeza en fuga, la inquietante vacilación del existir. 

            La lucidez de su escritura hilvana una sospecha que aparece en los textos para allanar toda lectura: solo lo ambiguo es real. El trabajo minucioso, entre la artesanía y el saber quirúrgico, que escapa del realismo plano y de toda desmesura ficcional, se asienta en un pliegue que media entre esos dos dispositivos: el sitio de una extrañidad –especialmente en estos relatos- se focaliza en el vínculo entre los personajes más que en su construcción individual; los modos opacos, incomprensibles y, además, inenarrables de las relaciones parentales o familiares, la auscultación de la inmediatez, el escarbar los vestigios de lo humano en la tragedia cotidiana parecen ser la tarea de su narración.

            Una decisión constructiva gobierna los textos: cuatro relatos son narrados por una mujer en primera persona. En otro, el relator es un niño y en el último, una tercera persona cuenta la historia de una mujer. La elección de ese punto de vista tiene significación: no hay gestualidad epocal, hay una mirada que se asume desde una sensibilidad femenina, distinta y distintiva.

            Una atmósfera kafkiana envuelve las historias: el ahogo, el suicidio o el dejarse morir, el vivir como imposibilidad, la mudez, el accidente fatal, el tedio, el rencor filial. Ese universo de sentido no se abre como un abanico psicológico sino como un atolladero existencial que la narrativa problematiza y ausculta para dejar escuchar sus latidos. En Bienvenida a la comunidad la descripción lenta de un suicidio en un lago es inicio y final; en su interior, el drama se adivina, pero sin afirmaciones: el texto es un péndulo entre la perplejidad y el asombro, una magistral operación narrativa que dice por primera vez en el libro que lo único que se aproxima a lo real es la ambigüedad. El gato de William en la ventana observa de perfil a los personajes del cuento, parado entre el ser y el parecer hace temblar la historia, sugiriendo una dimensión nueva, donde reside lo posible o lo que el agobio de los personajes intuye como posible.

            Cuando la mujer que habita el segundo texto, Un animal fabuloso, advierte la mirada solícita de un caballo malherido, se reitera esta vibración extraña: el caballo importa más que el accidente de un chico amigo: signo en lugar del signo, el deseo de no ser madre y el ser madre como deseo irracional colisionan y proponen otras formas de la angustia. En la resolución de esa historia, otra vez, las formas de lo ambiguo. En otro relato, La mujer de Atlántida, dos adolescentes descubren la marginalidad de una mujer mayor, “poeta”, rodeada de libros, desorden y botellas. Es la mujer que enuncia desde ese lugar, atravesando quizás todos los textos, la razón de la tragedia cotidiana: “es el tedio”, dice, y escribe: “todo lo que pasa tiene que ser esto que soy”. El final del texto convoca, otra vez, a la borradura de las biografías e identidades, esto es: la ambigüedad del sentido.

            El ojo en la garganta, relato perfecto, texto magistral de la desadjetivación, punto exacto entre la tensión narrativa del cuento y la construcción novelesca del mundo familiar, elabora su trama desde el cruce sutil de la mirada de un niño enmudecido por un accidente casero y la madura lucidez de quien comprende todos los silencios. Como en otros relatos, el teléfono es cifra de la distancia y la extrañeza, pero en este caso, también de la oclusión inmediata, la lejanía de los próximos.

 

II. El ojo insomne

            El buen mal se propone como un prisma para observar, en su desnudez, la sociedad del silencio y la herida. En tiempos de la hipercomunicación y del entretenimiento al alcance de la mano, Schweblin escribe sobre esa opacidad inadvertida. El conjunto de las historias se deja atravesar por narrativas que dicen los distintos modos del silencio familiar y la herida social.

            El silencio de los mudos, de los que prefieren no hablar o dicen desde otros lenguajes; la herida del agobio, del tedio, de las pulsiones suicidas, la violencia en sus formas múltiples e inesperadas, los odios irracionales, la muerte del deseo y el deseo de muerte.

            La obra de Schweblin se instaló como presencia decisiva en la producción nacional. Los seis relatos que componen esta entrega consolidan ese sitio desde elecciones narrativas singulares y desde sus pasos de equilibrista sobre la soga que se sostiene entre la normalidad domesticada y el extrañamiento de lo inusitado; desde esa altura ve y escribe, sola en el aire.

Los lectores de “Pájaros en la boca” (2009) o “Siete casas vacías” (2015), saben que cuando sus narraciones parecen recorrer un paisaje sin relieves, algo del orden de lo inexplicable emergerá para luego consumar una segunda operación: el lector, perplejo, caerá en las redes del texto, incorporándose a la callada aceptación de la extrañidad. El doble gesto profundiza el abismo: convivir con el delirio, aplacando sus formas más estremecedoras, domestica y esconde los pozos negros de lo real que los textos insisten en dejar aparecer. Algo similar ocurre con la oscura “Distancia de rescate” (2015): el texto sin género que es en verdad un género de texto inusitado: un rollo que se despliega para dejar ver lo invisible, un cuerpo textual que se abre a la interrogación infinita en los diálogos; tiempo, espacio y delirio se yuxtaponen para indagar el cuidado materno, entre el deseo, el miedo y la alucinación.

Como el niño de “El ojo en la garganta”, la escritura de Schweblin es un ojo insomne, una mirada atenta a los intersticios de lo real, donde respira lo extraño, el latido de una opacidad, la vibración ínfima de la ambigüedad. El ojo despierto vislumbra, se acerca, piensa y escribe algunas de las mejores páginas de la literatura argentina de este siglo.


        

[i] El buen mal, de Samanta Schweblin, Seix Barral, Barcelona, 2025

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