El Estado, de la necesidad a la destrucción
Por Antonio Tello
Estado, con mayúscula, no es una palabra extraña a los ciudadanos comunes, para quienes es representación política del país al que pertenecen o supra aparato institucional-burocrático a través del cual el poder organiza y controla la sociedad mediante leyes y se arroga el monopolio de la fuerza pública y la facultad de recaudar los impuestos necesarios para sufragar este cometido. Según una u otra creencia, el Estado es una entidad creada para el bienestar y la seguridad de los ciudadanos o una entidad parasitaria y coercitiva del poder. Pero ¿qué es el Estado en realidad?
El Estado surge hace unos 5.500 años, en el ámbito geográfico comprendido entre la Mesopotamia y Egipto, como fruto del proceso evolutivo de las primeras civilizaciones agrarias impelidas, ante el desarrollo de las ciudades, la invención de la escritura y la mayor abstracción de los sistemas religiosos, a organizar el poder de sus estructuras políticas para tener un control social más eficaz dentro de sus dominios territoriales. Estas formas primarias de organización político-administrativa orientadas a la concentración del poder y al monopolio de la fuerza coercitiva con el tiempo fueron requiriendo soportes más convincentes de legitimación ya sea en la población, como el demos (pueblo) griego, que en las polis -ciudades Estado- dará origen a la demokratia (demos + kratia), es decir, un sistema basado en el poder del pueblo-, o bien en el poder emanado de Dios, con el que los reyes justificarán sus gobiernos. Las estructuras burocráticas del Estado fueron evolucionando sobre estos dos órdenes, condicionadas por las circunstancias históricas, los hábitos culturales y las creencias religiosas de las distintas sociedades.
El Estado, voz que deriva del latín status, del verbo stare, parar, en su concepción moderna puede definirse como una organización político-administrativa soberana, cuya autoridad tiene potestad sobre todos los grupos sociales establecidos en un determinado territorio., que reclama para sí el monopolio de la fuerzai. Entre otras acepciones del término también se añaden particularizaciones referidas a estamentos –eclesiástico, noble, burgués, etc.- en que se divide el cuerpo social, o al alcance territorial del país, como dominio, feudo o señorío de un príncipe o señor feudal.
La concepción moderna de Estado empieza a definirse en Europa a partir del siglo XVI. tras la sustitución del sistema feudal por las monarquías absolutas. El Estado moderno es, comúnmente, toda unidad política superior organizada que se identifica con la acción política. Según esta corriente de pensamiento, el Estado surge vinculado a la aparición de una autoridad que se impone a los otros centros de poder de la comunidad y divide a ésta en gobernantes y gobernados, división que está en el origen, según el marxismo, de las clases sociales y de la propiedad privada, razón por la cual, desde esta óptica, el Estado no se fundaría en la razón sino en la fuerza y su objetivo no sería el bien común sino el beneficio del grupo que lo controle, de lo que se deduce que la vida política y el Estado conformarían una unidad opresora de las mayorías sociales.
El concepto de estado nación surgió en Westfalia, con la firma del tratado que, en 1648, liquidó el orden feudal y sancionó el desarrollo de entidades territoriales y poblacionales organizadas en torno a un gobierno, que reconoce la delimitación territorial de su poder. De esta nueva concepción del Estado nació, no sin convulsiones, un nuevo orden social, burgués, liberal y capitalista, que empezó a imponerse con la Revolución francesa de 1789 y, poco antes, con la independencia de EE.UU., cuya Constitución sienta como precepto básico para la existencia del Estado la necesidad de armonizar las aspiraciones individuales y colectivas de seguridad y libertad, y garantizar el derecho de propiedad privada como fuente de felicidad de la comunidad.
La Revolución Industrial fortaleció los ideales nacionalistas que impulsaron una dinámica unificadora de la sociedad bajo la autoridad del Estado nacional, que se tradujo tanto en la unificación de una nación dispersa en entidades estatales, como fue el caso de Alemania, o de varias naciones bajo un mismo Estado, como lo fueron, entre otros, los casos de Francia, Italia y España. De modo que, en este proceso, el Estado nación trascendió el concepto de nación como ente cultural en beneficio del territorial dando lugar a la formación de Estados plurinacionales, como el Reino Unido, o «de naciones», como el español, y a la identificación del territorio del Estado con el concepto de mercado nacional.
La necesidad de ampliar estos territorios-mercadoii, para un mayor y mejor desarrollo de las actividades económicas capitalistas, propició una nueva forma de colonialismo, el imperialismo, cuyo colapso está en el origen de las guerras mundiales que tuvieron lugar en el siglo XX. Tras la última de ellas, el proceso de descolonización y la creación de entidades supranacionales políticas –ONU- económicas –Mercado Común Europeo, ASEAN, MERCOSUR, etc. – y militares –OTAN, Pacto de Varsovia- debilitaron el concepto de Estado nación, como lo ejemplifica la constitución de la Unión Europea creada sobre la base del Mercado Común Europeo.
La desintegración de la URSS abrió el proceso de la globalización económica de naturaleza capitalista que, al mismo tiempo que reactivó los nacionalismos hasta entonces agrupados en el Estado nación, redujo el poder de éste en beneficio de organismos económicos como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y de compañías y grupos económicos multinacionales que son los que deciden las políticas económicas y someten las economías nacionales a intereses ajenos a las necesidades de los ciudadanos.
Si bien el Estado moderno es para muchos pensadoresiii una entidad política superior soberana no identificada con el poder político ni con el régimen político, desde el punto de vista liberal, el Estado es considerado un instrumento de transformación social y desarrollo político y económico orientado a asegurar el poder de la burguesía como clase dominante sobre los parámetros productivos del capitalismo. Esta particularidad explica en parte que en lo político el Estado liberal haya dado lugar en lo político a la aparición y evolución de las democracias parlamentarias, la división de poderes y el pluripartidismo; en lo económico al “respeto irrestricto” de la propiedad privada y al sistema de “libre mercado”, y en lo social a la vigencia y respeto de las libertades individuales, sobre las que se fundamenta el Estado de derecho, es decir, un régimen en el que rigen mecanismos que regulan y garantizan el correcto ejercicio del poder público y el respeto de los derechos individuales.
El Estado de derecho se caracteriza por contar con órganos de poder autónomos, con la institucionalización del poder a través de instituciones jurídico-políticas y con la existencia y aplicación de normas jurídicas respetuosas con los derechos fundamentales de las personas y los organismos y grupos que forman el tejido social. De este modo, como reza la Constitución de la Confederación Helvética, «el derecho es la base y el límite de la actividad del Estado» y en este contexto «la dignidad humana debe ser respetada y protegida» y «todos los seres humanos son iguales ante la ley», no pudiendo por tanto ser discriminados «por su origen, raza, sexo, edad, idioma, posición social, modo de vida, creencias religiosas, filosóficas o políticas, o por causa de una deficiencia corporal, mental o psíquica». El concepto del Estado de derecho, ya formulado por Emmanuel Kant en oposición al Estado absolutista, fue planteado doctrinalmente por el pensador Robert von Mohl en su obra Staassrecht des Kónigsreichs Württemberg (1829) al hablar del «Estado de la razón», y más tarde en Die Polizeiiwissenschaft nach den Grundsatzen des Rechtsstaates (1832-1833), donde lo define haciendo coincidir los fines del Estado con los fines de la vida de la comunidad.
Al carecer del soporte divino que había legitimado el poder absoluto de los monarcas, la burguesía halló en el liberalismo las herramientas doctrinales necesarias consolidar su poder político, en este caso emanado de la soberanía popular, y su poder económico fundado en la propiedad de los medios de producción. De aquí que el Estado liberal se concibiera como un instrumento político-administrativo necesario y se enunciara la libertad ciudadana, antes que como el fruto de un consenso de ciudadanos libres, como un don natural del individuo ante cuya voluntad nada puede oponerse si posee la fuerza para imponerla. Desde esta perspectiva puede explicarse, por ejemplo, que las guerras de emancipación de las colonias españolas en la Hispanoamérica del siglo XIX, financiadas en gran parte por capitales ingleses, se libraran enarbolando la bandera de la libertad de mercado, pero no la libertad de los ciudadanos criollos que mayoritariamente engrosaron los ejércitos y luego quedaron sujetos al dominio de las élites de poder locales que sustituyeron a las metropolitanas.
Esta sujeción también tuvo su correlato en los Estados liberales europeos, donde, con la industrialización, se inició un intenso proceso de proletarización de los trabajadores rurales, artesanos y pequeños burgueses, que se vieron obligados a vender su único bien, la fuerza de trabajo, durante jornadas de sol a sol, a cambio de un exiguo salario. Un proceso que no ha cesado y que puede advertirse a escala mundial en las migraciones provocadas por las deslocalizaciones industriales, las guerras y la extrema pobreza de los países víctimas del saqueo de sus recursos naturales por las grandes corporaciones o de los intereses geoestratégicos de las grandes potencias capitalistas.
Del mismo modo que el nuevo orden burgués necesitó de las democracias parlamentarias para legitimar y naturalizar su poder, tras el final de la Segunda Guerra Mundial propuso el estado de bienestar como una portentosa operación propagandística frente al bloque comunista.
El estado de bienestar se define como un pacto social según el cual se establece un reparto equitativo de las riquezas y los beneficios entre la población y el compromiso del Estado a proveer determinados servicios y garantías sociales a todos los habitantes del país. Si bien ya existían desde el siglo XIX algunas experiencias orientadas a este fin, la noción de estado de bienestar fue acuñada en 1945 por el arzobispo de Canterbury, William Temple, al reunir bajo la expresión welfare state las propuestas keynesianas de pleno empleo y desarrollo económico socialmente equilibrado, frente a la economía de warfare state, estado de guerra, que había impuesto Hitler en Alemania.
Tras la caída del muro de Berlín y de la URSS, en 1989, las grandes corporaciones capitalistas se apresuraron a iniciar un proceso de liquidación del estado de bienestar y a ocupar los espacios “liberados” globalizando la economía sobre la base de los avances científicos y tecnológicos acelerando de forma brutal el flujo de capitales financieros y su ingente concentración. El hecho es particularmente grave en la medida que estos capitales autogeneran sus propios beneficios casi de modo autónomo a la acción de la economía productiva creando una ficción económica en la que las catástrofes naturales, los accidentes -aéreos, nucleares, etc.-, los atentados terroristas, las guerras localizadas o hasta las declaraciones de personajes públicos, sin importar su credibilidad, se convierten en detonadores de bruscos movimientos sísmicos en las bolsas del mundo y sistemas cambiarios que hacen temblar a los gobiernos. Gobiernos no pocas veces acosados con causas judiciales espurias, que definen el llamado lawfare.
La globalización, que ha supuesto que las grandes corporaciones transnacionales dominen el planeta, salvo el espacio chino, donde persiste un fuerte, aunque no invulnerable, poder político, ha llevado al capitalismo productivo mundial a un punto de colapso propiciando una fase de feudalización tanto de los Estados como de las sociedades que los conforman. Con este objetivo, las élites corporativas que han asumido el control del poder económico y de las fuerzas represivas a escala mundial -hegemonizadas por las industrias alimenticias y armamentísticas y compañías militares de seguridad-, desde la guerra del Yom Kipuriv, casi dos décadas antes de la caída de la URSS, aceleraron sus ataques al Estado y a la actividad pública con fuertes campañas de desprestigio al tiempo que corrompían o sustituían a sus dirigentes por tecnócratas, que se ocupaban de descapitalizarlo mediante la privatización de sus empresas estratégicas más rentables (energía, telecomunicaciones, bancos, transportes, etc.) y de sus principales servicios públicos (sanidad, educación, seguridad, etc.), y la lisa y llana apropiación de los recursos naturales y hasta de la soberanía. Así, el Estado, inerme e incapacitado para ejercer la defensa de los derechos y del bienestar de sus ciudadanos, acabó asumiendo como su razón de ser la defensa de los intereses de las empresas «nacionales» y corporaciones multinacionales, y actuar como correa de transmisión de las directrices del «mercado» o de los organismos financieros mundiales (FMI, BM, BCE, BID).
En este contexto, la deuda pública se convirtió en la espada de Damocles del Estado, que pende y oscila cada día sobre él al ritmo de la llamada «prima de riesgo», abriendo un horizonte tras el cual se vislumbra el «rescate» o “salvataje”, que equivale a la entrega y privatización de los bienes públicos y la consiguiente transferencia de riqueza a las grandes fortunas y corporaciones a través de los llamados «fondos buitres», que también suelen ser utilizados por los «inversionistas de fondos tristes» para corromper gobiernos, comprar países o dinamitar los mecanismos de ayuda de la ONU a los países pobres.
Tal como los antiguos reyes victoriosos consideraban los territorios conquistados como propiedad privada, las grandes corporaciones capitalistas también consideran los Estados actuales sometidos al poder económico como feudos propios y los convierten Estados-señoríos de cuyas estructuras político-administrativas se valen para mantener un cierto ordenamiento jurídico que legitime la ocupación y mantenga las marcas que distinguen los territorios entre los distintos grupos económico-financieros que se disputan el control absoluto del poder.
Al igual que se mantiene el Estado como aparato gerencial de los intereses corporativos transnacionales también se mantiene la ficción del sistema democrático como valladar de control ideológico y represión de la ciudadanía, la cual es abocada a elegir periódicamente representantes salidos de las listas de partidos políticos, cuya financiación procede en gran parte de bancos, grandes compañías y grupos que sitúan a sus “caballeros” en puestos clave de la administración pública y que, luego de cumplir con el cometido que se les hubo encomendado, vuelven a la empresa privada como consejeros o asesores. Este orden de cosas explica el porqué los gobernantes y parlamentarios actúan con mentalidad empresarial gobernando y legislando en favor del capital y en contra de los intereses de sus representados. Es así como los ciudadanos pierden sus puestos de trabajo, sus viviendas, su asistencia sanitaria, etc. ante la indiferencia de los gobernantes, que parecen fomentar el divorcio entre las instituciones públicas y la ciudadanía, y la deshumanización de los individuos. En este sentido, la feudalización capitalista no sólo afecta a las estructuras del Estado y a la soberanía de los pueblos, sino a la sociedad misma, cuyo pensamiento crítico ha sido aturdido y desnaturalizado por la propaganda a través de los medios masivos de comunicación y, más recientemente, las redes sociales.
El fundamento de toda democracia reside en considerar al ciudadano como persona acreedora de una serie de derechos fundamentales sin distinción de raza, religión, creencias políticas o sexo, e independientemente de su renta. Por este principio, y sin caer en excesos asistencialistas, todos los ciudadanos son iguales ante la justicia o son acreedores a tener una educación y una sanidad gratuitas, y un trabajo y una vivienda dignos. Sin embargo, la feudalización capitalista, al despojar al ciudadano de estos derechos en favor del rendimiento y el beneficio del capital, lo convierte en un siervo sin derechos destinado a la producción de bienes de consumo. De aquí que algunos voceros del capitalismo más salvaje pongan más énfasis en los parámetros de la macroeconomía que en los de la microeconomía, que atiende a las necesidades básicas de las masas trabajadoras.
Los trabajadores, incluidos los pequeños empresarios, son atomizados en asalariados y autónomos, limitando considerablemente la capacidad sindical de negociación colectiva, y favoreciendo la precariedad laboral y la drástica disminución de salarios, jubilaciones y demás formas de retribución del trabajo, o ahogando progresivamente a los emprendedores autónomos al desviar el flujo de créditos hacia las grandes compañías. Es así como asalariados y pequeños y medianos empresarios o productores, como en la Edad Media los siervos y artesanos, son devueltos a la masa de servidumbre sobre la cual se hace recaer todo el peso de los impuestos y ajustes diseñados por el capitalismo neofeudal tecnocrático. Un capitalismo que, de acuerdo con las doctrinas neoliberal o anarco-capitalistas, necesita de la aniquilación de todo lo construido y conquistado por la sociedad para poder reiniciar un nuevo ciclo de expansión.
Este proceso de feudalización del mundo abre, asimismo, grandes brechas en el espacio público por donde, como en el medioevo con las bandas de ladrones o de mercenarios, se cuelan grupos radicales nacionalistas, terroristas, religiosos o delincuentes que en algunos casos llegan a crear paraestados, cuyo objetivo no es disputar el poder político sino ocupar espacios de actuación dentro del mismo Estado. Tales son los casos de los cárteles de la droga colombianos y mexicanos y del PPC (Primeiro Comando da Capital) organización criminal brasileña fundada, en 1993, por ocho presos del Anexo de la Casa de Custodia de Taubaté, desde la cual el también llamado Partido del Crimen, cuyo lema es «libertad, justicia y paz», ordenó numerosas matanzas, asesinatos y motines carcelarios desde su creación, o la Camorra, en Italiav, y de los grupos terroristas, como Hezbollah en Líbano, al-Qaeda, en Pakistán y Afganistán.
En esta nueva fase expansiva capitalista, basada en la alta tecnología y la deshumanización de las relaciones sociales, la destrucción del Estado burgués y la eliminación de los derechos fundamentales de los ciudadanos se presentan como objetivos principales de la “guerra cultural” declarada por el capitalismo financiero y tecnocrático a fin de que “los mercados” operen en el lato imperio de la fuerza enarbolando la bandera de la libertad de cuño liberalvi. En este supuesto, el Estado democrático es debilitado -no destruido- para facilitar la colonización por los operadores del paraestado, el cual se apropia, entre otras, de las funciones coactivas, coercitivas y de cohesión social del Estado y las aplica en un área territorial determinada. El paraestado es en realidad una burbuja clandestina de impunidad.
El concepto de paraestado no debe confundirse con la doble administración o los territorios liberados por grupos insurgentes, que constituyen etapas en un proceso cuyo fin es la toma del poder político-administrativo. El paraestado no tiene como propósito final sustituir al Estado o hacerse con el poder político sino ocupar espacios sociales, políticos y económicos que éste, por debilidad estructural, no puede controlar.
En el paraestado, los grupos concentrados del capitalismo financiero y las organizaciones criminales optan por colonizar el sistema estatal y actuar para su provecho, unos mediante “operaciones o corridas financieras de mercado”, “compra de deuda” o “blanqueo de capitales”, y otros, desde la clandestinidad con testaferros, lavando dinero procedente del negocio de la droga en “inversiones inmobiliarias”, “pagos de asesorías” o “donaciones a fundaciones, partidos o dirigentes políticos” , entre otras actividades delictivas, como se ha visto recientemente en Argentina, donde han salido a la luz conexiones de algunos dirigentes de partidos políticos con el narcotráfico. En definitiva, unos y otros se valen de Estados institucionalmente débiles y porosos para operar con libertad e impunidad bajo el aparente amparo de la ley, en detrimento del bienestar de los pueblos y sus ciudadanos.
i Diccionario político. Voces y locuciones, Antonio Tello, El Viejo Topo, Barcelona, 2012.
ii El concepto de lebensraum -espacio vital- fue propuesto en 1890 por el alemán Friedrich Razel (1844-1904), y sirvió de fundamento ideológico para el expansionismo alemán que desencadenó las dos guerras mundiales del siglo XX.
iii Max Weber y Hugo Grocio, entre otros.
iv Guerra árabe-israelí librada entre el 6 y el 25 de octubre de 1973.
v Feudalización del capitalismo. De ciudadano a siervo. Antonio Tello, Cuaderno de notas de A.T. https://cuadernodenotasdeat.blogspot.com/2013/01/feudalizacion-del-capitalismo-de.html
vi ¿De qué libertad hablan?, Antonio Tello, UniRío, 2024
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