En torno de La Urna, de Enrique Banchs[i]

Por Pablo Anadón

 

Retrato por Carlos Alonso

I

Cuando Alfredo Bianchi y Roberto Giusti decidieron iniciar en 1907 la aventura juvenil de Nosotros, en el primer número de la revista incluyeron cuatro sonetos de un muchachito que Bianchi había “descubierto” en la redacción del diario La Prensa. Su nombre era Enrique J. Banchs. En esos sonetos, no sólo la métrica era relativamente inusual, sino también su temática y ambientación, presentadas con un realismo moroso que se contraponía a las delicias delicuescentes del modernismo todavía imperante como un patio de conventillo podría contrastar con un jardín de estilo francés en una misma manzana de Buenos Aires. Así comenzaba uno de ellos: “Chorrean las macetas recién regadas / la pared envejecida donde un mocoso / ha escrito un comentario libidinoso / bajo la indiferencia de las miradas…” (advertirá el lector cómo el segundo verso requiere, por motivos silábicos, una pronunciación arrabalera, aunque no lo registre la grafía: “paré”). Banchs no insistirá luego en estos cuadros objetivistas.

La publicación de tales “bocetos” —así se titulaban— y la aparición misma de la revista Nosotros constituyen el primer signo importante del surgimiento de una nueva tendencia y una nueva generación en la poesía argentina de principios del siglo pasado, la promoción “postmodernista”, cuyos poetas mayores probablemente sean Enrique Banchs y Baldomero Fernández Moreno, pero de la cual también formó parte una constelación particularmente luminosa en la poesía hispanoamericana de la época, aunque desde hace décadas su luz se juzgue casi apagada. Fueron algunos de sus nombres: Rafael Alberto Arrieta, Alfonsina Storni, Pedro Miguel Obligado, Ezequiel Martínez Estrada, Héctor Pedro Blomberg, Evaristo Carriego, Arturo Capdevila, Alfredo Bufano, Arturo Marasso, y los más jóvenes —contemporáneos éstos de los vanguardistas, pero cuyo estilo es nítidamente postmodernista— José Pedroni, Luis Franco, Horacio Rega Molina, Conrado Nalé Roxlo, Pedro Mario Delheye, Luis Cané, González Carbalho, Francisco López Merino…

¿Qué trajo el postmodernismo a nuestra poesía? A diferencia de las vanguardias, no hubo en los postmodernistas una voluntad de ruptura con el pasado; su búsqueda de originalidad no estaba reñida con el sentido de continuidad, y aunque se apartaron de muchos tópicos modernistas (a partir de entonces, los cisnes, por ejemplo, se convirtieron en aves en peligro de extinción poética), no renegaron de la lección de sus maestros, que fueron especialmente dos: Darío y Lugones. Éste último constituye claramente un puente entre la estación plena del modernismo y el postmodernismo, e incluso anticipa con Lunario sentimental —como se ha repetido numerosas veces, sobre la estela de la confesión de Borges— el chisporroteo metafórico y transgresor ultraísta. Define al postmodernismo, formalmente, su propósito de acordar los formidables logros técnicos modernistas con una expresión mesurada, de medio tono, coloquial en cierto modo, pero más próxima por lo general a la entonación de quien a solas se habla a sí mismo y escucha resonar las cosas y las voces de los otros que a la manera de los diálogos con el vecino: “No encendamos la lámpara, no turbe / nuestra voz la armonía del silencio / sobre la sombra… Tu cabeza yace, / abandonada y frágil, en mi pecho. / Tu cabellera oscura se deshoja / como una flor abierta entre mis dedos” (Arrieta). Poesía habitualmente intimista, en fin, pero que busca llevar a la intimidad del poema el lenguaje común, la vida común: los poetas incorporan a sus textos datos de su cotidianidad, incluso laboral (Fernández Moreno nos habla de sus alumnos y sus chapas de médico, Pedroni de su oficio de contador en una fábrica…), y ya no es raro ver aparecer en los poemas los nombres de la mujer, los hijos, los amigos y hasta algún perro o gato del poeta. Desde otro punto de vista, podríamos decir que se caracteriza por la voluntad de conciliar esa suerte de ética estética propia de los modernistas, basada predominantemente en el “principio de placer”, con las concretas condiciones de vida de los escritores, donde tal dimensión inconmensurable debe medirse sin embargo con el “principio de realidad” que impuso el orden de la sociedad argentina de inicios del siglo XX, las nuevas multitudes padeciendo “dalmática de plomo la existencia”, según el verso terrible de Banchs.

Para eludir tal peso, los poetas del período en general buscaron crearse espacios donde la vida aún latiera de manera entrañable. Enrique Banchs, quien en un principio intentó abarcar con su paleta precozmente magistral todos los motivos, desde las aguafuertes suburbanas (en las que luego se especializó Carriego) hasta las láminas medievalizantes, desde los modestos interiores burgueses hasta la oda civil del Centenario, pronto tuvo que comprender que ese espacio verdaderamente suyo era en realidad un vacío, la ausencia de una mujer más presente que nadie y que nada en su sueño y en su vigilia. De ese fracaso irremediable hizo el triunfo melancólico y espléndido de los versos que salvan la memoria de su sentimiento —poco nos dejan intuir de quien lo originó— en la perduración de los sonetos de La Urna. Luego, prácticamente calló hasta el fin de sus días.

II

Y finalmente, después de ochenta y nueve años, se ha vuelto a editar el libro tal vez más intenso —como conjunto unitario— de la tradición lírica argentina. Luego de su publicación en 1911 sólo había reaparecido en el tomo de su Obra poética editado por la Academia Argentina de Letras, en 1981. Si tal vez no resulta demasiado difícil comprender por qué La Urna no volvió a ver la luz durante la vida del poeta (hay quien afirma que buena parte de la tirada quedó apilada largos años en un ropero), llama la atención que ninguna de las grandes editoriales argentinas haya tomado a su cargo la reedición luego de su muerte. Como fuere, aquí está ahora, en una excelente edición de Proa, con un bello papel Conqueror de tono mate e ilustrada por Carlos Alonso.

Aunque las consabidas amnesias editoriales (y críticas) argentinas pueden haber forzado a un amplio público de lectores al desconocimiento de la obra, también han favorecido gestos como los de un poeta amigo, quien en su adolescencia, cuando descubría la poesía en los libros de una biblioteca popular de provincia, copió a mano en un cuaderno escolar los cien sonetos de La Urna. Esto nos habla, por cierto, del fervor de aquel adolescente, pero también nos dice algo sobre el carácter de esta poesía: entrañable, confidencial, nos liga a su palabra susurrada con un vínculo casi de secreto, y leerla se vuelve menos un hecho de cultura, que un perdurable acontecimiento de vida. Se diría que quien la ha escrito, con evidente maestría, no ha buscado tanto ser admirado por su logro artístico (como suele advertirse aun en el Lugones más íntimo), cuanto, en todo caso, ser querido en sus versos. En “Simples palabras” de El cascabel del halcón (1909), Banchs lo había dicho: “No trabajes el verso / con amor prolongado. / Sea como paloma / que se va de la mano. // La dulce estrofa siempre / un poco de alma exhale…”. Y luego: “Que no tenga en tu vida / mucha importancia el verso. / Tú que los haces sabes / qué poco vale eso.”

Lo notable del caso es que el joven de veintiún años que decía eso, había publicado ya dos libros, Las barcas (1907) y El libro de los elogios (1908), e incluido el que recoge estas exhalaciones heptasílabas, el mencionado Cascabel del halcón, en total sumaban nada menos que ¡179 poemas! Con esas tres obras, Banchs era considerado casi unánimemente el mayor poeta de la nueva generación. Con todo, la ambigüedad que implica por un lado una vida dedicada a la escritura y por la otra una cierta displicencia a la hora de valorar la importancia de la actividad poética, es propia de Banchs. Leemos, por ejemplo, en unas páginas lúcidas y polémicas que el poeta publicó en la revista Nosotros sobre la cuestión del nacionalismo literario (algunos de sus argumentos —no éstos que transcribimos— anticipan en veinte años aquellos que Borges expondrá en su conocido ensayo “El escritor argentino y la tradición”): “El porvenir y la fama de la patria necesita más a los industriales y a los grandes comerciantes que a los literatos. Su carácter no se lo dará la literatura, sino su potencia de asegurarse una vida independiente por sus propios esfuerzos. Por lo general, el carácter de un individuo o de una nación se mide en cuanto sirve para conquistar y conservar su independencia económica”.

No citamos lo anterior para que el lector se deprima pensando en este país nuestro de los últimos… siglos, sino para adentrarnos en uno de los nudos problemáticos de la obra de Enrique Banchs. Era el mayor de seis hermanos, y siendo un carácter más bien dado a la contemplación, de una fina y reconcentrada sensibilidad, pronto tuvo que insertarse en el mundo del trabajo para ayudar a la economía de la familia. Esto le dio tempranamente, pareciera, una conciencia aguda del significado de la frase bíblica sobre el costo de ganarse el pan, y una valoración de la labor humana y de la voluntad práctica más próxima a un estoicismo ético que a un hedonismo estético. Las angustias de Tonio Kröger no debieron ser ajenas a Banchs. Hay que leer sus páginas de Ciudades argentinas (1910) —uno de los testimonios más vívidos y precisos sobre la situación de las principales ciudades del interior en el año del Centenario, cuando el país parecía tener ojos sólo para la rica de la fiesta, Buenos Aires— para ver el valor y la atención concienzuda que este poeta daba a la variedad de aspectos de la vida práctica. Señalamos esto porque nos parece significativo para aproximarnos a lo que podríamos llamar —como Sanín Cano definió el padecimiento de José Asunción Silva— la “tragedia intelectual” de la vida y la obra de Banchs. Esta tragedia no terminó en suicidio, pero sí en un silencio enigmático, sólo interrumpido esporádicamente por publicaciones sueltas en algunos suplementos literarios y revistas. Tan enigmático resultaba ese silencio en un poeta otrora prolífico, que Baldomero Fernández Moreno le dedicó un soneto en el cual le preguntaba: “¿Por qué no cantas, silencioso Enrique? // ¿Por qué cesó tu juvenil repique, / finísima campana matutina? / ¿Quién te ligó las alas, golondrina? / Di la palabra mágica que explique.” Y terminaba: “¡Sol al soneto y luna a la balada! / ¿Acaso está la patria tan sobrada / de grandes voces para que tú calles?”

No, no estaba la patria tan sobrada, pero “la palabra mágica que explique” ya estaba dicha en La urna. Este libro recoge las cenizas de un amor desgraciado y también los despojos de la ilusión de encarnar la poesía en la existencia. La palabra “ilusión”, como en Leopardi (tan próximo cuanto Petrarca a esta poesía), es fundamental para la concepción banchseana. En una serie de cuatro sonetos que se encuentran casi al comienzo, aparece este término vinculado con el motivo que da título al libro, la urna funeraria. El primer texto invita a la amada a recorrer juntos “el sitio finalmente hospitalario”, lo que Eliot llamó “el otro reino de la muerte”; el segundo soneto describe tal “otro reino” y se cierra con la mención de un canto que suena en una urna; el tercero se abre con ese mismo canto, que es la canción de un grillo. Lo que el grillo canta desde el interior de un cráneo, es la ilusión del muerto, a la cual el tiempo no ha logrado deshacer. Oigamos al grillo: “¡Alegría fugaz de haber vivido, / alegría fugaz, la he recogido / como la abeja de la flor el polen…!” Con ese polen de ensueños de quien ya no existe hace el insecto la miel de su himno musical, y el poeta se dice en el último soneto de la serie que ojalá lo que él amó pueda ser rememorado “en la canción / del Grillo, lira de resurrección”.

Que ese grillo es la poesía, es evidente, lo conmovedor es que aquel muchachito de veinte años no sólo se considerara ya viejo, como repite en distintos poemas, sino que además soñara con la muerte para que allí el amor que le estuvo vedado en la vida pudiera resurgir en la ilusión del canto. Quien ya está muerto para la existencia, se diría, es el poeta, puesto que aquello que le da deseos de vivir no puede hacerse realidad compartida. En la imaginación de ese futuro después de la muerte, Banchs se revela su destino inmediato, la soledad del alma ensimismada que ha quedado atada a lo perdido: “… Nacen mis frases / y se mueren en mí: soy mi ataúd”.

Como buen lector y traductor de Nietzsche (publicó una versión de Ecce homo en sucesivos números de Nosotros), Enrique Banchs no se engañaba, no aceptaba consuelos ante la evidencia de la verdad. Tampoco, lamentablemente, el de la poesía, desde el momento en que ésta se le mostró justamente como consuelo, como engaño: “Mas ya que despedirse es necesario / y puesto que éste es el deber de ahora, / el alma, ¿por qué llora?: / ¿no ve que despedirse es necesario? // Y eso de estar viviendo en puro engaño / no abraza bien con tanta fuerza de alma…”. Era muy claro para el poeta qué implicaba esa despedida: “Porque yo escribo este soneto y siento / que divido mi vida en dos mitades: / una es de nube, se la lleva el viento, / y otra es de tierra, toda realidades. // Yo me pregunto si tendré la fuerza / de olvidar tanto sin que al fin se tuerza / la ilusión que es preciso me mantenga. // Y de veras no sé, no sé qué hacer… / Acaso nada, no sentir, no ver, / y dejarse llevar por lo que venga”.

Lo que habría de venir, por cierto, era el alejamiento de la poesía; también, poco después de publicada La Urna, el matrimonio con la mujer a quien le había escrito: “Y el ser que de amistad tan noble vive / honor de mi labor jamás recibe… / (Tiene mi vida que bien vale un verso)”, los hijos y el trabajo para mantener la familia: “no hubo tal silencio —declaró el poeta—, sino el trabajo de galeote que obliga”. Hace un tiempo, Marta Banchs, la gentilísima hija del poeta, me refirió que su padre jamás les había puesto en las manos un libro suyo ni les había hablado de poesía…

Creo, en fin, que es posible leer en La Urna no sólo el debatirse de una ilusión de amor por seguir existiendo en una circunstancia existencial que la condena, sino también la extinción de una idea de poesía absoluta en medio de condiciones epocales —las mismas en las que aún vivimos— que la han vuelto un devaneo inútil para la sociedad. Seguramente, no es sólo un lamento de amor el que puede haber dictado a Banchs ese magnífico, tristemente emblemático soneto que comienza: “¡Cuánto escribí!… Y sin embargo nada / ha dicho un poco, un poco de mi ser…”, y que termina:

  ¡Oh, noche! apaga como a un cirio mi alma.

  No me dejes pensar, soñar, sentir,

  no me digas que quise.

  ¡Oh, noche! envuelve con tu dulce calma

  tanta inutilidad, tanto vivir

  en vano, y lo que soy y lo que hice…


[i][i] Texto de la clase magistral dada por el poeta Pablo Anadón, en junio de 2020, en el marco del “ciclo 10×10”, organizado por el Área de Literatura y Pensamiento de la Agencia Córdoba Cultura. Río Cuarto.

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