Guardianes del bosque, poética de Luis Franco

Por Martín Ávalos

 

He visto bosques que se acuestan

para ir a sostener trenes.

Víctor Hugo Cúneo[i]

 

     Así, como la cita, he visto guardianes del bosque protegiendo el memorial de Luis Franco en Belén, Catamarca. Así, y entre un bosque resistiendo con sus pocas hojas y avecillas cantando, pude pararme a contemplar tanta vida en aquella esquina del cementerio. Luis Franco, un viaje de ida.

     Parafraseando a Roberto Payró diremos que:

– ¿Qué sabes hacer?

– ¿Yo? Nada.

– ¿Y qué pensar hacer?

– ¿Yo? Todo.

     Cuando de vida y memoria se trata, la energía fluye y deben detenerla (la necrofilia) a tiros, picana, indiferencia, pero nada, ni eso puede contra la semilla, la gota de agua, el aire.

     Cuando No nos une el amor sino el espanto[ii] se corre el riesgo de perder la Luz. Sólo el amor con su ciencia, nos vuelve tan inocentes[iii]. Por eso desde esta llama interna diremos con Cúneo: Nunca te traicionaré, vida[iv].

     La visita al campo santo se hizo con unos compañeros de viaje hoy desencontrados. (El Juicio final nos hallará a todos sin dudas y unidos en un fraternal abrazo). Parados frente a la tumba del Poeta, contemplábamos el silencio y el paisaje cementeril. Salí un momento a buscar el ejemplar del libro[v] que llevaba conmigo y al regresar mantengo con una empleada del lugar sagrado una conversación breve donde me aporta un dato invalorable: la tapa de la tumba se corre.

      Al regresar al centro de reunión, congrego a los compañeros y paso a leer fragmentos del libro a la sombra de un árbol. Luego les pido me acompañen hasta el frente mismo de la tumba y les cuento (siempre en el mismo tono solemne que amerita la ocasión) el diálogo con la empleada del cementerio. Divisamos la tapa de piedra con pequeñas ruedas y procedemos a correrla ya que teníamos la autorización para ello. La fosa de cemento de un metro y pico de profundidad dejaba ver el ataúd de nuestro vate. Un momento sagrado nos invadió: el silencio y el respeto. Un vacío de ceremonia que sería arreglado. Nunca un desconcierto. La seguridad de lo correcto nos acompañaba. A las claras estábamos viviendo algo inolvidable. Una de las cumpas sugirió limpiar de polvo el féretro. Manos a la obra en la búsqueda de una tela y agua. Yo dentro de la fosa latía al ritmo de la vida misma. Estar en el lugar correcto te alinea con la sintonía universal del tiempo cuasi pausado: la perennidad de lo lento. La sutileza del cosmos.

 

     Aparado al lado del sarcófago me incliné para poder traerlo uno centímetros hacia la boca de la superficie y el tiempo empleado era el dulce y calmo del sentir precordillerano. Nada podía desequilibrar lo justo. Sólo le ser humano en su aturdimiento puede destruir el mundo, o una flor. Y así, con unos trozos de prenda y un espero tierno despojamos de polvo la madera y volvimos la liviandad de ese hombre a su posición inicial. Recordé a mi padre cuando le puse en sus manos el paquete que contenía las cenizas de su madre. Llorando exclamó: tan chiquitita ahora.

     Parados en esa esquina del cementerio y en absoluto silencio y honra, comprobé el lugar de privilegio que le dieron en aquel campo santo a nuestro poeta de las palabras y la semillas. Y comprobé también la inmensidad de vida y memoria que tienen esos sitios de reparo.

     De regreso me traía la tela negra con la que intenté dejar más honroso el albergue final de nuestro poeta. Al salir supe que la verdadera vida merece ser vivida.

Nocturno[vi]

Con hambre y sed de soledad,

a estas orillas vino mi corazón nocturno a pastorear sus penas.

Como en el puente de un barco mirando más allá de las olas y la noche.

Junto a mí, con su mano sobre mi hombro,

siempre el recuerdo con sus ojos cansados,

y todas mis lejanías, holladas o vírgenes.

Tú en mí, siempre, como una patria en el pecho de un héroe,

y mis sueños que tienen forma de ala y tienen el color de tus ojos.

Dolorida más que una carne el alma,

y el líquido rumor de la fuente que lava las calladas heridas.

Tu lejanía se aprieta sobre mi ansia y yo arañando en la hondura

quiero desengarzar para mandarte la estrella más latidora.

Viviéndote, maravillosa, en pulso y en respiro,

con la vehemente vigilia de las estrellas hasta el alba velaré tu recuerdo;

De pronto te me apareces…

¿Dónde?
Y cierro bien los ojos porque no te me vayas.

Pero no hay más que tu ausencia, la ausencia que agranda la noche.


[i] Víctor Hugo Cúneo, poeta sanjuanino. Del poema Bosques, del libro Poemas (libro póstumo de 1972 editado por Burnichón). El presente fue extraído de la edición Todas las cosas son una en el fuego, Víctor Hugo Cúneo, Elandamio ediciones, San Juan, 2017.

[ii] Jorge Luis Borges, Buenos Aires, 1963.

[iii] Volver a los 17, Violeta Parra.

[iv] Educación: en su final dicen sus versos:

Es tan hermoso ser.

Aprender de ser.

Morir de ser la verdad,

que nuestro cuerpo huela a amaneceres y crepúsculos.

Nunca te traicionaré, vida.

 

[v] Nuestro Padre el Árbol, de Luis Franco, de la Biblioteca de oro del Estudiante de la colección Anteojito me fue obsequiado por un estudiante allá por el año 2009. Franco Fernández y su hermanito Braian de la escuela Juana Azurduy de barrio Zepa. Esas criaturitas que entre penuria fueron maestros en aquellos tiempos y hoy permanecen luces recordando el sendero. A ellos, a los que están y a los que partieron, estas palabras de agradecimiento.

 

[vi] Luis Franco. Extraído de https://poetasaltuntun.blogspot.com/2011/07/luis-franco.html

 

 

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