Hablar del Martín Fierro y del gaucho i

Por Oscar Tomás Aimar

Conferencia:

Payada:

Borges escribió esto: “Cuando en Europa me preguntan si la literatura argentina existe, contesto que sí, y que consta por lo menos de un libro; el Martín Fierro”. Ya se sabe que los epigramas no tienen la obligación de ser veraces o justos, pero tienen que ser inolvidables.

Vamos a hablar hoy de este libro que de no existir Sarmiento, Guiraldes, Marechal, Borges, Sábato, Saer, Piglia y otros tantos, constituiría por sí solo la literatura argentina.

Hay que reconocer enseguida que el Martín Fierro es un libro que ha padecido lecturas célebres; la de Ricardo Rojas, la de Tiscornia, la de Oyuela, la de Lugones, la de Borges, la de Martínez Estrada, la de David Viñas…

Antecedentes, barreras, obstrucciones que impiden leer el texto con inocencia, que obligan a hacer una lectura condicionada por los pareceres de antecesores tan ilustres, porque las ideas que el texto puede provocar están condenadas a colisionar, redundar, superponer con las ideas de aquellos otros, a quienes no se puede ignorar, ni simular ignorancia. Esta lectura es también, entonces, y dentro de lo posible, de lo posible para mí, lectura de lecturas del Martín Fierro.

Entre los libros que nuestro poema inspiró ocupa un lugar principalísimo, siquiera por su extensión, el de Ezequiel Martínez Estrada, “Muerte y transfiguración de Martín Fierro”. Para comentar un libro bastante breve, Martínez Estrada escribió dos tomos de quinientas páginas; el texto es exhaustivo, detectivesco, aniquilador, paralizante. Borges recomienda su lectura, pero no predica con el ejemplo; nadie lo ha leído todo.

A mí, la frecuentación salteada pero insistente de sus páginas me reservó un obsequio inesperado, que voy a usar como venganza contra una obra tan implacable. En el canto I de la Vuelta están estos versos: “Canta el pueblero…y es pueta; / canta el gaucho y…¡ay Jesús!/ lo miran como avestruz, / su inorancia los asombra…”

Martínez Estrada entiende mal el verso “lo miran como avestruz”. Cree que significa que lo miran como mirarían a un avestruz. Más bien significa que lo miran como un avestruz los miraría, o nos miraría, en referencia a los ojos redondos, asombrados del animal. La construcción del verso no aclara nada, pero la otra idea implica un anacronismo; es seguro que, a mediados del siglo XIX en la pampa, nadie miraba a un avestruz con tanto asombro. En una especie de justicia poética, la misma estrofa en que Hernández cuestiona la cultura del pueblero, puso en evidencia los límites de esa cultura, en la lectura de EME. Esta pequeña certidumbre me da la esperanza de que acaso también en aspectos más importantes cualquier mirada, incluso nuestro mínimo aporte, puede encontrar razones que otros no hayan visto. Que así sea.

La gauchesca

No se puede hablar del Martín Fierro sin por lo menos mencionar su relación con un sistema de textos producidos en el siglo XIX, que se ha llamado poesía gauchesca. Ocurrió que las guerras y las estancias pusieron en contacto al gaucho con hombres ilustrados de la ciudad, lectores de literatura de calidad, algunos de ellos con inquietudes de autor. En ese trato, éstos aprendieron el lenguaje y las costumbres del gaucho, y dieron en pensar que eso podía ser materia poética. Primero Bartolomé Hidalgo con sus Diálogos Patrióticos, después Hilario Ascasubi, autor de Santos Vega, luego Estanislao del Campo con Fausto y después el uruguayo Antonio Lusich, canonizaron el género.

Lugones, Borges, Rojas, aceptan esta genealogía; Hidalgo, Ascasubi, del Campo, Lussich, y después Hernández. Señores que, según la broma tardía de Groussac, “se estiraban el poncho para que no se las viera la levita”. Estos poetas, como en un truco de ventrílocuo, se pusieron al gaucho en las rodillas y lo hicieron hablar. Y es de hacer notar que, aun cuando expusieran reivindicaciones justas en su nombre, en todo caso estaba detrás la voz del patrón, y hasta esas reivindicaciones fueron funcionales a sus intereses.

La leva forzosa, por ejemplo, era una calamidad para el gaucho, pero también una molestia para el estanciero, porque le restaba mano de obra. Dice Mac Cann: “Y el dueño del más próspero establecimiento puede ver de un momento a otro paralizados sus trabajos por la llegada de un comandante exigiendo hombres y caballos”.

Si además, como testimonia el poema, el sistema era defensivamente ineficaz, era inevitable que la crítica de las levas fuera un tema común para el gaucho y su patrón. Es cierto que en Martín Fierro, la relación del autor con sus personajes cambia radicalmente respecto de sus antecesores. Hasta Hernández, el tratamiento del gaucho era humorístico, o irónico, o por lo menos festivo. “El gaucho era un gag”, según David Viñas. Hernández acortó distancias y se tomó en serio al paisano; a cambio de un mayor costo afectivo, se involucró en los padecimientos de su héroe.

También ocurre que el carácter de ese cambio violenta un poco la convención de la narración versificada. La convención de hablar en verso se lleva mejor con la broma general que anima, por ejemplo, al Fausto, que con el asunto serio que es el Martín Fierro. En alguien que está narrando desgracias, la actividad casi infantil de contar sílabas y seleccionar rimas, parece una ocupación subalterna.

Si se considera que la gauchesca en general fue una reacción de rechazo contra la poesía culta, contra el Salón Literario, en general contra la cultura urbana, el Martín Fierro fue una reacción dentro de esa reacción. Rebelión duplicada, que fue también contra los cánones que sus compañeros de ruta ya habían establecido; lo explicitan algunas frases del prólogo, y algunos versos del poema. “Yo he visto muchos cantores / con famas bien otenidas/ y que después de alquiridas/ no las saben sustentar; / parece que sin largar/ se cansaran en partidas.”

Prontamente, en la cuarta estrofa del poema, Hernández se pronuncia contras sus precursores. Los incrimina de cantar sin sustento, y todo el resto del canto I lo dedica a exponer jactanciosamente el sustento de su propio cantar. En la Vuelta también dice; “Yo he conocido cantores/ que era un gusto el escuchar, / más cantan sin opinar/ y se divierten cantando; / yo solo canto opinando, / que es mi modo de cantar.” De paso nos está diciendo: “No soy inocente; conozco a esos cantores y conozco el canon del género, pero a mí no me conforma ese tratamiento gracioso. Yo voy a hablar en serio.” Porque Hernández fue también el primero que hizo política en serio con la gauchesca.

El autor

Ya que el Martín Fierro es una obra tan atravesada por lo político, es imprescindible decir algo de su autor, que fue un hombre político. José Rafael Hernández Pueyrredón fue periodista, soldado, poeta, y estas facetas las puso siempre al servicio de la política. De linaje rosista por el padre, y unitario por el lado materno, el mismo fue un federal no rosista. Se ha repetido mucho que fue rosista. Tal vez porque, veinte años después de Caseros, los versos idílicos del canto II de la Primera Parte (“Yo he conocido esta tierra, en que el paisano vivía …) parecerían aludir a ese pasado histórico, devenido paraíso perdido.

Ezequiel Martínez Estrada entiende que se trata más bien de una alusión mítica a un paraíso perdido en la historia personal del personaje; una idealización del pasado, que ya sabemos que siempre fue mejor. También pudo haber contribuido a su asimilación al rosismo el hecho de que los dos cultos, el de Rosas y el de su libro, perduraron en convivencia durante muchos años entre la población de la campaña.

Borges, siempre insidioso, dice que suponerlo rosista es “una difamación”. Lo cierto es que abundan, en la obra periodística de Hernández, los escritos en contra de Rosas. También su personaje se manifiesta al respecto. En el canto III de la Ida, hay un verso que dice: “Y aunque usted no hiciera nada, lo mesmito que en Palermo, le daban cada cepiadaii, que lo dejaban enfermo “. Es una referencia al palacio de Palermo, donde Rosas tenía su corte; Fierro no es, entonces, más rosista que su autor. Federal urquicistaiii, eso sí fue Hernández. Peleó por el entrerriano en Cepeda y en Pavón; después se distanció, cuando Urquiza pactó con Mitre, o cuando así lo entendieron él y sus amigos. En 1863, predijo en un diario, en una predicción que también participaba de la apología y la celebración, la muerte de Urquiza. “Allí, en San José, en medio de los halagos de su familia, su sangre ha de enrojecer los salones…” Dicho y hecho; siete años después, López Jordán cumplió esa profecía y Hernández se fue a luchar contra él, en la breve campaña que terminó en derrota.

Antes, en l869, Hernández había fundado un diario, El Río de la Plata; uno de los primeros puntos de su programa político era la abolición del contingente de fronteras. Idea política puntual, pobre en sí misma como toda idea política, que luego se sublimó en el poema. Lo que pudo haberse liquidado en un panfleto, se transformó en una gran obra literaria.

¿Pero por qué este hombre de origen patricio, se aboca a cantar la vida del gaucho, las miserias de los que no tenían representación ni siquiera por los que decían representarlos? Martínez Estrada dice que la actitud de Hernández hacia el gaucho fue siempre la de un señor compasivo hacia súbditos infelices. “Escribe el Martín Fierro, dice, para librar uno de sus combates políticos, hasta que su personaje lo toma por la espalda y lo obliga a ir más allá en la empresa de su reivindicación.” Según esta visión, el origen estaría en el conflicto de linajes que padeció Hernández desde chico. Los Hernández eran rosistas y los Pueyrredón unitarios, y José sintetizó ese conflicto abrazando el federalismo de Urquiza, y después el de López Jordán.

El Martín Fierro como desafío a sus opositores políticos lo sería también a su familia y a su casta. Actitud que se corresponde vitalmente con decisiones sucesivas que parecen indicar una voluntad de derrota, una huida del sistema de privilegios a que su nacimiento le daba lugar. Tal vez en el mismo sentido, nunca usó su apellido Pueyrredón, aunque en alguna correspondencia personal dejó claro que no era indiferente a su prestigio patricio. Para David Viñas, se trata de una “ rebelión parcial” dentro de una “ideología general” de clase, que es la que a la larga prevalece. También dice Viñas, admirablemente: “La Ida es la epopeya del trabajo forzado, y la Vuelta la didáctica del trabajo honrado.” De acuerdo; esa didáctica se confirma y se continúa por fuera del poema, en el último libro que Hernández escribió: “Instrucción del Estanciero”.

En resumen, Hernández fue un señor patricio, con intereses e ideas afines a los de su clase, la oligarquía terrateniente, que conoció al gaucho, lo compadeció, encontró en el tema de las levas forzosas una causa común con él, y por suerte para él y para nosotros, la combatió con un texto que se fue de madre, y se convirtió en uno de los grandes libros de nuestra literatura. Murió el 21 de octubre de l886, y al día siguiente los diarios titulaban: “Murió el senador Martín Fierro”.

Formas

El poema está escrito íntegramente, con algunas muy raras excepciones, en versos de ocho sílabas, la forma musical más fácil de percibir. La forma estrófica que predomina es lo que EME llama sexteta, es decir una sextina imperfecta, con su primer verso libre, sin rimar, que parece ser creación original del autor. La forma arquetípica, la forma a la que la estrofa aspira, y no siempre consigue es: “Vengan santos milagrosos, / vengan todos en mi ayuda,/ que la lengua se me añuda/ y se me turba la vista;/ pido a mi Dios que me asista/ en una ocasión tan ruda.” No siempre consigue esto; muchas veces abandona este esquema, para ordenar las rimas de manera distinta. Pero también hay cantos íntegros en cuartetas como el VII de la Ida, el del homicidio del moreno, y los dos últimos cantos de la historia de Picardía, en la Vuelta, Y algunos otros, siempre en función de enlace, ya sea en la voz de Fierro o del Narrador, con forma de romance.

Considerando que Hernández era un poeta debutante, sin ejercicios anteriores, el poema defiende su forma bastante bien. Sus mayores problemas están en la rima, que con frecuencia desciende de consonante aproximada, intencional, a asonante involuntaria. Los críticos que examinaron el manuscrito determinaron que el poema no fue escrito consecutivamente, en el orden en que lo leemos, sino que fue compuesto por partes, ensambladas posteriormente. EME sostiene que lo primero que Hernández escribió fueron algunos cantos de Picardía, y el canto VIII de la Ida. Este último canto, tal vez formalmente el más flojo de todos, es muy interesante porque pone en evidencia los balbuceos del poeta, las tentativas en la búsqueda de una forma que todavía no maneja, ni siquiera conoce. El canto empieza con tres cuartetas dobles, pero la cuarta estrofa ya prefigura la forma que el poeta estaba buscando. Es evidentemente el momento en que el oído de Hernández empezaba a percibir la forma que después dominaría a la perfección. Pero una vez que hubo encontrado la música definitiva, el autor no volvió sobre sus versos ya escritos para normalizarlos, por eso algunos cantos dejan en evidencia un proceso evolutivo de interés, podríamos decir, arqueológico, como esos yacimientos naturales que exponen fósiles a la vista del investigador.

En cambio, el segmento de mayor esplendor formal del poema está a mi juicio en los consejos del viejo Vizcacha. Allí la forma está bien madura; los dos primeros versos presentan un asunto, el tercero y el cuarto hacen de tránsito y los dos últimos rematan el tema, casi siempre en modo de refrán. Esos refranes que están en la memoria popular: “El diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo.” “Pues siempre es bueno tener, palenque ande ir a rascarse.” “Hacé como las hormigas, no van a un noque iv vacío.” “Al que nace barrigón, es al ñudo que lo fajen.”

Versos perfectos que obligan a su enunciación verbal, y cuya fluidez facilita su permanencia íntegra en la memoria del hijo Menor, y en nuestra memoria colectiva. Porque tengo una esperanza; que esa persistencia se deba, más que a la ética canalla de esos versos, a su calidad formal.

Las dos partes

En la Ida, Fierro es reclutado en una pulpería, padece varios años la frontera, se hace desertor, después mata a dos hombres, y ya prófugo y matrero pelea a la partida junto a Cruz, y se pierde con él en el desierto. En la Vuelta nos cuenta su exilio entre los indios, se encuentra con sus hijos y el hijo de Cruz, los oye, mantiene la payada con el moreno, deja sus consejos de padre y se dispersa, ya sin nombre, ya nadie y cualquiera, para no volver.

La primera parte fue publicada en 1872.Cuando, siete años después, se publicó la Vuelta, se habían vendido 48.000 ejemplares de la Ida, cifra enorme para la época. La Ida salió durante la presidencia de Sarmiento; en 1879 el presidente era Avellaneda, Mitre y Sarmiento estaban ahora lejos del poder, Roca había corrido a los indios hacia el sur, a los sobrevivientes, Hernández ya no estaba en la oposición y quejarse tanto ya no era de buen tono. Quizás a eso se deba el cambio de talante del héroe entre una y otra parte. Las quejas de la primera parte son todavía las de un hombre no resignado, rebelde, dispuesto a pelear. Las lamentaciones de la vuelta parecen las de un hombre vencido, que vuelve a ver, tímidamente, si podrá trabajar y vivir en el mundo que había abandonado. EME prefiere pensar que eso se debe a causas psicológicas, propias de la curva vital del autor, podríamos decir, más que a razones esquemáticamente políticas. Ya citamos a David Viñas: “La Ida es la epopeya del trabajo forzado, y la Vuelta la didáctica del trabajo honrado.” Los consejos a los hijos le dan la razón, Fierro suscribe ahí un discurso muy prudente y conformista. Y escribe versos casi entreguistas: “Debe trabajar el hombre, para ganarse su pan…”. “Obedezca el que obedece, y será bueno el que manda.” Y “Mejor que aprender mucho , es aprender cosas buenas…” ¿Buenas para quién? ¿Para el patrón, ese que será bueno si obedecemos…?

Si la primera parte es un doble exilio, el del héroe entre los indios y el del autor de los intereses, los valores y el lenguaje de su clase, la segunda parte es la vuelta de esos dos exilios. Definitivamente, el personaje y su autor estaban de vuelta de un viaje que los había llevado muy lejos. Hasta las tolderías, y hasta los límites del cuestionamiento a sus intereses de clase.

Particularidades de la estructura

Tanto en la primera parte como en la Vuelta, la estructura general que el poema propone es la misma: Fierro canta sus versos ante un público cierto y determinado; los dos introitos se refieren a la existencia de ese auditorio, pero la semejanza entre una y otra parte se desvanece pronto. En la Vuelta, todo el desarrollo respeta mucho más esa convención inicial. Canta desde el principio para “gente tan bizarra”, se refiere a los oyentes, los amenaza con callar si no le prestan atención, les manda que lo escuchen. Es decir, instala enérgicamente un espacio escénico y un auditorio, y lo mantiene hasta el final.

Cuando canta o cuando escucha, siempre están ahí sus hijos y Picardía, y el moreno de la payada. Y sigue estando el público, representado por el buey corneta que se inmiscuye desde la puerta en el canto del menor, y por los que al fin se ponen de por medio para evitar la pelea con el moreno. Después los cuatro se retiran paso a paso, como quien miedo no lleva, dice Hernández, pero mientras tanto el auditorio siempre estuvo ahí, real, consistente, durante toda la relación, que empieza y se cierra ante él.

En cambio, en la primera parte esa idea del introito es pronto olvidada. Ocurre que, apenas superada la fase evocativa, en que los versos refieren lo vago, lo general, lo elegíaco, después de los dos primeros cantos el poema aborda lo narrativo, y los versos, a pesar del tiempo verbal, se vuelven contemporáneos de la acción. Entonces, sin desmedro de algunas señales esporádicas, como la del comienzo del canto sexto (“vamos dentrando recién / a la parte más sentida” ) la sensación y la certidumbre de que el cantor está ante un público que lo escucha se va retirando de la conciencia del lector, y nunca se recupera. Y cuando Cruz deja de ser un personaje del cantor, y se hace cargo del canto, toda esa convención anterior se derrumba. Esa desaparición del auditorio y del espacio escénico durante la ida es la mayor incongruencia del poema, y nos lleva al

Problema de la guitarra rota

El poema padece, en sus dos partes, las intromisiones de un narrador bastante descortés, que de pronto desplaza, sin mayores miramientos a la primera persona que usa el cantor. Al final de la primera parte es cuando hace su entrada inaugural, diciendo: “En este punto el cantor/ buscó un porrón pa¡ consuelo,/ echó un trago como un cielo / dando fin a su argumento,/ y de un golpe al instrumento/ lo hizo astillas contra el suelo.” Después, el narrador cita al cantor entre comillas : “Ruempo, dijo, la guitarra…” ¿Pero qué guitarra es la que rompe aquí el cantor? No por cierto la vigüela del comienzo, que se fue esfumando, junto con el cantor y su público, a medida que transcurrían los cantos. Entonces, ¿cómo se justifica la guitarra a que se refieren aquí Fierro y el narrador?

Consideremos que apenas terminada la pelea con la partida, en alianza con Cruz, Fierro dice: “Dejamos amontonaos/ a los pobres que murieron. / No sé si los recogieron/ porque nos fuimos a un rancho, / o si tal vez los caranchos / ahí nomás se los comieron.”

El verso “porque nos fuimos a un rancho” es extraño. Aumenta la extrañeza su absoluta pobreza estética. Con solo poner al final ese verso la estrofa mejoraba mucho, pero es mejor que sea así, que el verso en cuestión esté ahí donde está, llamativo en su fealdad, colgado equívocamente en un sitio inapropiado. Así su absoluta adversidad estética pone en claro su necesidad, que creo saber cuál es. Hernández quiere que sepamos, mejor dicho, no quiere que podamos decirle que no nos avisó, y es lo único que ahí le importa, que los personajes se fueron a un rancho. Porque solo de ese rancho impreciso pudieron salir el porrón de ginebra que se van tomando, y la guitarra que Fierro va a romper después de que Cruz y él mismo canten, antes de salir al desierto. Hernández entendió que la guitarra que iba a romper el cantor el ya no podía ser la desvanecida vigüela del comienzo, pero tampoco una guitarra simbólica. Entendió que, en el espíritu del poema, tenía que ser una guitarra real y con la mención del rancho se preparó, sino una solución para el problema, al menos una coartada.

Lo sexual en el texto

Dice La Vuelta que durante varios días con sus noches Fierro y la cautiva rescatada erraron por el desierto hasta llegar a tierra de cristianos. “Un problema ha inquietado curiosamente a los críticos”, dice típicamente Borges. El problema es este: ¿propiciaron las noches del desierto una relación amorosa entre ellos? Lugones lo niega terminantemente; no aceptaría esa conducta en su paladín heroico. Ricardo Rojas sería más tolerante: piensa que quizás ocurrió algo, pero Fierro lo disimula por discreción. Ezequiel Martínez Estrada celebra varias veces lo que considera el “decoro”, la salud moral del texto, manifestado en su elusión extrema de toda referencia al tema sexual. En el canto tercero de la ida, el cantor nos cuenta la leva forzosa que lo secuestró un domingo de la pulpería: “Ni los mirones salvaron/ de esa arreada de mi flor;/ fue acoyarao el cantor / con el gringo de la mona: / a uno solo, por favor/ logró salvar la patrona.”

En los dos últimos versos citados, Hernández introduce dos personajes de los que no se va a volver a hablar; la patrona de la pulpería, y el hombre al que ella consigue salvar. Pero Hernández deja también una sugerencia, que ahora me parece más bien una evidencia. Si el poeta dice la patrona, es porque no hay un patrón. La mujer está sola, entonces, y es probable que entre ella y el hombre que consigue salvar haya habido comercio sexual. El poeta no lo dice, desde luego: su discreción criolla apenas le permite referirse veladamente al asunto y dejarlo ahí, ignorado y prometedor. Es más; si lo dice siquiera de esa manera velada, debe ser porque el asunto los molestó mucho, a él y a sus compañeros de desgracia. La patrona debió ser opulenta, madura y mandona. A él, no cuesta nada imaginarlo un mozo de buena planta, medio guitarrero y jugador de taba, como jinete escarceador y vistoso más que eficaz. Esas virtudes decorativas le habrán facilitado el rol que en la paz debió haber sido un galardón ante los otros. Pero cuando llegó la leva, el mozo no estuvo a la altura, y se dejó salvar por la mujer. “Por favor“, acota Hernández, y esa expresión suplicante es suficiente comentario sobre la opinión que el hecho habrá merecido a los otros, los que no fueron salvados. Otra cosa; si la patrona no era muy fea, es probable que algún sargento o teniente se haya cobrado después el favor en la misma moneda. Lo que es seguro que la columna de penitentes arreados por la policía se habrá animado durante algunos días con las habladurías sobre el mozo maula que había corrido a esconderse bajo unas polleras. Por otra parte, en la Ida, Canto XI, Cruz pronuncia en seis versos el manifiesto de su misoginia: “Las mujeres dende entonces, conocí a todas en una. Ya no he de probar fortuna con carta tan conocida; mujer y perra parida, no se me acerca ninguna.”

En el canto sucesivo, le dice en cambio a Martín Fierro: “Ya conoce pues quien soy/ tenga confianza conmigo; / Cruz le dio mano de amigo / y no lo ha de abandonar. / Juntos podemos buscar/ pa’ los dos un mesmo abrigo. “ Y hace proyectos: Y refuerza la invitación haciéndole notar al otro su valía: “Y cuando sin trapo alguno/ nos haiga el tiempo dejao/…../ hago un poncho, si lo sobo/ mejor que poncho engomao.” Fierro , ya sin necesidad, pero como quién responde a un cortejo, contesta en tono parecido: “A que andar pasando sustos/ alcemos el poncho y vamos .” “No hemos de perder el rumbo/ los dos somos buena yunta.” Y remata: “Fabricaremos un toldo / como lo hacen tantos otros,/ con unos cueros de potro,/ que sea sala y sea cocina./ ¡Tal vez no falte una china/ que se apiade de nosotros!”

La mención por los pelos de la china, con su distraída sugerencia de menage a trois, pone en evidencia que la relación paritaria es la de los dos hombres. Relación de amistad, si, pero más confiable que el amor de la mujer.

Después también hay, en el canto III de la Vuelta, versos que deploran el tiempo en que los indios los mantuvieron separados: “No pude tener con Cruz/ ninguna conversación……Como dos años lo menos, / duró esta separación.”. “Relatar nuestras penurias/ fuera alargar el asunto./ Les diré sobre este punto / que a los dos años recién,/ nos hizo el cacique el bien / de dejarnos vivir juntos.”

Más adelante, cuando Cruz muere víctima de la peste, son también llamativas las muestras de dolor de Fierro. El hombre dignísimo que al encontrarse después de años con sus hijos pudo decir: “La función de los abrazos, / de los llantos y los besos/ se deja pa’ las mujeres…el hombre / en público canta y baila, / abraza y llora en secreto.” ahora le dice a todo su auditorio: “Tuve un terrible desmayo./ Caí como herido del rayo / cuando lo vi muerto a Cruz.” Y además: “En mi triste desventura/ no encontraba otro consuelo, / que ir a tirarme en el suelo / al lao de su sepoltura…” “Y humedeció aquel terreno / el llanto que redamé.”

También a EME le extrañan estos excesos; intenta justificarlos, se apoya en la excepcionalidad de las circunstancias, se defiende por la nostalgia que Fierro declara por su mujer y sus hijos, y termina rechazando “otra interpretación que la ingenua que surge de la lectura sin malicia del texto literal”. Más que las eventuales lecturas maliciosas, es interesante destacar la absoluta inocencia con que están escritos estos versos. Porque aquí ya no alcanza con la celebrada discreción; estos versos hacen pensar que lo de Hernández respecto al sexo no es ya discreción, sino más bien una omisión absoluta, muy interiorizada, del tema, por lo menos en relación con el texto. Si el asunto del sexo hubiera estado presente, siquiera como sustrato, Hernández no habría escrito versos tan equívocos.

Pero también puede pensárselo así: los personajes Fierro y Cruz, muy violentados por la decisión del autor de hacerlos ir al desierto, abandonados por éste, contando solamente el uno con el otro incurren, como rebelión contra Hernández, y sin la aprobación de éste, en conductas que no estaban previstas. Me gusta esta hipótesis, porque postula lo que ya sabemos; en un texto largo y con carácter, el autor no siempre está al mando y a veces, mágicamente, son los personajes o el texto mismo quienes imponen su voluntad.

El enigma de los Longinos

La vuelta de Martín Fierro, canto XVII; Picardía, refiriéndose a los milicos licenciados, dice: “Y esos pobres infelices/ al volver a su destino, / salen como unos Longinos/ sin tener con qué cubrirse.”

Longino es el centurión que hirió con su lanza a Cristo en la cruz, y en los grabados religiosos suele aparecer casi desnudo, por lo que el sentido es claro. Pero sorprende ahí ese culteranismo en boca de un gauchito sin educación, y ante un auditorio iletrado. Después, el lector recuerda que en el canto XXI Picardía nos había contado que de muy jovencito había estado viviendo en Santa Fe con unas tías “que eran muy buenas señoras,/ pero las más rezadoras / que he visto en toda mi vida.” Noche a noche, nos dice, rezaban el rosario con otras mujeres de la vecindad y el mocito estaba obligado a participar. En ese tráfico el chico se habría familiarizado con el Artículo de la Fe, con San Camilo, con San Ramón Nonato, con la extirpación de las herejías, y también con el Longinos que usó en ese verso, bastante más adelante.

La cuestión parece explicada pero no lo está, porque dice Martínez Estrada que los cantos XXVII y XXVIII de la Vuelta son lo primero que Hernández escribió; los habría escrito alrededor del 69, cuando el poema era apenas un proyecto confuso para el autor. Los cantos anteriores en el texto, el XXI entre ellos, fueron escritos en cambio cuando Hernández estaba preparando la Vuelta, diez años más tarde. Es decir que el verso de Longinos habría sido compuesto al principio del trabajo, y los que refieren a las tías rezadoras, que son su justificación, diez años después. La datación de los versos que hace Martínez Estrada no puede ponerse en duda. La fundamentan algún hecho histórico mencionado en el texto, y sobre todo la precariedad estética de los cantos XXVII y XXVIII, comparados con las destrezas que ya exhiben los cantos anteriores en el texto, pero posteriores en el tiempo de su creación.

¿Hay que creer entonces que Hernández inventó a las tías rezadoras para salvar un solo verso escrito diez años antes? En una obra escrita sin un plan previo ¿se puede pensar que en cambio tenía claros desde el principio los accidentes biográficos de Picardía? ¿O habrá agregado el verso de Longino a sus vecinos prototípicos cuando se le ocurrió años después el episodio de las tías beatas?

Ninguna hipótesis me convence más que las otras, y sé que acá correspondería decir, a la manera borgiana, “Tengo para mí que…”, y exponer una hipótesis distinta, sorprendente, en lo posible mágica o filosófica. A falta de ese recurso, voy a proponer para el enigma un final fantástico.

Estoy muerto, y en el más allá me cruzo con Hernández. Sé que es él, sin pruebas y sin dudas, como se saben las cosas en los sueños y en el cielo.

Sé que es él, y le expongo el problema de Longino. Hernández me oye con atención, después piensa un momento y me dice: “Disculpe, pero no recuerdo haber leído ese poema.”

De ternuras y malicias

Dice EME, aprobatorio, que el poema carece de ternuras y de malicias. Es cierto que predominan en él los versos sinceros; sinceramente arrogantes, sinceramente despectivos, sinceramente quejosos, sinceramente explicativos.

Pero yo creo haber leído algunos versos tiernos, y algunos maliciosos. Está el verso, en el canto VI de la Vuelta, al que se refieren todos los comentaristas:

“Había un gringuito cautivo/ que siempre hablaba del barco. / Y lo augaron en un charco,/ por causante de la peste./ Tenía los ojos celestes / como potrillito zarco .”

La estrofa es crudelísima, pero está toda atravesada por una ternura tan vívida que cuesta imaginarlo un episodio inventado. Paradojas; perdido en la pampa el chico recuerda el barco, habiendo cruzado elAatlántico, muere ahogado en un charco. “Por causante de la peste”, dice lacónico Hernández como si lo creyera, y después, delicadísimo, se retira y cierra el verso con un recuerdo objetivo que es también una ofrenda y un epitafio: “Tenía los ojos celestes, como potrillito zarco.”

En el canto XIX de la Vuelta, el Menor cuenta el episodio de la viuda. El muchacho se enamora de una viuda que lo desdeña, y recurre a un curandero. Obviamente, le han hecho gualichov, pero las técnicas del brujo fracasan una tras otra.

El que sí consigue hacerle olvidar a la viuda es el cura: “El cura me echó un sermón/ para curarme sin duda/ diciendo que aquella viuda/ era hija de confesión…” Después, el cura le dice: “Es necesario que vos/ no la vuelvas a buscar, / porque si llega a faltar, / se condenarán los dos.” Ese “sin duda” textualmente tan serio es el tolendo ponens de la retórica; lo único que introduce es precisamente lo que dice aventar, la duda. “Le vi los pies a la sota/ y me le alejé a la viuda, / más curao que con la ruda,/ con los grillos y las motas…” Estos versos son inmejorables. La métrica sugiere el remilgo de decir pies, pero verle las patas a la sota es adivinar la intención del otro; en el sonsonete de los dos versos finales, el muchacho reconoce su impotencia, pero demuestra que conoce el juego, y eso lo salva. El interés personal, es decir sexual, del cura en mantener al mozo alejado de esa mujer es expuesto sutilmente, a pura malicia.

Los indios y otros desprecios

El Martín Fierro es un texto que no se priva de exponer sus desprecios; ningún prurito de corrección política lo contiene.El desprecio a la mujer por boca de Cruz. Por la de Fierro, al pulpero, al pueblero, al policía, al gringo y, de manera especialmente detallada, al indio.

En la primera parte el indio es ya el enemigo, pero Fierro todavía tiene cierto respeto por su bravura, una admiración casi deportiva por sus aptitudes de guerrero: “Que flete traiban los bárbaros/ como una luz de ligeros…” “Es de admirar la destreza / con que la lanza maneja…”

En sus testimonios de la Vuelta, de eso no queda nada. Hasta algunos conceptos se invierten perfectamente, evidenciando la evolución del estereotipo. En la Ida dijo, como elogio: “El indio es como una hormiga/ que día y noche está dispierto.” En la Vuelta dirá: “Pero el indio es dormilón / y tiene el sueño profundo…y ronca a pata tendida / aunque se de güelta el mundo.”

A la Ida, Fierro decía: “Allá no hay que trabajar, / vive uno como un señor…” Y en la Vuelta: “No sabe aquel indio bruto/ que la tierra no da fruto/ si no la riega el sudor.” El salvaje de la Vuelta es para Fierro y Hernández un ser de puras esencias, absolutamente inmutable. Ni la historia, ni la cultura, ni la política podrían afectarlo, porque es pura biología, o más aún geología que biología. “Y que se puede esperar/ de aquellos pechos de bronce…” “Ha nacido indio ladrón/ y como indio ladrón muere…” Y una estrofa genial, que tiene más potencia adversativa que todas las crueldades contadas en detalle: “El indio nunca ser ríe, / y el pretenderlo es en vano; / ni cuando festeja ufano / el triunfo en sus correrías./ La risa en sus alegrías / le pertenece al cristiano.” Y aquí cristiano, desde luego, significa humano.

Dice EME: “Tenía contra las tribus aversión de estanciero, o de hijo de estanciero, y su osadía al enviar a Fierro y Cruz al infierno del desierto fue un exabrupto político del que se muestra arrepentido en la Vuelta.” Hay circunstancias en el texto que aprueban este dictamen: “Aquel desierto se agita/ cuando la invasión regresa…” “Vuelven las chinas cargadas/ con las prendas en montón; aflije esa destrucción…”

Fierro, ya entre los indios, no puede sin embargo ponerse de ese otro lado; sigue viendo el problema con ojos de hombre blanco, y no se despega de los intereses de su creador. Es cierto que todo esto no puede pensarse con criterios de hoy, y la aversión de Hernández por los indios responde a los paradigmas de la época. Lucio Mansilla, a pesar de ser un cajetilla vi que le tenía miedo a los perros y leía a Shakespeare en inglés, hizo en su Excursión vii una pintura del indio excepcionalmente indulgente y comprensiva.

Valoraciones

Puede pensarse que en lo que antecede prevalecen los reproches y las impugnaciones. De ser así, eso puede atribuirse a cierto espíritu polémico del autor, y a la convicción de que los cuestionamientos son más fructíferos y tal vez más generosos que una distraída aprobación. De ser así, eso no significa un desmedro de los valores del poema; por el contrario, podría decirse que los defectos del personaje (su racismo, sus violencias, su soberbia, sus incoherencias) son las virtudes del poema. Esos rasgos afloran porque el autor nunca se pone por encima, nunca se constituye en juez de su personaje. Lo anima con sus propios valores y sus propias convicciones, y después lo deja vivir. Eso le da su potencia, su sinceridad, su gran verosimilitud al libro más leído, más memorizado, más citado, más interpretado, más tergiversado de nuestra literatura. El libro que, de no haber otros, constituiría por si solo esa literatura.


i Conferencia dictada por Oscar Tomás Aimar, en Vicuña Mackenna (Cba.), en mayo de 2015, dentro del ciclo 10×10, organizado por el Área de Literatura y Pensamiento de la Agencia Córdoba Cultura, Delegación Río Cuarto.

https://youtu.be/U2ro4osVGLM?si=yWbNicBtY4hTZHk9

ii Cepo. Instrumento de tortura, consistente en dos maderos gruesos, que, superpuestos, forman en medio agujeros donde se ajustan la garganta o las piernas de la víctima.

iii Justo José de Urquiza (1801-1870). Militar y político argentino que militó en el bando Federal. Fue gobernador de Entre Ríos y presidente de la Confederación Argentina (1854-1860). Murió asesinado.

iv Pequeño estanque donde se curten las pieles o capachos dispuestos al pie de los molinos de aceite con las aceitunas molidas.

v Gualicho, espíritu maligno o hechizo.

vi Cajetilla, esnob, perteneciente a la clase alta.

vii Una excursión a los indios ranqueles, Lucio V. Mansilla (1877)

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