Hacer el amor en tiempos de cólera

Por Antonio Tello

La metamorfosis -publicada en 1915, en una Europa inmersa en la primera de las dos devastadoras guerras que la asolaron en el siglo XX, y en un mundo abandonado por los dioses- es una novela en la que Franz Kafka expone de modo radical los efectos de la sociedad capitalista sobre los individuos, víctimas de la pérdida de sus códigos de comunicación y de su identidad. La historia empieza cuando, cierta mañana, un oficinista despierta convertido en insecto.
La incomunicación actúa como agente corrosivo en el proceso de alienación que ha llevado a los seres humanos de las sociedades industrializadas a la unidimensionalidadi. Es decir, a un estado de enajenación y cosificación de las personas que está en la base del exacerbado individualismo de las sociedades actuales, y explica la soledad y el malestar cada vez más rabioso que experimentan los individuos en la modernidad. Las redes sociales, si bien parecen servir de soberbio canal difusor de información, en realidad actúan como un extraordinario vehículo de desinformación y confusión que minimiza la capacidad cognitiva y reflexiva de los individuos dejándolos vulnerables a las manipulaciones del sistema.
Finalizando el primer cuarto del siglo XXI, el mundo, hegemonizado económica y culturalmente por el sistema capitalista, presenta un paisaje desolador, en el que la crueldad se manifiesta como síntoma generalizado que afecta a las relaciones individuales y sociales. Una crueldad planificada, cuyo objetivo es la acumulación y concentración de la riqueza en pocas manos a costa del bienestar y el saber de los trabajadores, a quienes se somete a una moderna esclavitud, y de la integridad y conservación de la naturaleza. La pobreza de las mayorías y la devastación del planeta.
En la primera mitad del siglo XX, Alfred Weberii aún creía que las nuevas formas de organización social que traería el capitalismo se basarían en la armonía entre los avances científicos y tecnológicos y los valores espirituales y morales, porque, según decía, son las conductas de las personas las que determinan el progreso de la civilización. En definitiva, la civilización no avanza sin fundamentos éticos. Pero, viendo las profundas desigualdades entre países ricos y pobres y entre estamentos sociales; las guerras actuales no por “controladas” menos cruentas, como las de Ucrania, Oriente Medio y los conflictos entre algunos países de África y Asia, y, por ejemplo, el talante autoritario de los gobiernos de EE.UU., Israel y Argentina, presididos por personajes atrabiliarios, está claro que el progreso capitalista no es el que imaginaba el economista alemán. Antes bien, el genocidio palestino de Gaza ejemplifica el fracaso humano de un sistema y una doctrina que premian el beneficio material a cualquier precio y la indiferencia ante el dolor que provoca la violencia, y, en este caso, ante el odio milenario entre dos pueblos bíblicamente destinados a compartir un mismo territorio. Precisamente, el mismo donde fue enunciado el concepto de amor al prójimo como una imperiosa necesidad en el mundo antiguo de humanizar los comportamientos sociales o, al menos, de atenuar la barbarie vigente.
El instinto y el amor son pulsiones de supervivencia, animal una y espiritual la otra, cuya milagrosa confluencia dio paso a esa criatura que llamamos ser humano. Este portentoso proceso de humanización probablemente empezó a manifestarse cuando el homínido descubrió la cópula frontal como alternativa a la habitual lordosis mamífera. Este cambio de posición en el ejercicio de la cópula permitió, probablemente, que las parejas homínidas, mientras respondían al instinto reproductivo, se miraran a los ojos y al hacerlo descubrieran que sus sensaciones placenteras aumentaban provocando gestos que no sólo completaban el goce de la mecánica sexual, sino que las remitía a una dimensión en la que podían comunicarse en un lenguaje íntimo y singulariii, que comprometía carne y espíritu, abriéndole los ojos a un horizonte nuevo. Un horizonte distinto al que descubrieron cuando se irguieron sobre sus extremidades posteriores, porque tras éste podían imaginar y sentir lo infinito.
A partir de esta nueva experiencia vital, en la conciencia de estos homínidos empezó a formarse la idea de un existir que trascendía al instinto animal identificándolos afectivamente con sus semejantes y su entorno. Quizás fue en este momento en que, si bien seguían y seguirían ignorando la razón de su estar en el mundo, intuyeron que no estaban solos en él y que su perduración como especie dependía tanto de su capacidad reproductiva como del vínculo armonioso que establecieran con sus semejantes.
Quizás, a partir de esta intuición, tanto las primitivas sociedades como las primeras civilizaciones trataron de organizarse y mantener la convivencia controlada a través de mandatos y códigos políticos, religiosos y administrativos. En este devenir, algunas de las enunciaciones escritas más antiguas sobre el amor al prójimo quizás sean las de la Biblia. En Levítico 19.18, redactado probablemente entre los siglos VI y IV a. de C., se lee “No te vengarás ni guardarás rencor a ninguno de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo”, una recomendación que, acorde con el espíritu de la ley mosaica, es posible que circunscribiera el alcance semántico de “prójimo” a los hijos del “pueblo elegido”.
Proverbios 17.17 parece avanzar hacia un campo más generoso: “En todo tiempo ama al amigo, y es como un hermano en tiempo de angustia”. Una declaración sorprendente en tiempos en los que la violencia y la brutalidad constituían pilares fundamentales de los órdenes civilizatorios establecidosiv. La autoría de los Proverbios bíblicos se atribuye al rey Salomón, quien ha pasado a la historia judeocristiana como encarnación de la sabiduría, aunque lo más probable es que este soberano haya escrito algunos proverbios y recopilados otros con el ánimo de reorientar los hábitos y costumbres de los reinos hacia formas más pacíficas de vida.
Es de suponer que Salomón también moldeó su conducta y su mirada del mundo consciente de las circunstancias de su nacimiento y de la tradición que heredaba. El rey David, su padre, había sido reclutado por el profeta Samuel para que sirviera en el ejército del rey Saúl en su guerra contra los filisteos,v siendo un humilde pastor con talento para la flauta, la danza y el uso de la honda. David no sólo cumplió con la misión encomendada derribando de un hondazo y decapitando al filisteo Goliat -que los redactores bíblicos agigantaron para enaltecer la figura del “pequeño héroe” nacional- sino que después se presentó ante su rey con doscientos prepucios de guerreros filisteos duplicando la cifra que el rey Saúl le había pedido a modo de brutal dote por su hija Mical.

Después, tras una cruenta guerra civil, David fue ungido rey de Israel (c.1003-970 a.C.) y entró en Jerusalem con el Arca de la Alianza coronado con guirnaldas de flores y danzando al son de su flauta.
David, a quien se atribuyen varias de las composiciones del Libro de los Salmos, era grato a los ojos de Yahvé cuando cayó en la tentación adúltera al ver desde la terraza de su palacio bañarse a la hermosa Betsabé. Incapaz de contener su pasión, David ordenó que el esposo, Urías el Hitita, se pusiera al frente del ejército que guerreaba contra los amonitas, para que éstos lo mataran. Salomón fue el segundo de los hijos que David tuvo con Betsabé, su octava esposa, y lo heredó en el trono de Israel. A este soberano se atribuye la autoría del Cantar de los cantares, uno de los más bellos libros de amor que se hayan escrito y que, probablemente, ha motivado con el tiempo que las voces “amoroso” y “erótico” sean consideradas sinónimos. Sus concepciones sobre el amor y la justicia caracterizaron la naturaleza de su reinado.
Más tarde, la noción de amor al prójimo adquirió un carácter revolucionario en la percepción de las relaciones humanas cuando Jesús la enunció (Mateo 22, 27-40, Marcos 12, 31) como el segundo mandamiento más importante después del de “amar a Dios por sobre todas las cosas”. Amar al otro como a uno mismo, desde el hermano hasta el enemigo, se inspiraba, según Jesús, en la tradición religiosa hebrea, pero, en realidad, la superaba conceptualmente al proyectarla más allá del restringido ámbito del judaísmo, lo cual fue motivo de gran polémica en el seno del grupo apostólico. ¿Quiénes representaban al prójimo? ¿Sólo los hijos del pueblo elegido o también los gentiles? El posicionamiento crítico de Jesús frente a ciertos planteamientos doctrinales o costumbres de la casta sacerdotal que gobernaba según los dogmas del Antiguo Testamento -recuérdese sus discusiones con los fariseos- hace presumir que en él prevalecía una concepción universal del amor.
En el primer Concilio de Jerusalem, celebrado en el 50 d.C., las corrientes representadas por Pedro, de planteamientos restrictivos, y Pablo, proclive a la evangelización de otros pueblos, se debatió si los gentiles cristianizados debían convertirse al judaísmo circuncidándose para salvar sus almas. Finalmente, después de arduas discusiones, como consta en Hechos 15, 6-29, se consideró que tal requisito no era necesario y fue el mismo Pedro quien lo asumió y expresó: “…Hermanos, ustedes saben que desde un principio Dios me escogió de entre ustedes para que de mi boca los no judíos oyeran el mensaje del evangelio y creyeran. Dios, que conoce el corazón humano, mostró que los aceptaba dándoles el Espíritu Santo, lo mismo que a nosotros…”.
Toda religión es un sistema de creencias que norma y regula las relaciones de una colectividad. El cristianismo surge en tiempos de expansión del Imperio romano como una variante de la tradición judía que busca acomodar la viejas costumbres y tradiciones de la sociedad hebrea consignadas en el Antiguo Testamento al nuevo orden sociopolítico imperial. La noción cristiana de amor al prójimo, al traer a la superficie de la realidad la sempiterna lucha entre Bien y Mal, se manifiesta entonces como una poderosa fuerza de redención social y salvación existencial que, con los siglos, dará pie a las ideas laicas de igualdad y fraternidad, que fundamentan a las democracias modernas occidentales y son uno de los sustentos ideológicos de los derechos humanos. Desde este punto de vista puede entenderse el amor como un agente activo y dinamizador del Bien, para lo cual cada ser humano ha de ser consciente de que la supervivencia y el bienestar individual están íntimamente vinculados al reconocimiento del otro como semejante. El ser humano es gregario por naturaleza y nadie se redime ni salva solo material ni espiritualmente, lo que implica que la conciencia individual ha de ir acompañada de pensamiento crítico y capacidad para comunicar fraternalmente a los demás el conocimiento adquirido. Esto significa que el ejercicio del amor ante las acciones depredadoras del Mal (violencia física o verbal individual o colectiva) no es instintiva, sino fruto de la elección consciente del individuo responsable de sus actos, que aspira a la vigencia de la libertad, la justicia y la felicidad para sí y para los demás.
Por este motivo, el individuo debe resistir la atracción del individualismo, esa suerte de abismo interior que lo aísla en la indiferencia y, aturdido por el ruido alienante del sistema, lo aleja de la realidad cotidiana. El individualismo da lugar a una percepción egoísta de la realidad que no sólo faculta estrafalarias ideas negacionistas, como que la Tierra es plana o la inexistencia del cambio climático, sino que debilita a la comunidad y la torna vulnerable a las acciones del poder. El individualismo es el instrumento con el que el sistema anula en las personas su voluntad para transformar positivamente la realidad, instala en los imaginarios personal y colectivo la imposibilidad de cualquier revolución, y desacredita y menosprecia la idea de que la acción amorosa de cada uno sea, como gota de agua sobre la piedra, una poderosa fuerza capaz de horadar y transformar la realidad opresiva y alienante que impera en la sociedad. La acción amorosa comporta mirar la realidad común sin veladuras, penetrar en sus sombras, y comprender que la opresión y el agotamiento mental y físico impiden pensar y reflexionar, para establecer vínculos de entendimiento en libertad y transmitir con claridad un mensaje de saber.
Así, para recuperar la percepción de la realidad común, el individuo sensible, ese que ama sinceramente al prójimo, ha de comprometerse con el semejante hablándole en un lenguaje transparente y preciso. En una lengua a través de la cual pueda transmitir un conocimiento que libere al otro de la ignorancia y lo eleve por encima de la resignación que lo esclaviza. De aquí la importancia de salvaguardar la lengua de las manipulaciones que alteran su morfología y la corrompen vaciando a las palabras de sus verdaderas significaciones.
Las asechanzas del poder a la realidad colectiva surgen de su temor a la fuerza emancipada de los pueblos, como lo expresa el bíblico mito de Babel. Cuando los seres humanos, que habían sobrevivido a grandes diluvios y terribles inundaciones, decidieron edificar una gigantesca torre para salvarse de futuras catástrofes naturales o divinas, Yahvé no vio en esta gigantesca obra un propósito auténtico de supervivencia sino la posibilidad de que los constructores alcanzasen el poder y lograran todo cuanto quisieran. Por este motivo confundió sus lenguas y los dispersó por toda la faz de la Tierravi. El sistema no ve, no quiere ver, que en el ser amoroso no hay arrogancia sino humanidad, que no hay pretensión de poder sino aspiración a un mundo, donde la bondad, la belleza, el bienestar y la justicia se antepongan a las desdichas generadas por la violencia y la mezquindad.
Frente a la estrategia de hegemonía del sistema de dividir a la sociedad en realidades individuales vaciadas de pensamiento y voluntad creadora, el amor se revela como un sentimiento poderoso, capaz de recuperar la realidad común y liberar a los individuos del yo autista que los aprisiona y aísla en mundos personales.
El amor es un sentimiento que compromete la vida de uno con las vidas de los otros y por esto, el ser amoroso, al desdeñar los intereses particulares y los deseos de posesión material y espiritual, es expresión genuina del bien común en todos los órdenes de la vida. Así, la acción amorosa puede ayudar al asalariado, a pesar del agotamiento físico a causa del trabajo, a crear para sí espacios de reflexión y abrir ventanas a la solidaridad con las víctimas de la violencia del orden inhumano que gobierna el mundo.
Dado que la mirada del amor no rehúye la visión del dolor, hacer el amor, en tanto pasión poética, no es poner la otra mejilla ni practicar el buenismo sentimental para aliviar la responsabilidad o atenuar el compromiso con los demás. El buenismo tanto como la jerarquización de la ignorancia son otros de los agentes que facilitan al poder la apropiación indebida del saber común sobre el que se asienta la libertad de las personas y de la comunidad de la que éstas forman parte.
Hacer el amor significa mirar y tomar conciencia de la realidad opresiva y alienante; hacer el amor es penetrar en la verdad y reconocerse en el sufrimiento de los otros. Hacer el amor es pensar como un deber moral, como una acción subversiva, como afirmaba Simone Weill, para dotar de sentido a las conductas particulares y acallar el griterío y el ruido que aturden y subyugan a los individuos encadenándolos a la idea de falsa libertad que les da el egoísmo. El amor es, quizás, el último recurso capaz de devolverle al insecto, al zombi, al individuo unidimensional, su verdadera identidad. Su condición humana.

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