
De orilla a orilla
LA AVERSIÓN AL CONOCIMIENTO
Por Jorge Rodríguez Hidalgo
El llamado primer mundo disparata sin medida pese a que dispone de medios jamás conocidos hasta ahora para disfrutar de un bienestar material del que carecen las dos terceras partes de la población mundial. Alimentación básica -y más-, sanidad universal, acceso franco a los estudios elementales -y más-, infraestructuras comunicativas y un nada despreciable margen de autonomía personal y colectiva que se acerca a la idea de libertad, al menos en términos relativos. Si hubiéramos de visualizar la sideral diferencia entre los mundos que el mundo contiene actualmente, al privilegiado lo veríamos como “humano” y al desfavorecido como “animal”. No es casualidad que los militaristas dirigentes de Israel y el mismo belicoso presidente de los Estados Unidos llamen “animales” a quienes quieren exterminar (los primeros) o deportar (el segundo). La taxonomía ha reducido y subvertido las clases hasta ahora conocidas para favorecer el ‘entendimiento’ de las masas, que abjuran del conocimiento como si de un mal terrible se tratara. La plebe de antaño, convertida en chusma por mor de la alienación sistemática producida por la superestructura capitalista, cree gobernar sus destinos porque, cual gigantesco rebaño, acude periódicamente a unas urnas manipuladas (ya no es necesaria siquiera la perversión de las leyes electorales) y untadas con las mieles amargas y embaucadoras de la autodefensa, la patria única e intocable, la xenofobia, el racismo, el machismo, el… El resultado es de todos conocido: el pobre de solemnidad aplaude al rico; el marginado, al clasista; los no blancos y los diferentes, a los supremacistas y esclavistas (la esclavitud en nuestros días gasta disfraces carnavalescos).
“Divide et impera”, “divide et vinces”: de estas y otras formas parecidas han expresado su método para la dominación de las masas muchos estadistas, entre los cuales destacan Julio César y Napoleón Bonaparte (admirador, por cierto, del primero, e incluso anotador del libro del romano titulado “Bellum Gallicum”, “Guerra de las Galias”). Hoy, la división ha llegado al extremo del solipsismo, en que cada individuo “vive” (o subsiste) atalayado en su taifa unipersonal, aunque expuesto, en su soledad física, al alud de las propagandas y dictados emitidos en bucle por los acólitos de un aparente caos que, a la postre, obedecen al orden preestablecido por las leyes económicas del beneficio. Inerme, por tanto, aunque él crea lo contrario, el soledoso, frente a su computadora o su celular, se zambulle en el mar de la espuria “libertad” de su reino y bucea sin otro propósito que el de mirar sin ver, contemplar sin saber e inventariar la vida exterior sin vivir en su propio interior. A este propósito, valga la analogía del animal doméstico (otra cosa es el silvestre, que sigue sus instintos), cuyo albedrío queda determinado por la longitud de la correa que su dueño le pone o el cercado que le prepara, un dueño, por cierto, que no sabe por qué somete a su obediencia a un ser vivo que, como todos, no ha nacido para ser apéndice de nadie.
José, mi padre, nunca fue a la escuela; comenzó a trabajar con apenas cinco años; con menos de diez, la guerra civil española le sorprendió, vestido con el holgado traje de camarero de un adulto en que lo habían embutido para trabajar en una barra americana; no probó su primer bistec, ni comió más de una vez al día, hasta superados los veinte años. Sin embargo, aprendió por su cuenta a leer y lo que se conocía como “las cuatro reglas” (las operaciones de sumar, restar, multiplicar y dividir). Con las rudimentarias herramientas asimiladas, leyó poesía, cuyas primeros ejemplos -por más que mediocres- encontró en los textos de las representaciones de “Moros y Cristianos” de su pueblo natal, en las que llegó a interpretar el papel de varios de los personajes en la misma función. Cuando el estómago semisatisfecho y algunas monedas sobreras se lo permitieron, se aprendió, merced a una prodigiosa memoria, el florilegio “Las Mil Mejores Poesías de la Lengua Castellana”, que nos fue recitando con los años, a pesar del escaso interés que mostraba la mayoría de cuantos le rodeábamos. Siempre pensó que el conocimiento era la base de la libertad personal y colectiva, amén de su provecho material, y por ello compró a plazos una máquina de escribir (la modernidad en mi infancia) y algunos libros básicos de historia, geografía y literatura. Unas obras que hoy presiden mi biblioteca, no solo por su interés intrínseco, sino también por ser el faro que me alumbra en ese mar a que me refería anteriormente. Mi padre, sin cultura libresca, pero culto por estar apegado a la tierra, intuía (sabía) que el saber debe ser divulgado, extendido sobre los campos yermos a fin de hacerlos feraces, o al menos intentarlo.
Otro hombre importante en mi vida, el poeta dolorense Antonio Tello, ha gastado sus años en procurar elevar el bagaje cultural de su entorno, esto es, dotar de medios a sus semejantes para que estos se enderezasen a la consecución de su desarrollo y su dignidad personal. Proba labor la suya que le ha valido, además de la incomprensión de muchos, el propio exilio. Nunca podrá nadie resarcirlo de una vida transterrada, precisamente por la inacción de quienes aborrecen el saber, de quienes, entonces (durante la dictadura) como ahora (tiempos de “dermocracia”, con ‘r’), engrosan las filas de la oclocracia engañadora y criminal. Por su obra y sus obras habría que conocerlo, porque ellas harán mejores a quienes las conozcan, porque ellas son hijas del tiempo minúsculo de Argentina y del tiempo mayúsculo de los hombres, no importa de qué lugar ni de qué época.