Odiseo en el jardín de doña Pabla, de Antonio Tello, lo inquieto y lo inmóvil

Por Silvia Barei                                        

458 años A.C. Esquilo resumía así su idea de la innegable turbación que resulta pensar y repensar lo humano: “¡Menguada vida humana! En la fortuna, es sombra nada más”. La metáfora alude indirectamente el mundo de la luz y a la sutil trayectoria de la vida que siempre se despliega en relaciones insospechadas para los hombres. “A veces necesitamos de las sombras vivas para atenuar la violencia de la luz”, parece contestar Odiseo al dramaturgo griego, en la voz que se recobra en este nuevo libro de Antonio Tello, Odiseo en el jardín de Doña Pabla[i]. (Ediciones del Callejón, Traslasierra, Córdoba)

Este título remite obviamente, a otro: la Odisea, compuesta por Homero en el siglo VIII a.C., en las colonias que tenía Grecia en las costas del Asia Menor. Pero no se retoma el libro clásico para citarlo, o contarlo ni intertextualizarlo ni operar sobre él. Este poemario dice el presente de un poeta (que vuelve al jardín de su infancia) a través de una otredad en la que la palabra poética se reconoce, produce un doblaje de la voz de un personaje mítico y la propia voz interior, en un flujo que tiene la vitalidad de un relato de aventuras y la inquietud de las reflexiones profundas. Como si el primer paso para contar partes de la propia historia fuera ser el destinatario, el lector de un libro clásico cuya escena primordial (la del errante que trata de volver a su tierra) es la fuente, la materia y el principio conceptual del nuevo texto. Por ello, en la presentación de Odiseo en el jardín de Doña Pabla, Antonio Tello señala:

“Al cabo de los siglos, el Odiseo que conozco es el mismo y es otro. El de ahora no es un rey ni un guerrero, sino un orgulloso migrante que a causa de la violencia fue desterrado de su patria con su mujer y sus hijos y sin más escudo que el alma familiar y sus manos…”

Llevados por las geografías del viento, dos voces, y, por lo tanto, dos historias se encuentran en esa máquina productiva llamada literatura: un hombre debe partir de su patria, años después puede retornar, pero con el tiempo debe volver a partir. El último viaje repite de otro modo el pasado, como la memoria entre cuyas capas parece que siempre hubiera algo anterior, en este caso, un jardín, en el que el poeta se percibe “atado al mástil de lo vivido, con la mirada extraviada en la trama de luces y sombras del jardín”.

Antonio Tello – poeta, novelista, ensayista, periodista, editor, activista incansable de la cultura- había partido de Argentina a su exilio en España en los años 70, retorna a su tierra en el 2013 para volver a partir en 2024, una especie de último exilio permanente donde no hay paraíso ni tierra prometida sino más bien la constatación de una vida que se ve empujada a una errancia en la que se define su identidad.

“Para el extranjero todo lugar es para siempre extraño. Aún en su patria, en ese lugar donde reposan los huesos de sus padres, aún en el oasis del jardín de su madre, siente la atracción del vellocino, la pulsión del viaje. La imposibilidad del retorno”.

La elección de la figura de Odiseo no es casual entonces y este libro de poemas se arma a dos voces: habla Odiseo -sus palabras moldeadas en cursiva- y habla un yo poético, vinculados ambos por una misma conciencia humana, tan similares y distantes, cada uno en escenarios opuestos y a la vez complementarios de la vida. La palabra de ambos construye puntos de apoyo en la cadena inestable de formas reales y oníricas, la fusión de una voz con la de otro, la silueta de un personaje mitad mito/mitad literatura se recorta ahora contra el fondo de otro texto que proyecta más que una imagen, un efecto de sentido actualizado siempre a la luz de un presente sombrío: “No son héroes. Quienes batallaron en la guerra de las islas son víctimas del horror”. Escribir es una forma de estar en el mundo y de reflexionar sobre nuestro propio tiempo con una fuerza que crece del interior y que en este libro se expresa en la lengua de la poesía, una palabra que es “silencio herido; silencio que nos habla antes de que la voz lo alcance y muera”.

Al vincular el linaje familiar con el destino de una patria y también con una tradición literaria, el poeta se permite a la vez, reconocer que las propias raíces ya existen en otros, que en la repetición y la diferencia, en la relación entre el tiempo pasado y lo nuevo, la vida se duplica – página a página- en nuestras pasiones humanas, nuestros gestos, nuestras reflexiones, que la isla a la que volvemos, el jardín cuidado por la madre, el mar encrespado que nos lleva y nos trae, “la fragancia de la lluvia. El preludio del trueno”, los amores y los sueños, se condensan en una palabra que pregunta siempre por el destino humano, para reflexionar y para poetizar.

Por la escritura el mundo deja de ser extraño y el hombre percibe la belleza como un sentimiento que lo traspasa, que lo lleva más allá de sí para ver en profundidad lo que se juega en el poema: “La voz emancipada no olvida la lengua materna”. En diálogo en un entorno verbal cargado de historia y de pluralidad de sentidos, allí donde dejan de funcionar los principios más sólidos de la razón, es donde aparecen las preguntas -“¿Quién es ése que se pregunta y escribe?”, “¿Qué es la derrota sino el rumbo que sigue nuestra nave?”- y se consolida la trama de relaciones que une a muchos hombres, muchas vidas, muchos desterrados de distintos tiempos, volviendo a la asombrosa y alígera infancia en la que todo se ve como poético en el éxtasis de lo cotidiano.

Por ello el diálogo adquiere un sentido metafórico: hablantes moviéndose en torno a un tatuaje que dibuja la piel del otro, un doble nuestro estructurado con pensamientos y sentimientos igual que uno mismo, colocados en ese bloque nuevo de espacio y tiempo que es un libro de poemas.

Como se mira desde la memoria – “Tiempo en fuga en la memoria”– ésta nos hace de intérprete para arrojar sobre el presente un pasado que vuelve a fulgurar, que florece de nuevo en el jardín de la infancia. Y es justamente el símbolo de la flor – todas las flores de un jardín- el que condensa la idea de la escritura, más particularmente de la poesía, de un hombre que se des-vive del presente para pensar su vida como un reversible actor-espectador de su propia participación en el mundo: “Aunque herida y llevados sus pétalos por el viento, la flor conserva su esencia”.

Advierto que en Odiseo en el jardín de Doña Pabla, Tello ha ido refinando su poesía, ha ahondado en las músicas verbales haciendo largas pausas, con una expansión de los versos y una concentración del sentido que provienen, indudablemente, de la profundidad de una experiencia. Al crear un espacio dialógico, las palabras, sostenidas por el ritmo, encuentran su modo de comunicación, de escuchar profundo en un acto de generosidad o identificación creadora. Un diálogo del que Ulises emerge transfigurado en un tiempo que no finaliza y que se prolonga en la autobiografía de otro, un poeta que, como la aventura del mismo Odiseo tiene una coherencia de carácter fragmentario, no finge una conclusión o una condición estable y permanece inacabada. De allí las preguntas constantes e inclusive el tono aforístico:

“¿Qué secretos nos cuenta la mirada de quien se acerca al horizonte?”

“Y de mirar los cielos y sentir el paso de los días me pregunto ¿hay una mecánica de la esperanza?”

“La serenidad, la belleza, entonces ¿por qué esta tristeza?”

En el borde de sí mismo ese movimiento marca límites y a la vez abre los ojos de un hombre que está abierto a los dolores del mundo. En su ir y venir, en su ausencia de una tierra y de otra, vuelve a un jardín, un espacio único y atrayente, un intervalo en el corazón del tiempo: “Nunca nos vamos del todo de nuestra tierra y tampoco regresamos del todo a ella”

Pasados muchos años, el poeta se ve nuevamente en ese jardín como si pudiera estar allí con el antiguo instinto del aliento y de la sangre. Ve todo lo que se mueve, todo lo que ha cambiado y todo lo que parece eterno. Allí el tiempo existe más que como duración, como acumulación. Como la flor que nace siempre en una especie de vacío, el deseo lo conduce a un lugar en el que el acto de vivir se convierte en respiración, en poesía que lleva al límite de sí mismo. En el instante en que vuelve al jardín, el mundo comienza otra vez para él “asido firmemente a la vida”, como escribiera Ungaretti. Tiempo de crear ahora; más adelante vendrán tiempos para callar. Un viaje es siempre un “simulacro de un viaje mayor”.

Entre las fuerzas de la trascendencia y la transitoriedad, entre lo inmóvil y lo inquieto, descubrimos la presencia del sujeto desgarrado, que a veces veloz o lentamente entreteje los significados en la trama del lenguaje, creando un espacio para lo indecible, la fuerza contenida del poema, la objetivación de una angustia íntima. La errancia pone de relieve los poderes irreconciliables del amor constante (la esposa, el hijo, el perro) y la pasión deseante que termina en abismo (“la bella Nausicaa”), habita siempre el aire que respira el poeta y lo acerca a la causa de su desazón: la ausencia que habilita el movimiento, el traslado, la trashumancia, como la quietud que aún en su inmovilidad se dirige hacia algo. Un algo que es a la vez testimonio, – de un mundo desacreditado e inaceptable- y deseo, -eso que queda siempre por decir-, en la dificultad de vivir entre dos mundos.

Arropado por unas pocas creencias como si la propia voz retumbara contra un muro que devuelve reverberaciones, como si la gente separada por muchos siglos pudiera hablarse solo en forma de lejanos ecos, este libro hecha luz también sobre el drama de los migrantes de nuestros tiempos, como si esta realidad – que se hace cada día más compleja e injusta- convocara a la escritura, a la terrible esperanza de darles un rostro, un nombre, una lengua, una razón para creer:

“Los pasos del errante, como las naves, dejan tras de sí una estela de recuerdos que se pierden en el camino. Quizás escribir es caminar sobre las aguas”.

[i] Odiseo en el jardín de doña Pabla, Antonio Tello (Ediciones del Callejón, Los Hornillos, Córdoba, 2025)

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