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Cartas de la palabra Río
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Por Claudio Asaad.
“Una boca que elige vaciarse
no traiciona a los dioses”
Joaquín Vazquez
También tuve una religión: epifanías en la penumbra de un recinto cerrado con olor a incienso, miedo y goce al mismo tiempo ante la idea de la muerte y el infortunio del dolor. Estremecimiento y rechazo a ese momento de la vida en que estrenaba la adolescencia en plena época de la dictadura militar. El cuerpo inquieto y las emociones enfrentando la mayor de las batallas que a duras penas podía sostener. El cuerpo pedía ser atendido en su proceso de metamorfosis brutal; y la manera de encenderlo y apagarlo era siempre la entrada y salida a la oscura privacidad de rincones donde poder con el asombro y la culpa a la vez.
Extrañamiento y ardor, el sopor ahogado de estar hundiéndome en el propio deseo, impulso hacia el placer como arena movediza; el terror a que en el mismo lugar donde el misterio del espíritu se expresaba se revelara el placer de la carne, su energía sin forma escapando para regresar a puro trote, desde el centro del estómago al latido de la sangre.
El cuerpo y el espíritu arden. La palabra se revuelve en la oración, en la adoración demente abre la propia lengua. Reza San Juan de la Cruz: En la noche dichosa / en secreto, que nadie me veía, /ni yo miraba cosa, / sin otra luz y guía/ sino la que en el corazón ardía.
Veneración sin sosiego, apenas un instante en el mundo y después huir. Las cuentas del Rosario a las seis de la mañana. Crujir de las maderas de los bancos. Más atrás, otras más. Las rodillas encendidas y la propia voz transmutando de murmullo a exaltación, mirar la llama de los candelabros, estar atento al cristo crucificado y al sagrario, la diáspora hacia la elevación, al llanto, al límite del desprecio a la propia vida presente, descontrol de las manos cuando la angustia no encuentra la pronunciación para lo abyecto. Terminar de cerrar el muro que separa la materia del alma de la desmesura del sexo, eso que arrancar de cuajo no se puede porque se manifiesta urticaria, electricidad, humedad, sudor, espasmo, olor perro, fluidos que hay que controlar: descontrol de la serpiente que está a tus pies Santa Madre. Dejar matar el velo de la piel que detiene el líquido amoroso de la ansiedad mortal. Hay venenos que son la propia cura para el mal que inoculan, como los autorretratos de Egon Schiele en donde la muerte bebe del aliento crudo del erotismo.
Arrancar de cuajo la semilla sensible que evite el acercamiento a lo que es.
No pensar en adoptar las maneras de la compasión. En momentos de desatino, adquirir la actitud de civilidad adecuada. Los demás esperan en la puerta, en las plazas, en las salas velatorias, en los sitios para escuchar y hablar.
Caen los días sobre las paredes de los patios, se resuelve la noche de un momento a otro cuando las golondrinas hacen hogar en las copas de los árboles y uno se descubre aterrado ante lo que no puede explicar.
El vacío después. Hurgar en la memoria para encontrar los retazos del tiempo que sirvan para comprender. Mirarse la mano, su gesto de pedir la palabra, obrar a favor del sentido. Esperar el ronquido subterráneo, el necesario estallido colectivo antes de gritar. Desmoronar al silencio y seguir.
Elías