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Divide y vencerás, la fragmentación como estrategia de dominio (2)
Por Antonio Tello
Una vez caídas las dictaduras militares, las democracias, nacidas con la tara de la deuda externa y la quiebra ética, quedaron bajo la tutela del poder económico, el cual convirtió los países en espacios mercantiles, feudos donde operan las compañías transnacionales imponiendo sus productos de consumo masivo y rápida digestión a través de líneas alimenticias, farmacéuticas, musicales o editoriales consagrando el uso de una lengua instrumental que embota el pensamiento y tergiversa la realidad.
Al mismo tiempo, el proceso de globalización no sólo ha trastocado el mapa internacional ajustándolo a un orden económico que ha radicalizado la división internacional del trabajo, sino también el sentido de palabras y conceptos sobre los cuales se funda el orden social y moral de toda comunidad.
La globalización impulsada por el capitalismo neoliberal por un lado y, por otro, por las perversas políticas de control y represión social, generadas durante la Guerra Fría e intensificadas tras los atentados del 11-S, han sembrado de minas el campo semántico del lenguaje con la inestimable colaboración de la clase política, de los medios de comunicación y las redes sociales, y de grupos presuntamente progresistas, acentuando la inestabilidad y la confusión en el sentido de las palabras. Desde esta perspectiva, vocablos o conceptos como estado, nación, soberanía, familia, empleo, tortura, hombre, mujer, etc., aparecen vaciados de contenido y no dicen lo que se supone que dicen porque sus límites semánticos han sido relativizados y tornados difusos.
Así, el Estado, y concretamente el Estado-nación, ya no define el marco en el que determinadas comunidades encuentran su identidad y, en consecuencia, la tradición, la historia, la cultura y los usos propios y comunes, sino un espacio menor subsumido por otro mayor que puede ser, institucionalmente, el Estado transnacional -la Unión Europea, por ejemplo, o la ONU-, y, sobre todo, por esa perversa abstracción denominada “mercado”, que ha reducido su jurisdicción política y esponjado su soberanía en favor del poder económico transnacional, cuyas reglas no atienden a las necesidades humanas sino a la dinámica concentracionaria del capital. Tampoco hemos de olvidar la presencia tóxica de los estados paralelos que conforman grupos terroristas o narcotraficantes, que operan en el seno de los estados convencionales a cuyas instituciones extorsionan a través de la violencia.
Una sociedad anodina y culturalmente yerma es campo propicio para un discurso político reducido a la expresión de eslóganes de venta, al insulto, la descalificación del rival y al power point en detrimento del argumento, de la precisión, del diálogo, del concepto y del valor de las ideas y del conocimiento, entre otros recursos imprescindibles para la comunicación y el entendimiento entre las personas, los partidos y los sindicatos, las entidades empresariales y las culturales, y el electorado en general para una eficaz gestión de la res publica, cuyo propósito es o debería ser el bien común.
Resulta dramático observar cómo la mayoría de los políticos no encuentra las palabras adecuadas para explicar a los ciudadanos la realidad del país y de un mundo en el que millones de personas mueren de hambre o en guerras, sufren la precarización laboral o quedan sin trabajo, sin viviendas o sin esperanzas de futuro. Resulta dramático comprobar cómo sus frases hechas y vacuas se enredan en madejas de intereses mezquinos que disimulan la corrupción ética y económica, reducen el bienestar de los ciudadanos y ponen en peligro la paz y la democracia.
Por esto conviene tener en cuenta que las transformaciones que se producen en la superficie de la lengua son frutos de un proceso natural que responde a las exigencias de las realidades social, cultural, tecnológica, científica, etc., y a las influencias interlingüísticas. El alcance de estos factores, propios de la evolución cultural y del pensamiento colectivo, es el que determina que los cambios se consoliden en el cuerpo histórico de la lengua. De aquí que las alteraciones morfológicas, sintácticas o semánticas, tanto las que proceden de los poderes fácticos como de grupos o movimientos pretendidamente progresistas, operan como agentes corruptores de la lengua funcionales al sistema de opresión.
Quienes, intencionada o inocentemente, ignoran la evolución natural de las lenguas y los fundamentos estructurales del sistema lingüístico tienden a proponer y cometer torpezas y a guiar el habla hacia entelequias que generan jergas artificiosas y excluyentes en beneficio de determinados grupos. La transformación de nuestras sociedades en sociedades más justas, solidarias y equitativas no depende de instrucciones normativas bien o mal intencionadas sino de la evolución ideológica de la sociedad.
Joseph de Maistrei, citado por George Steiner, escribió: “Ninguna lengua pudo ser inventada ni por un hombre que hubiera podido hacerse obedecer, ni por varios que hubieran podido hacerse oír”, ni siquiera, aunque exista una correlación directa entre el estado del lenguaje y el cuerpo político de una sociedad, ni siquiera aunque haya una correlación exacta “entre la descomposición nacional o individual y el debilitamiento u oscurecimiento del lenguaje”.
Así como el lenguaje economicista excluye a los ciudadanos de la comprensión de la realidad económica y genera analfabetos políticos incapaces de intervenir con sentido en la vida social que vive, también otros lenguajes artificiosos hacen infructuosas justas reivindicaciones, como la emancipación de la mujer y la lucha contra la violencia machista, al tiempo que contribuyen a dividir a la clase trabajadora y a debilitar su lucha conjunta.
Estos metalenguajes excluyentes son las armas del poder para dividir a la población en rebaños identitarios, nacionalistas o supremacistas raciales, religiosos, económicos y sexuales, que actúan, algunos de ellos, sin conciencia de su funcionalidad.
Es por esto que, en un momento en la historia de la humanidad en que se hacen más necesarios que nunca la solidaridad y el amor al prójimo, las sociedades manifiestan un individualismo radical que mengua su fuerza colectiva y las somete a la inacción. En estas sociedades, la queja constante por todo es el síntoma de la impotencia; es el balido del cordero incapaz de huir del rebaño y del sacrificio, víctima de la prédica eficaz del antilenguaje que corroe la naturaleza gregaria del ser humano conduciéndolo a la creencia de que sólo él, como individuo y tal como se auto percibe, puede encontrar la salvación, cuando la tabla de salvación es la naturaleza gregaria de la humanidad.
Pero esto se ha perdido de vista, porque para el individuo contemporáneo, las identidades particulares se han convertido en refugios donde se guarece, cree guarecerse, de las asechanzas de la vida moderna. Este retraimiento en la individualidad es una reacción conservadora, quizás ligada al instinto de supervivencia, que clausura, en la medida que ignora al prójimo, la posibilidad de actuar por un cambio radical que propicie una sociedad más justa y equitativa. Este retraimiento, que supone el triunfo de la individualidad sobre lo social, conlleva el rechazo al anonimato que supone una causa común y la pretensión de agitar un signo de distinción, que, contradictoriamente, acaba por abanderar una nación, una lengua específica, una etnia o género; que explica la emergencia de los nacionalismos extremos o la proliferación de grupos de la más variada naturaleza, que elevan sus reivindicaciones particulares por encima del bien de la colectividad en general.
El sociólogo francés Émile Durkheimii explica que “el hombre de la sociedad de masas alienado por la división del trabajo se caracteriza por la anomia, el individualismo y la insolidaridad”. Este individuo masificado, que constituye un elemento clave sobre el que se asienta la sociedad capitalista actual, es incapaz de pensar en una revolución colectiva que lo resitúe en la historia y lo emancipe del orden económico; es incapaz de rebelarse contra las inexistentes leyes del mercado, porque habiendo sido despojado de toda esperanza ha entrado en el infierno y cree que para él ya no hay ni redención ni revolución posibles.
Su profundo malestar existencial, que la pandemia ha hecho más visible y palpable, revela los efectos negativos de una concepción del progreso basado en la explotación y la alienación masiva de los individuos y en la corrupción y destrucción de la naturaleza por parte de las elites de poder configurando una realidad, a cuyo trastorno también contribuye el espejismo de las realidades auto perceptivas.
Quizás un modo de salir de esta trampa sea no “pensar disparates”, pero la dificultad de pensar en las sociedades modernas es, probablemente, una las causas principales de este profundo malestar existencial –soledad, frustración, insatisfacción, ignorancia sobre el origen y el final de la vida, etc.- que se manifiesta con un sentimiento de extrañeza, según lo enunciaron algunos filósofos y escritores existencialistas, como Jean-Paul Sartre y Albert Camus, entre otros. El pensar racional y reflexivamente otorga al ser humano conciencia de sí, la cual le permite, en tanto ser viviente racional, desplegar su racionalidad en el orden del mundo. Sin embargo, para pensar, como dice Martín Heidegger, el ser humano ha de aprender a hacerlo porque el pensar no es fuente de conocimiento sino recurso y disposición para adquirirlo a través de la reflexión y la experiencia.
La cuestión es que, en las cada vez más deshumanizadas y cosificadas sociedades capitalistas, se ha anulado en el individuo la capacidad de pensar, imaginar y tomar conciencia de la realidad que vive y de la que es parte. Este individuo alienado, integrado a la masa explotada, apenas se reconoce como pieza del engranaje represivo del sistema y se muestra impotente para escapar de esa realidad unidimensional en la que está atrapado, como explica Herbert Marcuseiii.
De aquí que los ataques que el poder y los movimientos funcionales a él realizan contra la lengua sean extremadamente graves, ya que afectan al pensamiento. La inteligencia del ser humano no puede pensar sin saber que piensa y no lo sabrá sin hablar con claridad; sin contar con una lengua, diáfana en el sentido de las palabras, sus morfologías y sintaxis, que exprese su ser y su conciencia de ser.
Al individuo masificado, a quien se le ha clausurado su capacidad para pensar e imaginar como ser racional, sólo le cabe interpretar la realidad a través de los sentidos. Este individuo alienado proyecta su yo como fuente de una realidad emocional e irracional que aparenta oponerse a la realidad unidimensional del sistema. Pero ambas realidades -la alienada y la emocional- son campos fértiles para la falsedad, la exasperación, la violencia y la ignorancia; ambas realidades están atravesadas por la irracionalidad en tanto niega una y carece la otra de la conciencia de humanidad que nace del pensamiento racional.
A través del control de los medios de comunicación de masas -esas formidables lavanderías de cerebros- y de las redes sociales – la colosal fábrica de autismo social- los ideólogos del capitalismo fomentan el individualismo y al mismo tiempo deshumanizan al individuo generando las condiciones para la manipulación de la opinión pública y el control casi absoluto de la economía, la política, la administración de la justicia y el aparato represivo del Estado.
Es así como, en ausencia de pensamiento, sobre todo del pensamiento crítico, se gestan los males de nuestra civilización y el desconocimiento del ser humano como especie; en esta ausencia se fraguan la vulgarización del arte, la cultura y la ciencia; el menoscabo de la política, de las instituciones democráticas y de cualquier organización humana que tienda al bien común; en esta ausencia se fundan la degradación de la naturaleza y también las paranoias acientíficas. Es decir, la ausencia de pensamiento es la fuente donde abrevan los agentes de la intolerancia y la violencia. Sin pensamiento sólo hay destrucción, aniquilación.
No obstante y a pesar de la confusión reinante, la opresión económica, las desigualdades, las discriminaciones raciales y sexuales, y las injusticias sociales, que parecen haber llegado a extremos insoportables, ciertas comunidades, independientemente del rango de desarrollo económico y madurez política que hayan alcanzado sus sociedades, están dando muestras de reacciones colectivas –Hong Kong, Ecuador, Bolivia, Chile, Colombia, Brasil, Francia, Irán, Perú, etc.- que cuestionan un sistema depredador y esencialmente inhumano. Si estas reacciones evolucionan, no todo parecerá perdido.
i Joseph de Maistre (1753-1821) Filósofo y teórico saboyano, autor de “Las veladas de San Petersburgo” (1821).
ii Émile Durkheim. Sociólogo francés (1858-1917). En 1895, dio rango académico a la sociología en la Universidad de Burdeos. iii Herbert Marcuse (1898-1979).Filósofo y sociólogo germano-estadounidense. “El hombre unidimensional” (1968).