EL ACTO DE ESCRIBIR POEMAS[i]

Por Silvio Mattoni[ii]

Agradezco la invitación y esta posibilidad de hablar, de divagar sobre un hecho que nunca traté de manera tan directa, excepto quizás en ese género volátil y poco reflexivo de la entrevista. El hecho es el siguiente: escribo, no siempre, no todos los días, pero con bastante frecuencia, fragmentos en verso, a veces partes de poemas, muchas veces un poema entero. Esto debió empezar en algún momento. Y sin dudas fue antes de mi primer libro, que contiene algún poema escrito sin llegar a los veinte años. Pero la infancia o la adolescencia, esas palabras latinas tan privativas, tienen más dolores que explicaciones. Así que diré lo que me parece que quise hacer en ese primer libro: no ser del todo un poeta, no hablar de mí, no escribir en primera persona, no acumular imágenes ni metáforas. Y positivamente: recobrar la transparencia, la claridad retórica de los poemas anteriores al sujeto moderno, el erotismo, el tono epistolar, la anécdota de la poesía grecolatina, que me había fascinado justamente por culpa de la adolescencia. Precisión, nada de expresión sentimental, claridad, algo de relato en verso, eran mis lemas. Aborrecía el yo en la poesía, en la que me salía por lo menos, pero tal vez no tenía un yo, no podía usar esa igualmente antigua máscara.

“Conócete a ti mismo”, decía una frase en la entrada de un templo griego, donde precisamente se desplegaban las manías más importantes, donde se ensalzaba una sabiduría que no provenía de la voluntad, y que no podía aprenderse. Yo no me conocía, ni siquiera me había planteado ser un objeto de investigación. Aunque algunos de esos poemas de temas griegos y latinos escondieran, en clave, mi agitación juvenil, desgraciadamente amorosa digamos. Después pude poner al yo como personaje, en mis libros siguientes, pero en diálogo con otros, como en un teatro de voces que hablaban en un verso más fluido, menos entrecortado. Las cláusulas rítmicas marcadas por la sintaxis fueron acercándose a mi verso más aproximativo, el endecasílabo, pleno o con cierta síncopa. Esos poemas dramáticos eran también un poco trágicos, aunque ya anunciaban la comedia o la novela de mi vida, con el inicio de lo que se llama paternidad, que es un deseo imposible de saber cómo ser padre o qué dejar de saber. A las soluciones teatrales siguieron las mitológicas. E incluso mis amigos, otros jóvenes también un tanto artistas, se volvían coros de centauros, junto a mis hermosas amigas y a mi jovencísima esposa, que eran ninfas inconscientes.

Sin embargo, a los cuatro libros publicados, no podía negarme a la clasificación. Había abandonado toda prosa narrativa, usaba el ensayo para sostener mis propios poemas, y la crítica como un trabajo para sobrevivir. ¿Por qué mi vida estaba dedicada a la escritura en verso, a lo que se sigue llamando poesía? Esta pregunta pasa al costado de una exhortación: no podía seguir negándome al lirismo, a la expresión de lo vivido en esa persona primaria que al mismo tiempo habla y se esconde en los poemas desde los orígenes casi míticos del género.

De a poco se imponía en mis libros, y casi hasta el presente, la primera persona. Al principio como una genealogía personal, puesto que un yo, el ego, no es sino un punto a partir del cual se trazan las tramas del parentesco. Pero de inmediato, ya sin otras voces en el escenario, ese yo se convirtió en el único personaje. Sin embargo, esta palabrita indica su origen y su carencia. Si la persona era una máscara, etimológicamente hablando, esa reducción casi despectiva, ese tipejo que hablaba en verso de episodios de su vida, quizás fuera algo aún menor, un antifaz. De repente, la acumulación de episodios vividos, la exploración de recuerdos se parecía a una novela en capítulos pequeñísimos. Nadie podría decir que un recuerdo sea más real que una invención. Y en cada episodio se escondía algo que no necesariamente pertenecía a la vida del que lo estaba escribiendo: la voluntad de ser un poema, su introducción y su remate, pero sobre todo la obediencia al verso, porque cuestiones rítmicas hacían variar los detalles del episodio, e incluso se volvían a contar el mismo recuerdo o la misma situación reciente de distintas maneras, porque la poesía debía seguir aunque la vida no presentara grandes sobresaltos. O acaso era al revés, y la necesidad de hacer versos imponía, suscitaba revelaciones cotidianas que eran más bien un efecto de la escritura. Más infinita, más indefinida que la inscripción antigua y el teatro, la novela de una vida permitía series inacabables de poemas. Pero nunca me resigné a que fueran solo unas así llamadas obras de arte, que no contuvieran su parte de verdad.

¿Qué era uno mismo, si no eso que repetían los sucesivos libros? ¿Una manera de escandir los versos, de armar frases, una cierta habilidad combinatoria? Para saber que existía tenía que escribir, es decir, hablar por escrito a otros, sobre todo de aquello que mi conversación lacónica, incluso arisca, nunca diría oralmente. Y hubo libros sobre el amor de mi vida o existencia, que era una historia, una sobrescritura de toda la poesía amatoria y erótica a lo largo de los siglos que pude leer, o sobre mis hijas e hijos, que eran unas discretas apologías de mínimos actos sacrificiales sin los cuales la vida pierde toda dignidad, entregada al puro goce y a su hermana la muerte. Pero también entonces, un libro es solo eso, una cosa que se agrega al mundo de las cosas, salvo por un detalle, tal vez: la pasión. De eso podía dar testimonio: mi emoción al descubrir un poema, al encontrarlo, mi rapto fuera del tiempo cuando lo leía, mi sensación de estar asistiendo a la presencia de alguien, que no era yo, que podía vivir a miles de kilómetros, hablar en otros idiomas, o bien haber nacido y escrito y sentido esa relación entre palabras y experiencias y finalmente muerto años antes, décadas antes, siglos a veces, incluso milenios. ¿No era un misterio, una iluminación, una presencia secreta los que se daban, se me brindaban, en ese poema del que no quería salir en una fluencia de minutos felices?

No obstante, lo que me entusiasma en el poema ajeno no sería una suerte de persuasión, sino más bien lo contrario: el poema, su efecto de presencia, su posibilidad hecha real con palabras parecidas a las que se me pasan por la cabeza, me atraía por su total indiferencia hacia el que los leía, por su independencia. No hay en el poema un reflejo de mi sentimiento, sino la prueba de que toda reflexión se abstrae de aquel que la produce. También uno escrito por mí, entre la atención más extrema y cierto descuido, que empezó de cualquier manera, con un dato o una frase encontrada, me mira reflexivamente, no me convence, sino que indica que esa concordancia entre sensación y sintaxis y ritmo, que se parece a la belleza de un lugar, a la expresión de una cara, a un timbre de voz, está ahí, presente en la misma referencia que de todos modos se transformó en puros nombres. Mis aventuras sentimentales, que son pensamientos en verso sobre episodios de una vida común, darían lugar a libros disueltos, apoteosis del descuido, simulacros de diarios en forma de poemas. Y entonces el yo, un personaje con demasiadas cosas en el pensamiento, se sometía a lo que en griego, con perdón de este simulacro de erudición, se llamaría kénosis, un “vaciamiento”, o antes bien: la anulación del sí mismo que hace posible la existencia de todas las cosas y más que nada de todos los seres y en última instancia la posibilidad de los que hablan, los que escribieron alguna vez, los que van a nacer y a escribir en esta manera del castellano que nos hace vivir hoy, acá.

Así, ahora mismo, en largos poemas donde escribo de nuevo lo que estuvo en el origen de lo que llamamos poesía, hago una especie de palinodia, una retractación de mis libros monotemáticos de juventud. En lugar del plan, el tema, el título y sus poemas-mosaicos que iban llenando la forma tan honestamente unitaria del libro, me dedicaré a lo disuelto, a la ocurrencia, al hallazgo, y que de a poco el plan o el destino se esbocen, casi sin mí, como una figura de mi propia presencia, de mi apego indisoluble a la vida, y a los que viven o vivieron cerca. De modo que los poemas aparentemente autobiográficos no hablan de “mi” vida, sino del hecho de estar viviendo, del sentimiento para nada ingenuo de mi propia transitoriedad, que esconde mi unidad perdida con la naturaleza muda, palpitante, anhelante de luz, hambrienta y movediza.

Sin embargo, el elogio de la vida tiene su propia palinodia potencial: la intimidad originaria entre la escritura y la muerte, porque desde que tengo memoria o allí donde mis recuerdos no son demasiado sospechables de una fabricación retrospectiva, escribir era llenar cuadernos de fragmentos que se detenían, dirigidos a los poetas muertos. Pero lo que me parecía una manía, inspirada por el miedo, regida negativamente por la incertidumbre irrepresentable de pensar en algún día, alguna noche tal vez, no existir más, se habrá vuelto un destino, algo que no se hace voluntariamente. ¿Y no es eso acaso lo que afirman la insistencia o la vocación o la necesidad de escribir poemas en lugar de cualquier otra cosa, en prosa? ¿No es lo involuntario, como una medida más allá del sentido de la frase, como un corte de versos, aquello que no solo configuraba ese supuesto yo del poema, sino que constituía también el lugar vacante de su plenitud, su salida al mundo tal cual es, sin un contorno definible?

No sé si puedo justificar una manía más allá de estas preguntas, pero sin dudas algo se afirma en mi homenaje a esta prosa que nunca desdeñé, porque la poesía no es el único bien que hay en el mundo, según dijo uno de mis más queridos amigos poetas. Se afirma un acto interminable, disperso en momentos a lo largo de los años, en días que la memoria debe perder, sin cuya persistencia se esfumaría el tacto de lo que pasa, el resto de aquello que la vida guarda y también gasta, pero en cambio, porque hay un signo, palabras para el instante de felicidad y para el hundimiento del dolor, se puede volver a leer lo que nunca fue escrito, como reminiscencias, huellas, líneas en blanco de un futuro que no sea solo imagen. Los poemas, quizás, afirman la presencia de alguien, que no se expresa del todo, que no puede describirse a sí mismo, sin fundamento, porque las palabras no son más que señales, pero como dijo un gran poeta que murió hace menos de diez años, Yves Bonnefoy: “¿Qué tenemos, escondido tal vez por otras preocupaciones, que uniría el infinito de la figura precisa y la impresión de abismo donde ese ser aparentemente se sumerge? ¿Qué es lo que está en nosotros y sigue siendo sin embargo inaccesible por zonas enteras para el absoluto que creemos ser? Evidentemente las palabras, en sus redes –nuestra lengua.”

Y con esta apología del habla debería simplemente agradecerles su atención. Pero de nuevo me retracto. Les diré algo: sin embargo y de todas maneras, hay cosas que se unen a las palabras, parentescos extraños, así como un arbolito curiosamente verde, obstinado y opaco, puede querer decir que la vida se afirma todavía en su ser, y un niño, una muchacha, un gato silencioso tienen los nombres que no les corresponden, salvo en un poema, flor de un verano que ya se marchita, fruta prometida para que sea dicha una vez más la palabra “esperanza”.


[i] Esta nota sirvió de base para la conferencia que su autor dio en el XVIII Aguante Poesía realizado en Río Cuarto, Córdoba, Argentina, entre el 15 y 17 de noviembre de 2024.  

[ii] Silvio Mattoni es profesor de estética en la Universidad Nacional de Córdoba e investigador del CONICET. Es autor, entre otros, de los libros de poemas La canción de los héroes (2012), Avenida de Mayo (2012), Peluquería masculina (2013), y El gigante de tinta (2016)

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