La caída de Ícaro, de Oscar Aimari

Por Abelardo Barra Ruatta


 

 

    Un afecto, que lleva varias décadas me une a Oscar Aimar, de manera que hablar de su nueva obra resulta difícil, porque la nobleza de ese sentimiento no puede ser asediada por mí fuerte ignorancia en el extenso territorio de la producción literaria ficcional que es uno de los exuberantes capitales que ostenta Oscar. Menoscabar una amistad apelando a conceptualizaciones erróneas o vagas, parecería, no sólo inoportuno, sino indecoroso. Espero, con mi parco texto, saber evitar ese detrimento.

    Dicho esto, mi intervención alude, desde lo que mi competencia cultural me permite consignar sin cometer el error de mutilar alguna parte de nuestra añeja amistad introduciendo bombas cargadas de una alquitranada ineptitud, a una interpretación conceptual que me parece extremamente pregnante en la deliciosa narrativa de Aimar.

    Haré algunas observaciones en las que me siento seguro, más allá de la discutible plausibilidad de mis interpretaciones y aseveraciones. Para ello habré de referir a cada cuento, tratando de inferir en ellos, nociones que me permitan una evaluación analítica, que, no obstante, ha de permitirme, en cada caso, señalar aquellos elementos que me permitan juicios globales de esta Caída de Icaro, último libro de Oscar Aimar.

    En Un sueño en Urumpta, fiel a la comunicación con el universo borgeano, Aimar trabaja con maestría la metafísica del tiempo apelando a una concepción de la circularidad del mismo, la que conlleva que los mismos actos se repiten, quizás indefinidamente, porque la linealidad de la historia de ese cuento, se diluye en la contemporaneidad de otras líneas de sucesos que confunden la dirección del tiempo. La dimensión espacial, que parece manifestarse desmedidamente en la referencia a Urumpta (nombre vernáculo de este espacio geográfico comechingón cordobés y puntano), inmediatamente aparece despojada de un localismo telúrico insalvable, toda vez que los problemas de la trama son planteados en términos de universalidad. En aquello que el indio de la narración “no ha visto nunca”, el universo se vuelve contigüidad, porque, lo que falta en su pequeño mundo, es sorteado por la premonición demiúrgica de la fusión mundial que viene incoada en la conquista que se inicia, contemporáneamente, en otra línea de acontecimientos que difieren sustantivamente a la línea de causalidades donde se produce el sueño del indio. El sueño del caballo pasa de producirle miedo a convertir a lo soñado en una suerte de aliado. Es retumbo atemorizante y es arma el potro, es una parte mitológica de su cuerpo, es su artefacto de guerra. El sueño es también parte de una circularidad emocional, porque lo extraño se habrá de volver parte de “lo habitual” confiriéndole tranquilidad, pero también inundándolo en un clima de “desinterés”. Lo extraño deja de ser miedo y fastidio, para ser cotidianidad que acarrea ese señalado desinterés. El caballo soñado augura su muerte y la destrucción del pequeño mundo de lo local y, al mismo tiempo, preanuncia la resignación de lo bárbaro en la cooptación invasora e integradora de la civilización.

    Mientras durmiera, refiere a la escritura de la historia como ejercicio ficcional, artístico. Porque Aimar, en su narrativa, nos anuncia sin anestesia que la historia es algo lleno de imprecisiones, es algo tan escurridizo que si siquiera puede registrarse. La historia es un cuento que se narra con la intención de ser transmitido deformado. Es penoso el intento de registrar la historia, porque si bien, la razón y los argumentos estatuyen diferencias e identidades entre los sujetos y eventos narrados, antes de esa estructura ordenadora se encuentra el afecto, la deformación ideológica, que no es sino una adhesión afectiva a la supuesta verdad. Uno de los protagonistas asevera que la historia solo se preserva en la medida que entre los historiadores se recale en la polémica y la rivalidad. Aimar a través de sus alteregos expresa escepticismo frente a la existencia de la verdad completa o absoluta, porque entiende que esa verdad universal es una referencia a la egolatría, a la porfía, a la vanidad.

    Como una constante de sus preocupaciones aparece el tema de la escritura entendida como una estrategia que confrontación de identidades. Los protagonistas siempre se mueven entre la abstracción y la empiricidad, entre un lugar concreto o entre los sueños. De esa manera la historiografía alude a los diversos ensayos de registrar imperativamente aquello de lo que no se está seguro. Los personajes de este cuento llevan apellidos que aluden a escritores ampliamente conocidos por su polémica parcialidad. Y, como sinopsis de esta usina de discrepancias, la calle donde se produce un acontecimiento importante, se llama Guayaquil como epítome de que aquello de lo que se habla no puede ser cabalmente registrado: un célebre encuentro histórico carente de testigos, huérfano de una narración especular o espejante.

   Ordo mundo es un bellísimo relato acerca de una cuestión metafísica, que, en el fondo es lo mismo que decir, que se trata de un relato acerca de una cuestión política urticante, porque toda metafísica traspone en un plano de abstracción cuestiones suscitadas en el plano de la praxis. La necesidad, que el poder-saber introdujo en nuestras carnes, de presuponer un orden inalterable del mundo, un orden fijo, que genera sentido, certidumbre y eternidad como respuesta filosófica al pánico, al caos y al desorden, que son causas inequívocas del miedo al cambio, a la corrupción y a la muerte. El cuento juega muy bien con la idea de que el orden, incluso el aparentemente inalterable orden de la naturaleza, es, en rigor un orden proporcionado por la interesada racionalidad humana, que, para preservar ese orden, esa permanencia, esa certidumbre, debe inventar un relato que extirpe todo prodigio, todo accidente, toda anomalía, como modo de evitar que se propague la idea del cambio con sus concomitantes desgracias. Hay toda una teoría psico-social de extirpación del miedo con la apelación a testimonios sapienciales de un orden superior que nos explica y redime del miedo inculto e inocente, ese miedo físico de quienes no han internalizado las ficciones perversas de la racionalidad que explica desde lo fictivo.

    En Fragmento de un alegato interior, Aimar nos enfrenta a lo conocido a través de la difuminación y la conjetura. Aquello que conocemos meticulosamente en su materialidad empírica, de una manera morbosa y quirúrgicamente policial, es transfigurado y elevado al rango de un boceto socio-psicológico del fracaso humano, de su caída. El recurso de apelar a la adherencia material e histórica de la conciencia para explicar la caída de los seres humanos es una estrategia de imputar a la materialidad nuestro hundimiento en el barro de la existencia. La caída moral es la contracara de un anhelo de subir, de escapar de aquellas cosas que nos empobrecen, que nos acorralan, que nos martirizan. La sordidez personal, en la escritura de Aimar, mediante un procedimiento de magia narrativa, accede así a un orden de indulgencia empática: una brizna de empatía nace hacia la fealdad moral.

    Un espectador es una anécdota inteligente que nos conduce a indagar cuestiones aparentemente banales, pero que poseen significado existencial de enorme importancia. La comprensión del amor como intercambio interesado de búsquedas estrictamente individuales. La apelación al arte como instancia de rescate a esa incómoda transacción que dolorosamente tiñe, incluso, aquello que el romanticismo se ha encargado especialmente a des-monetarizar: el amor. El mundo del proto-arte shakespeariano (que tan delicadamente Aimar deja entrever), le permite al protagonista del cuento descubrir la moral, entendida como la acción autónoma que no necesita del apuntador material, toda vez que la acción moral consistiría en un movimiento inédito, un destello de emancipación que, en este caso, puede ser suscitado por el discurso artístico, entendido como aquella creación humana capaz de ponerse muchos disfraces para poder intervenir en la realidad material que es reacia a la intromisión directa de los sentimientos nobles: el arte como mediador estético para instaurar el mundo moral.

    En Luz de luna encuentro un trabajo de profunda inmersión en la intersección entre la moral y la estética. El cuento se comporta como una suerte de manifiesto de políticas del arte. La contraposición entre la bárbara tosquedad de la obviedad material y el ordenamiento sublime, luminoso, espectral que proporciona la escritura artística, en las manos de Aimar es capaz de redimir las pequeñas cosas para transmutarlas, no sólo, en ese nivel de metamorfosis galante que se produce cuando la cosa queda atada a la idea, sino que se encarga de hacer bella a esa cosa que, incluso puede estar dotada de rasgos de originaria fealdad ontológica. El arte es metamórfico o cataclísmico, porque produce una devastación cuando ilumina aquello que aparece oscurecido por la rutina, por el mandato de lo que es reputado como natural. El arte emancipado de la realidad empobrecida y tosca, también se independiza de la moralidad usual. El arte es una mirada recreadora de la realidad que puede encontrarse hundida en el mutismo, es una fuga hacia un tipo de discursividad que recupera a la realidad de su decadencia para, transportarla, magnificada, a otro nivel.

    En Derrotas con caída de Sísifo, Aimar se adentra en el tema de los mandatos y de los incumplimientos de los individuos, el atavismo conductual, que nos espeta que además de ser individuos que sufrimos, también creemos que somos capaces de cumplir sueños que incumben a toda la humanidad.

    Si bien es cierto que una gran parte de lo escrito por Oscar es un homenaje conceptual y estilístico a la obra de Borges, en este cuento la alusión a nuestro gran narrador es absolutamente explícita. Aimar incurre, bellamente, en el intento de crear mundos. Es un autor demiúrgico que entrelaza historias en un fracaso nunca mencionado, el mismo fracaso que los mitólogos advertían en el resultado del esfuerzo condenatorio de Sísifo y en la caída de un Icaro que se encapricha en la imaginación de la existencia de un mundo más bello que se rige por leyes secretas.

    En Un modelo para el infierno, Aimar con la solvencia de los grandes escritores, trasciende la narrativa ficcional para hacer que esa creación literaria lo trasporte a la categoría de un pensador filosófico. Por eso su insistencia en discurrir en torno a la filosofía del arte, en indagar acerca del arte de la escritura, el arte de la ficción que consiste en nombrar a las cosas a través de la irrealidad de una historia. La escritura necesita la complicidad entera del lector, porque el lector es un hermeneuta y un exégeta que descubre un mensaje que nunca se encuentra palmariamente expresado, sino que siempre está camuflado bajo la forma de una historia que, como toda historia, está llena de ambigüedades. Pero hay un esfuerzo por ser honesto y decir la esencia ausente del asunto: es como si el autor quiere volver moral a la estética y, en ese sentido, el cuento habla de una moralidad que trasciende el cumplimiento ético y civil del deber. La moralidad tiene que ver con las intenciones y los pensamientos, y en ese caso, el mero hecho de pensar lo innoble equivale a la comisión fáctica de la aberración moral. El escritor es aquel que reconoce que la ficcionalidad puede esconder su reverso, es decir que puede esconder la verdad que el lector-exégeta ya había descubierto, no sin cierto espanto de convencionalidad moral.

Ni uno solo

    Es el cuento donde Oscar deja de lado el tipo de cuento al que nos tiene acostumbrados. Es para mí un cuento fuertemente emocional y es el cuento que, a mi juicio, da título a este libro. Porque Ni uno solo es la alegoría más dramática de la caída de Icaro. Los vuelos, siempre son algunos más impactantes que otros, pero las caídas, en cambio, son siempre dolorosas, aunque algunas alcancen mayor dosaje dramático, acelerando las frecuentes caídas, mediante el expediente del suicidio. El relato busca expresamente dejar de lado la singularidad para quedar en la abstracción, en la generalidad, pero, lejos de ser meramente un impactante expediente literario, esa universalidad forma parte de las premisas del silogismo cuya conclusión expresa que esa caída, en particular, “es una alegoría exaltada de la historia de todos”. Esa existencialidad del relato posee una carga emocional que lo emparenta con aquellas filosofías eudemonistas que, luego de señalar el efímero goce que proporcionan algunos vuelos, no se amedrentan en señalar con objetividad la potente caída en el pesimismo. La narrativa de Aimar se torna generalizadamente empática porque es la descripción de nuestros vuelos. Los cambios que va experimentando el personaje son los cambios que todos experimentamos a lo largo de nuestros vuelos que culminan en caídas.

    Peces koi, cuento sin Laura es una metaficción, un meta cuento, otra excusión por las teorías del autor y del lector. Un ejercicio estético de teoría literaria. Una historia sin forma, un reconocimiento del desconocimiento de la realidad que implica la narrativa. Momentos exasperantes de ontología del sujeto y acercamientos sublimes a un erotismo eludido en las palabras. Obra compleja, cuyo análisis habrá de quedar reservado a otros estudiosos del género cuentístico, que, sin embargo, pueden llegar también a mi básica conclusión de que el relato es un ejercicio yoico de manejo espectacular del lenguaje por parte de un autor que se da el gusto de contar sin contar nada, que se atreve a escribir una historia que ni siquiera tiene personajes.

    Lengua extranjera es una obra en la cual me sentí incluido, porque Aimar, desdiciéndose, con sensible estilo, de sus aventuras por el nihilismo de la teoría literaria, acaba contándome una historia de familiaridades. Yo también vine a Río Cuarto de un pueblo al que Aimar, nombra en este cuento, Carnerillo y me hace remontarme a deseos e imaginarios muy parecidos a los que yo tuve. La historia es maravillosa porque hundiéndose en el terruño, con su sus olores y su chismografía, es capaz, sin embargo, de transportarnos a las emociones adolescentes que deben ser parecidas en su pueblo de Santa Fe o en algún pueblo de Suiza. Que no se confunda mi elogio de este cuento con el patriotismo del aldeano que siente que nombran sus cosas y por ello se ufana, sino que mi elogio tiene que ver con el hecho que el cuento, efectivamente, puso en marcha en mí emociones muy personales, pero básicamente me hizo sentir identificado con la humanidad toda, que, en el momento de sus altos vuelos, genera vírgenes y prostitutas para saber, aunque más no sea por unos pocos años, que la vida también encierra la realidad de la fantasía.

    Espero conservar la inestimable amistad de Aimar luego de estas escuetas y simples observaciones, que, para regocijo de los lectores, no rasguñan siquiera la impecable arquitectura narrativa de este libro que gozosamente Oscar Aimar levanta de manera exquisita en la amada república de los libros como un Icaro que, seguramente, no habrá de tener caída.


i Texto leído en ocasión de la presentación del libro de Oscar Aimar Caída de Ícaro.

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