DE ORILLA A ORILLA

¿LA MUERTE LLEGA PUNTUAL?

Por Jorge Rodríguez Hidalgo

            Cabe la iglesia donde se había de celebrar el funeral por el padre de un amigo, los hijos del difunto recibían las condolencias de cuantos allí nos congregamos. Como es habitual en tales ocasiones, las conversaciones se sujetaban al patrón que es de rigor: cómo fue el deceso, en compañía de quién, qué emociones había suscitado, y así una batería de preguntas que, no por conocidas, no dejan de ser nuevas en cada ocasión. Mi amigo, un hombre noble y de natural apacible, es un reconocido científico y, para mí, el mejor poeta en catalán de la actualidad. Aunando sus dos grandes pasiones/oficios, la ciencia y la poesía, a su talante religioso, respondió a mis inquisiciones con la bonhomía que le caracteriza, pero sin dejar de ahondar no en el dolor por la pérdida del padre (apenas le faltaban dos semanas para cumplir cien años), dolor cierto, sin duda, sino en algo que su obra busca entender: el misterio de la muerte; más aún, el punto de enlace entre ésta y la vida. Así, al menos, tomé yo el sentido de nuestra corta interlocución. Tras revelar que el padre había muerto en su propia casa, resaltó las últimas palabras del progenitor, quien, después de preguntar por la hora y responderle el hijo que “las nueve”, el hombre dio un repullo antes de exclamar: “¡Sí que tarda!” Poco después, dejaba de alentar. Queriendo entender que se refería a la muerte, se instaló entre nosotros un interrogante que, aunque ha ocupado a la ciencia, a la poesía y a la fe, sigue siendo un arcano para todos. ¿Existe una conciencia del límite entre la vida y lo que después de ella acaece, si es que algo llega?

            Recordé al instante lo pasado con mi madre en las vísperas de su adiós definitivo. Ocupaba una de las muchas camas dispuestas en un largo pasillo de las urgencias de un hospital, colapsado en aquel tiempo por una epidemia de gripe que afectaba especialmente a personas de la tercera edad. Los ancianos parecían esperar un turno: ¿el de la sanación improbable, el de la muerte próxima? Mi madre, como el resto de los pacientes, apenas se movía entre las sábanas. Acompañantes y personal sanitario deambulaban a su alrededor como si estuvieran en una plaza de abastos. Las voces ignoraban a los enfermos; las miradas ignoraban a los enfermos; todo el mundo ignoraba a los enfermos. Los enfermos también ignoraban la vida caliente que los rodeaba, seguramente sabedores de su inmediato destino. De vez en cuando, una auxiliar de enfermería -raramente, una enfermera, y casi nunca un médico- se acercaba a las silenciosas camas y, con curiosidad rutinaria, hacía ver que el paciente estaba bajo control. Cuando una de estas trabajadoras me informó de la posibilidad de trasladar a mi madre a una instalación próxima al hospital donde iban a parar los enfermos terminales, ésta, sin mover un ápice de su cuerpo, dijo en tres ocasiones: “el hombre viene, el hombre viene, el hombre viene”. Fueron sus últimas palabras. Pese a inquirirle de quién hablaba, no volvió a abrir la boca. Hacía solo cuatro meses que el mayor de sus yernos había fallecido. Durante años, ambos bromearon acerca de quién moriría antes. Puesto que fue el más joven quien primero nos dejó, ¿sería él el hombre cuya presencia veía o presentía? Nunca lo sabré. Sólo sé que llegó la muerte en su busca, y se me antojó que demasiado pronto. ¿O tal vez llegó a la hora justa, puntual, porque los deseos se habían acabado?

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