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Literatura
Sobre la obra literaria de Daila Pradoi
Por Claudio Asaad
Me lo repito como un Mantra. Este texto que antes leí y ahora reescribo con el aire disponible de la vida, es sobre Daila Prado. Me disculpo de antemano porque es imposible para mí, no puedo soy incapaz, hablar de la obra de Daila como un objeto de análisis al que se le puede aplicar matrices, métodos hermenéuticos, ubicar el recorrido de su escritura en el vasto universo de la literatura, establecer relaciones, conexiones y referencias. Estimar conclusiones. No puedo, soy incapaz de acercarme a su escritura abriendo el cuerpo de esos textos para valorar con sensatez metódica la valía de esas páginas únicas.
Con Daila nos une una historia de más de tres décadas, en las que nos leímos, nos escribimos y lloramos sin dejar de reír al mismo tiempo casi, con los intervalos pudorosos de ese silencio necesario para tomar aire, cuando golpeados por el afuera o heridos por dentro, hacemos como una mueca una al otro así, pidiendo esa distancia que la cercanía demanda para que la otra, el otro, siga ahí, y podamos mirarnos como siempre, a pesar de todo.
Y esa vida compartida, tan de mutuos cuidados, es parte de la literatura que se tejió a su tiempo en poemas, relatos, reseñas, papelitos, y archivos de Word enviados de madrugada cuando se necesita iluminar la calma que riegan las primeras luces.
Ese es el contexto desde el que nace este retrato tan mediado por el afecto y el gesto compañero con Daila. Su obra para nada está finalizada ni cerrada, hay libros por publicarse, montones de escritos que esperan esa forma para volverse materia del oficio placentero del lector. No soy afecto a las cronologías y tampoco al orden; iré y vendré por los libros, fragmentos que componen el sentido de la biografía literaria de Daila Prado.
Daila Alejandra Prado, Rosarina de nacimiento, riocuartense por suerte después. Inquieta, curiosa, deseosa de hallar algo más detrás de cada escena sembrada por las palabras, aquella niña de ocho años devoraba los libros de la chilena Marcela Paz, pero también el “Homero” y la “Ilíada” alternados con “Mujercitas” de Louisa May Alcott. La providencia no sé, pero si su actitud de exploradora la lleva con el tiempo a los textos de estas regiones y de ahí a la escritura. Primero relatos, cuentos breves al principio, hasta que a sus treinta años. Así lo recuerda escribe el primer poema, el primero por suerte de muchos. “Cuando no hay nada alguna palabra hay”, dice Daila y no es un eco, pero si la frase que tomó impulso para generar una obra continua, coherente, dueña de un registro tan personal que es muy difícil, complicado describir; hay una sutil e increíble habilidad en la escritura de Daila para acertar en el tono de lo que narra, de manera tal que ante nuestros ojos los detalles de la escena que muestra juegan con la voz interior del personaje y armonizan a la vez con el punto de vista de un enunciador que abre de forma hipnótica un telón de fondo, una idea que acaba por proponer una poética armoniosa y disonante a la vez. Reflejan sobre sí las palabras, su oportunidad de ser pensamiento, un reflejo y su ambigua distorsión:
Dice en “José Francisco, Esclavo”. Libro editado por la editorial cordobesa “Raíz de dos” en 2012, ii
“Esa noche fueron tres en la cama: la madre, el hijo y la libertad”
“¿La libertad puede ser trozada? ¿las partes conservan la cualidad del todo? Hollejo, pellejo, migas de libertad. Migajas. Tristes Jirones Oh, tristes nublados.
La libertad no existe más, le comunicó al niño mientras llenaba la plancha de fierro con brasas encendidas y estiraba las camisas de dormir de las niñas de la casa, rociadas con aguas de azahar. Luego en el catre volvieron a ser dos: el niño, la madre. Y una sombra que cruzaba de vez en cuando.
José Francisco no puede ser libre, su madre sí. Imposible ecuación dice la autora. Para que la historia avance, Daila acompaña a José Francisco, habilita su voz y sostiene sus emociones. Recupera sus pensamientos, sus modos de valorar lo que ve. Para alguien que no puede verse.
“Su ama decía de él: es hosco. Pensaba de él: es ladino. La cocinera una mestiza libre decía que comía por cuatro, pero que a ella le caía bien y que le gustaba mirarlo, era tan achocolatado. No aprendió aún el padrenuestro, le criticaba el cura párroco. Sería apuesto sino fuera negro, murmuraba la hija menor del ama, muy morocha también ella, para desconcierto y vergüenza de la familia Fierro. José Francisco no sabía cómo se veía: los esclavos no se miran a los espejos”
Daila Prado es una investigadora al detalle de la historia, sobre todo de la historia Regional del Sur de Córdoba y un poco más allá. La frontera como lugar y acontecimiento. La frontera es un territorio más que físico, un universo con pliegues difusos, un lugar de circunstancias mudables, en el que transitan los grupos, un espacio abierto en la que se generaron anécdotas a puertas cerradas, una urdimbre de secretos. La casa de los vientos, que, de manera tan acertada, describieran a su tiempo José Di Marco en el prólogo de “La Cicatriz” (2008/2022) y Marcelo Fagiano en la presentación de las “Puertas Verdes” (2021)
La frontera no se alinea con la escritura, la pone en jaque es esquiva y huidiza, pero Daila camina hacia los archivos y los habita, es testigo de las huellas de las voces que halló. Su lugar es el de la escucha, una escucha que elude el engaño de la seductora y única voz de los documentos. Descubre un nombre, alguien, una vida que acaba por desempolvar y situar en un mapa, ni siquiera importa tanto aun urdir ese destino, sino establecer relaciones, unos primeros vínculos develar una trama invisible, inaccesible para el ojo habituado al inventario; Daila en cambió allí vio. El hilo, y la fragilidad que el silencio inflige sobre los olvidados, por eso recupera la retórica de una vida, esa que pone en escena, al fin la identidad de una época.
Daila escucha la curtida piel de los que no son héroes/heroínas: serán personajes de una o más historias, tendrán una y muchas vidas, serán y son parte de una memoria que se recupera a fuerza de contarla de decirla a veces en la voz de la primera persona del singular, con esa fuerza nunca imperativa pero potente del que necesita casi exclamar, del que pide oreja y espacio en el mundo de los significados.
“ Yo soy Manuel Baigorria, creo en Dios, voy en primera fila a la batalla, voy de uniforme mal que les pese a muchos, el Manco Paz me nombró alférez pero yo merezco jinetas de coronel, los salvajes que comando vienen en cueros y me llaman Lautramán, arranco en primera fila como siempre, no importa si doy carga y entro guacho en líneas enemigas, Manuel Baigorria ha aprendido que para conservar el pellejo es preciso jugarlo a cada tranco, a cada lanzazo y frente a quien sea, las vueltas de la tramposa vida han hecho que encabece malón contra el suelo que me vio nacer, yo soy Manuel Baigorria y otra vez mataré a paridos por la misma tierra madre, escucharé gritos de mujeres capturadas, reconoceré parientes o vecinos en medio del barro y la confusión, los reconoceré y tendré que ensartarlos con mi espada, éstos son mis valientes indios de pelea y aquí voy, prendido al sudor del potro, pero yo calzo uniforme de la Patria y exijo no se me confunda con un salvaje, lo solicito, provengo de honorable familia pun tana y las retrancas de la suerte me harán volver a San Luis como el que soy, soy el que galopa entre la cerrazón y piensa en su madre viviendo cerca, estoy aquí madre, con mis veinticinco años en el apresto de batalla, nada más urgente y necesario que el enemigo, usted vuelva el tiempo atrás madre, no me vea así bebiendo sangre caliente de yegua, ululando La cicatriz—21 en tierra adentro junto a los bárbaros madre, vuelva atrás un tiempo que ahora estallará en el primer choque, todo es tensión y fuego, la vida: este olor a sangre y pólvora, vengo al mando de lanceros soberbios y grito a la carga, a la carga. A matar. ¿Es que podía hacer otra cosa? “La Cicatriz” (página 21)
Así se presenta sin ahorrar recurso para su breve y contundente autorretrato, Manuel Baigorria. Es el inicio de una narrativa compleja y fluida a la vez que reelabora y deconstruye momentos de la historia del país, a partir del punto de vista de un personaje multidimensional, contradictorio y a veces incomprensible. Daila lo bucea en la propia narrativa de la novela, esgrime la búsqueda de argumentos que la arquitectura del relato propone en boca de los personajes. Los pasajes de la novela ponen en movimiento giros narrativos y dramáticos siempre suculentos, ricos, provechosos, además, en datos históricos. Contextos esculpidos por la rigurosidad que demanda el género (si es que sólo se la puede situar en uno). Podría haber elegido cualquier pasaje, pero voy por este:
“María de los Milagros, regresada, sólo ha repetido dos palabras durante muchas jornadas: Pergamino, Neira. La letanía ha terminado por cansar a doña Anunciación Porcel de Peralta, que la resguardó en su casa, una de las mejores del pueblo, como que tiene techo de azotea. El alférez Domínguez visita por las tardes a la muchacha, mientras las damas del pueblo de Nuestra Señora de la Concepción del Río Cuarto arbitran medios para ubicar a los parientes, pobrecita, nadie la ha reclamado aún desde Pergamino. En la villa el tiempo transcurre tumultuosamente, sin languidez ni prestancia; el tiempo brinca, se encrespa, arrolla. Gran ola turbulenta, la guerra civil arroja a la playa de cada amanecer cuerpos des trozados, vidas regaladas a un dios maligno, pedigüeño. Y desde el sur los ranqueles que, sombríos y acuciados por el hambre aprestan el filo de lanzas y las patas de caballos. Pocas personas pueden prescindir de la violencia del tiempo; los niños, claro, y los idiotas. Los enamorados, claro, absortos en su balcón de privilegio. Para otras, en cambio, el tiempo es un mesero que sirve puntualmente los minutos y las horas ante comensales lúcidos, angustiados. La vieja Servanda Domínguez, por ejemplo: ¡cómo absorbe por los poros cada momento de peligro! Y cada instante pródigo, uno más, en que su muchacho Sebastián permanece en el pueblo, cerca de ella, cerca su rostro franco y las manos prestas, honra das. La vieja ha consentido en soltar de a ratos la piedra y, se amaña para secar unos higos espléndidos, reventones; la higuera, encogiéndose de hombros ante el escozor general, ha resultado en esas brevas perfectas para devenir en pasas y aparecer en los bolsillos del uniforme de húsar de un joven llamado Sebastián. —Hay que darle tiempo al tiempo— dice el húsar refiriéndose a María de los Milagros, a su silencio, dulce como los higos. Triste.” “La Cicatriz” (Página 174.)
Daila narradora, Daila Poeta, Daila cronista. Daila y su voz. Lo digo en varios sentidos. Temo involucrar en esto que voy a decir, una mirada mediada, sesgada por mi formación profesional, pero me interesa destacar este aspecto, esta dimensión de la obra de Daila que para mi es constitutiva en todas sus obras en narrativa, claro, pero sobre todo en “Las Puertas Verdes” La última obra publicada de la autora (salvo la reedición corregida de “La Cicatriz “en 2022.) “Las puertas Verdes” es un libro muy particular, por suerte bastante inclasificable que recupera los textos escritos para el programa radial del mismo nombre. El propósito de Daila al compilar, recuperar, ordenar, clasificar en este primer volumen estas historias es el de ofrecer una fuente de consulta, un material de trabajo para los estudiantes de las escuelas. Por suerte pudo trabajar con varios grupos en diferentes espacios áulicos luego de la edición. Se trata de un libro de crónicas. La oralidad que le dio origen a los textos les otorgo un aliento, una fluidez, -no sé cómo decirlo- una modulación que reverbera en la lectura y compromete al lector, lo involucra por el modo en que los recursos lingüísticos han sido inteligentemente dispuestos. La historia regional se torna memoria colectiva y oral que una voz irradia de manera coral con sonoridades actuales para un tiempo presente. Déjenme ofrecerles este fragmento.
“Calle abajo viene cantando el niño. Sus zapatos descosidos esquivan pozos –parecen cráteres– y charcos de lluvia de la noche anterior. La calle está sucia y despareja, pero no es novedad: en la villa de la Concepción todas las arterias se ven mal trazadas, sin veredas. El pueblo es nuevo y lucha por sobrevivir a la vera del río marrón, caudaloso, que cada tanto provee inundaciones. El niño está contento, llega saltando en un pie, canta, canta a grito pelado. Su vocecita retumba en los patios de aljibe, en las huertas, en el portal de casas donde el mediodía concentra actividad. Es mayo, hace frío, hay un lindo sol tibio y el cielo parece de bandera. Oí mortal el grito sagrá Canta el niño comiéndose algunas letras. Aunque el himno es todavía reciente, él ya lo sabe de memoria; su madre –una parda libre que levantó su casa con propias manos– se lo enseñó. Al niño le dicen Antú, su padre revista en el ejército, sus hermanos también; están en un mundo extraño y lejano en el que según su madre se juegan la vida por la patria todos los días. Tendrán hambre, tendrán frío, murmura ella por las noches, reza y pregunta a la virgen si volverán… El niño pasa frente al cabildo; una casa común, de paredes de adobe y techo a dos aguas de paja entretejida, con escudo pintado sobre chapa arriba de la puerta. La villa y su jurisdicción albergan cerca de mil quinientas almas, en ese año de 1814. Antú canta a voz de cuello. Pasa delante de la capilla; una mujer vestida de luto barre la entrada con manojo de ramas. Oí mortal, libertá, libertá.” “Las puertas Verdes”, “El niño de mayo” (página 99)
La incorporación de elementos de ficción fantástica en algunos de los relatos sutura esa “arena movediza” a la que refiere Daila en un reportaje entre la ficción necesaria para volver más veraz, y verosímil la historia de la historia que se narra.
Aquí otro ejemplo:
“¡Luz, cámara, acción! Primer plano de un rostro fino, nariz recta, frente amplia. Piel morena y ojos rasgados de mirada abierta, tanto como la llanura que se perfila atrás, lisa, verde, argentina. La –imaginaria– cámara se aleja y abarca los churquis florecidos de puro amarillo, el pasto puna, el sol del meridión alto en el cielo. Se pregunta: ¿es hombre o mujer, el jinete? Surge de las entrañas de la frontera tras la cual habitan los indios… Los griegos quizá lo hubieran resuelto en modo enigma; el genio superlativo de Shakespeare, en tragedia o drama; nosotros debemos retroceder dos siglos y ubicarnos en 1796, plena pampa sudamericana; apenas la silueta desmonta con elegancia advertimos que parece, increíblemente, una mujer. Pero ella se presenta como hombre: traductor, mediador entre la lengua mapudungun y la castilla: lenguaraz. Un paneo y se advierten dos grupos que avanzan hasta enfrentarse. Ella o él integra la primera línea de la comitiva cristiana; la avanzada ranquelina, en cambio, viene al mando del cacique Chacalén. Ella o él baja del caballo (magnífico overo) y aguarda a que descienda el marqués y se insta le con su amanuense para comenzar las negociaciones. ¿Un marqués? Lo era, en efecto, con peluca, bastón de mando y otros atributos: don Rafael Nuñez de SobreMonte, funcionario español, gobernador intendente de Córdoba del Tucumán. Nuestro intelecto inmerso en el siglo XXI tiembla ante la imagen. Parpadea también la pampa; el cacique Chacalén y el marqués de SobreMonte van a firmar un tratado de paz y dependen, en buena medida, de los oficios de esa rara estampa que se maneja con igual pericia y cortesía en dos idiomas.” “Las puertas Verdes”. “Panchita Bengolea, lenguaraz” (página 43)
Los recursos cinematográficos de los escritos de Daila, los recursos visuales, la cámara que panea mientras piensa, los planos cercanos, la voz en off; su voluntad filosófica y sus puntadas ideológicas. No es una formalista no, claro que no, pero las elecciones estéticas, un gran sentido estético general diría, esta urgido por un punto de vista social, arraigado en una fuerte convicción intelectual y política. Nos enseñó Bajtín que la gente habla por medio de textos o enunciados. Dialogamos con nuestro tiempo a través de los textos. Daila Prado ha construido, y lo hace, una obra que propone desde el pasado una dialéctica con nuestro tiempo, asume una ética que argumenta desde la ficción histórica la necesidad de reconocer, mirar, husmear, empapar el entendimiento para reconocer que de la historia es un presente, presencia que acude a rescatarnos de la sordina del olvido, ese recinto de oscuridad donde crece el miedo y la violencia que engendra.
En épocas en que en las ciencias sociales y las humanas una de las preocupaciones temáticas se centra en el estudio de las subjetividades, es interesante pensar este eje problemático en vinculación con la literatura: modalizaciones de mundos, proyecciones de estereotipos, imágenes acerca del deseo, los modos del amor, la idea de libertad. Escuchar en internet los audios de “Las Puertas Verdes”, en la voz de su autora es participar de un acto de reescritura que viene a expandir la acuosidad cristalina y fresca de los textos.
Daila es una autora, ya lo dijimos, rigurosa, delicada, precisa, dispone todo para que haya belleza y cuidado aun cuando el dolor y porque no, el horror acecha.
En la primavera de 2013, se publica una novela que me parce no fue lo suficientemente difundida o tan conocida y reconocida de Daila. Se trata de una obra valiosa no sólo a nivel literario sino como documento histórico que revela y desenmascara una etapa importante y nefasta de nuestra historia argentina. El relato central cuenta la aventura de un grupo de hombres que decide hacer cumbre en el Aconcagua para dejar allí como testimonio los bustos de Juan Domingo Perón y de Evita. Esa aventura casi épica es mucho más que un símbolo, son tiempos críticos para la patria. La ascensión, no una, sino dos veces con sus regresos, también lo son. Es una novela que no ahorra recursos literarios, historiográficos, periodísticos y poéticos. Situada en la primera mitad de la década del 50 del siglo pasado, los relatos, secundarios que funcionan como usina de la narración principal, conforman un corpus avasallante. Momentos de inmersión a cielo y corazón abierto que vuelven sobre el lector para llevarlo por oleadas al medio de un mar con fondos de claroscuros.
Me refiero Claro a “Los vencedores del Aconcagua”, editado por Colihue en 2013. Novela además que alguna vez Daila y luego los dos imaginamos llevar al cine. Porque además Daila escribió el guion, la trasposición del texto de la novela para cine con una maestría que pocas veces he visto en obras de guionistas profesionales. “Los vencedores…” es una novela en la que la autora despliega con destreza una coreografía de personajes, situaciones y momentos dramáticos difíciles de olvidar.
Voy a la novela:
“El amor que Helena tenía por Sebastián Ávila a veces la asustaba. Como asusta lo absoluto. Helena nunca había perseguido el absoluto, creía que los humanos no adquieren talla suficiente para dar con él, y si alguno lo encuentra, pues se convierte en otra cosa, en un mito, un símbolo, una santa. Eva Perón, por ejemplo: Helena admiró profundamente a Evita: desde Mendoza supo cuanto hiciera referencia a ella, bebió las palabras de sus discursos igual que una sedienta de labios partidos, aplaudió sus logros en el mundo, alabó su coraje y su insensatez. La lloró luego como a una hermana, como si hubieran compartido secretos de niña, desayunos, juegos y aprendizajes. Sí: Helena amó a Evita, aunque nunca la hubiera visto en persona. Ahora, su amor por Sebastián Ávila era otra cosa. Si fuera por ella, es decir, si fuera por la parte de ella menos domesticada, menos imbuida de orgullo, besaría el suelo que él pisaba, le andaría detrás, cachorro sin vergüenza ni pudor.” “Los vencedores del Aconcagua” (página 78).
Lo ideológico, irrumpe como un elemento señero, es un campo minado por la incertidumbre y el juicio propio y ajeno. Porque es resultado de una clara y honesta elección. Se está de un lado, con la imprudencia de la voz clara, con la fortaleza que otorga decidir y saber porque, aunque las razones estén salpicadas por la pasión, ese vital componente que recompone la frágil retícula de nuestra existencia. La política es del vivir y estar atentos, porque otros no pudieron.
Este increíble pasaje de la novela es un llamado a la memoria, es un testigo para mirar el presente.
“Después del estallido hubo un silencio pesado, inaudito. Duró poco: muy pronto los ayes y los lamentos y los gritos de auxilio inundaron la plaza. Todavía en el suelo Sebastián vio desintegrarse un trolebús alcanzado de lleno por una bomba. Aquello no podía estar sucediendo: en una avenida del centro de la capital se desintegraba un transporte público. Explotó en el aire, y los pasajeros, de un minuto al otro, pasaron a ser fragmentos irreconocibles de cuerpos, cuerpos hasta recién palpitantes. Sebastián, arrodillado, logró avanzar unos metros. Se metió en el centro del hongo negro e hirviente. El calor lo manoteaba como una zarpa. A gatas tanteó el suelo, el aire, sin ver nada, solo humo y negrura. A unos cincuenta metros explotó otro hongo, casi encima del Obelisco. El Negro intentó llamar a Helena, pero las palabras no le respondían. Un hombre se quejaba débilmente; Sebastián no vio dónde estaba. Pudo aclarar un poco la voz y llamó a Helena. Hubiera querido decirle “amor”, “mi vida”, y nunca hubiera sido más cierto, pero solo alcanzó a articular el nombre de la mujer, su mujer, de Helena con hace. Siguió caminando en cuatro patas, atontado, sin saber qué estaba pasando. ¿Era pesadilla o era verdad? Apenas el humo alquitranado se disipó en parte, Ávila se incorporó, sin dejar de llamar a Helena. Pasó un avión volando muy bajo; éste no descargaba bombas, sino metralla. La metralla barría el pavimento y las personas caían a su paso, como muñecos de feria. Mujeres. Hombres. Viejos. Jóvenes, Un niño. Un fogonazo imposible. Una luz blanca. Todo eso veía Ávila pero después lo olvidaría, porque solo le quedó corazón para vislumbrar a Helena, con su tapadito nuevo, tirada en el piso, en el piso negro de hollín y rojo de sangre. El tapado era un guiñapo y Helena tenía el pelo revuelto cubriéndole la cara.” “Los vencedores del Aconcagua” (página 85)
En otra novela ya citada “José Francisco Esclavo” el protagonista abre su propio pensamiento, sin desmesura, pero de un modo directo, la injusticia, el precio de la vida, la existencia como destino de dolor, como lugar de encierro, como espacio desesperanzado.
“José Francisco sopesó la cifra de su vida. Ciento cincuenta pesos. Por Dios. ¿Ese dios cristiano que promocionaba el hombre de vestido negro y largo sabía lo que eran ciento cincuenta pesos? ¿Se pondría alguna vez de su lado, el dios al que le rezaban hombres y mujeres blancos? Recordó otro número, cincuenta y tres, y se revolvió ante la importancia que los números adquirían en su existencia de sirviente analfabeto. Nunca podría reunir ciento cincuenta pesos. Con el alma en el puño (abría, cerraba) le imploró al defensor que intercediera para lograr una rebaja. Ardua negociación que insumió unos días y que, al parecer, Saturnino Salazar llevó muy bien, persuadiendo por fin a la señora Agustina. El monto sería de cien pesos.”
“José Francisco Esclavo” (página 61)
Cuando presentamos este libro en la Casa de la cultura, si mal no recuerdo, la querida y añorada Susana Dillón, estableció un puente entre la esclavitud en aquellos años del 1800 y la de nuestros tiempos, la de explotación de los poderosos sobre los más vulnerables.
Pero, ¿Qué es la poética? ¿Qué consideraciones involucra, que elementos incluye? En el caso de la obra de Daila Prado, el modo de decir, la sutileza de una voz que merodea sobre los objetos, las cosas, la naturaleza y las personas que están y las que estuvieron: las huellas, lo visible de este mundo, para nombrar lo inaccesible, para dar cuenta de la oportunidad de ser aún en el registro mudable de los significados.
Por fin la obra poética de Daila. En 1989 gana el premio municipal de literatura “Luis José de Tejeda”, junto a Alfredo Palacio, no sé bien lo de la premiación como fue, pero finalmente se edita el libro que contiene algunos poemas que incluso luego se incluyen en este primer libro y único por el momento de autoría individual de Daila “Alga Azul.” Libros del empedrado, (1991) De ese libro es este poema antológico.
VI
Sí, pero mi hijo dice
-Mamá qué es el suicidio?
Y yo, que he renunciado a entender
De casi todo
Paso por los labios mi lengua de perra
Súbita
Que ha visto amenazado a su cachorro
Y enumero ciertas explicaciones
De la última vacilación
Que nos fuera concedida
Pero debería traer tu vino, padre,
A volcarlo una vez más entre tus días erróneos
Debería atar delante del niño
Los espesos animales de tu aliento
Darle a ver el dibujo de tus pasos
Enredarse contra un viento sin sosiego
Por supuesto él es un niño
Y no entendería.
O sí.
Y yo, que no quiero comprender ya
más que lo imprescindible
me tomo el pulso
y le sonrío.
“Algazul” (página 7)
Es en la poesía donde Daila, poeta, mujer, madre, etc. desenvuelve el yo lírico ante un paisaje que muestra una poeta abierta y dispuesta al mundo, pero también consciente de su lugar de vulnerabilidad, del sitio peligroso que es la existencia cuando se decide habitar sus bordes, las irregularidades del tiempo, la transmutación de lo real en absurdo. Mirar sin tapujos ni prejuicios esa zona que es inevitable nombrar en el cuerpo del poema.
Un tono cercano a la melancolía se combina con una búsqueda en el lenguaje de palabras capaces de equilibrar ese efecto punzante de los temas que aborda.
Tengo la licencia de los textos inéditos, aquí van:
Acuarela
“Una flor roja
una hoja seca
y un rosal.
Pasto verde hay
junto a un rosal”
Tenías seis años
Sofi
¿o eran siete?
Había encierro,
rarísimo
piel de luna, tu corazón
olía el desconcierto.
Pibita octubre,
caminaste el alfabeto
reciente y cabulero
Escribiste, pibita,
esos lindos versos
sobre la piel del mundo
que despertaba al borde
del desquicio,
la falta de aire.
El pasto de tu vida es verde
traslúcido
Sobrevivimos
Sí
En estos últimos poemas la poeta, regresa a la escucha del mundo, no es observadora, dialoga como lo hace en las novelas con la realidad, para volver reflexivo el terreno donde el yo poético asume el compromiso de otras voces, las identifica, las reproduce, las cambia de lugar para extender el lenguaje en el poema como una manta, un abrigo, una urgencia de protección contra las consecuencias de un mundo injusto.
Mina de oro Esperanza, Perú, veintinueve asfixiados.
“Quiero ver a mi esposo.
Quiero ver. Si no nos permiten
nosotros nos vamos a rebelarnos.
Vinimos de lejos
con qué dolor estamos llegando,
es una vida, no es cualquiera.
Quiero ver a mi esposo
sus pertenencias, cómo ha vivido
dónde ha vivido mi esposo.
Eso yo quiero”.
Ni menos supiste, viudita, donde dormía tu hombre
el esposo minero. Ahora te encajan un micrófono cerca
el golpeado corazón
no señor es que no hay ahicito ni camino
como iban a socorrer a los devorados por el fuego
ahogados de oro negro déjeme recién he llegado
señor
y suplicás, amenazás con rebelarte, ojos oscuros
de cierva americana, la mina se llama Esperanza,
para arañar la montaña arisca
te han sangrado los pies escaldados por el frío
de la amarga Doña Historia.
Apenas la mañana se levantaba desde el este
la Doña, anteayer, llamó al timbal granate de tu puerta
y desplomó sin cuidado uno, dos tres siglos
en el mismito umbral en que despediste a tu minero
aguita clara rumorosa lágrimas así de joyas.
¡Qué estrépito el derrumbe de una raza
sostenida por puntales de ordinario herrumbre,
mientras el oro corre por debajo corre
allí por socavones, sueños desquiciados, viborea el oro
campante vencedor oh sí
jaguar altivo inmortal desde que Pizarro
te bautizara!
Mande señora. No, mi esposo aún no llega,
usté conoce, un día entero de camino a trocha
pelando la montaña como a papa amarilla, de fronda
y puras espinas.
Hace frío aquí, no me tenga Doña tan así al desgaire
déjeme respirar antes que su bocahocico exhale
humo dorado catarata hirviendo puro metal dizque precioso,
no me desenrolle madeja ovillo incaico antes libres vivientes
yo quiero ver a mi esposo, doña, es una vida,
no es cualquiera.
Y fíjese, acuerde, señora: algún día nunca más diremos: mande.
Pero hoy nomás, aunque dure este relente solo quiero
ver el cadáver de mi esposo, eso yo quiero.
Queda muchísimo por investigar, leer, compartir de la obra de Daila. Hay más obra inédita. Una novela terminada, otra avanzada, según me dijo en una entrevista que compartimos hace unos meses.
Aquí han quedado fuera de esta revisita, los textos de investigación y ensayo sobre historia regional que Daila ha compartido con especialistas de universidades y academias de historia a través de publicaciones y paneles, jornadas y congresos. En este sentido Daila Prado ha sabido ganarse un lugar de merecido reconocimiento en el mundo académico.
Me excede la capacidad y las herramientas con las que cuento. Seguramente no pude alcanzar un análisis que haga justicia a las obras de Daila Prado; mi intención ha sido más el de acompañar y homenajear a una amiga, a su obra que admiro y disfruto, espero haberlo logrado un poquito.
i Texto de la conferencia dictada dentro del ciclo “Una de las nuestras”, organizado por el Área de Literatura de la Subsecretaría de Cultura municipal y SADE Río Cuarto. ii iiantes Prado había editado un cuento en una antología de esa editorial en 2010 que se llamó “Autopistas”