Robe, poeta del caos organizado, los espejos rotos y el camino
Por Hugo Aguilar
Ese díai, Plasencia amaneció como llevada por el aire. Con esa sensación de tren que parte. Definitivo y distante. Sensación de despedida, sin palabras, sin andén, sin ataduras y absurda como toda despedida. Robe se ha marchado y dice que no volverá, aunque sus canciones floten para siempre en la memoria colectiva de los muchos.
“No hace falta que entiendas un poema para que te emocione”, dijo una vez. “Y con una canción pasa lo mismo.”
Poeta antes que músico, como Jim Morrison; artista antes que estrella de rock, como David Bowie, Robe conjugaba en su palabra el asediado espíritu de su tiempo con la aventura individual de cada uno.
Desde la fundación de Extremoduro en 1987 al último concierto en Vigo, el 9 de noviembre de 2024, la carrera de Robe fue única, irrepetible y atravesada por una certeza, “mi próxima canción es la mejor”. Poeta de la resistencia, la palabra precisa y a la vez infinita, la aventura que comenzó con la preventa de un álbum que no existía estuvo marcada por una constante evolución. Pero eso no significa nada dicho en estas palabras muertas de antemano. Hay que escuchar la crudeza casi animal -que Robe nunca perdió del todo- de los primeros discos de Extremoduro, al salto que representa en los noventa la complicidad de Iñaki Antón, ex Platero y tú, hasta la etapa solista y esa búsqueda constante de una vuelta más en el sonido de la canción y en la magia incomparable del castellano.
Agila (1996) y La ley innata (2008) son hitos inevitables de ese camino donde las letras se vuelven cada vez más profundas, existenciales, definitivas. La desaparición de Extremoduro en 2019 no fue el final del camino, sino otro paso del romero en su itinerario milagroso. Porque hizo más poderosa la alquimia sorprendente de la etapa solista que comenzó en 2015 con el monumental Mayéuticaii, esa especie de respuesta inquietante y perfecta a La ley innata (2008) de su viejo grupo.
Nadie logró conjugar mejor que Robe el alma arisca, filosa y dulce del castellano con el espíritu del rock, un género nacido al calor de la lengua inglesa y que siempre pareció sentirse mejor en su regazo frío, sintético y crucial. Alguien escribió por ahí que si Robe hubiese nacido en un país de habla inglesa estaríamos hablando del artista más importante del género. Pero por suerte, nació en Extremadura, al amor del castellano y del castúo, dialecto extremeño del castellano.
Lector feroz como Bowie, músico sin límites como Mike Scott, enamorado de su lengua como Antonio Machado, Vicente Aleixandre o Miguel Hernández y pleno de referencias culturales de todas las artes; sin saber o sabiéndolo -como hizo Luis Alberto Spinetta que nos juntó a todos para despedirse- cerró su historia con un álbum infinito y sorprendente como Se nos lleva el aire (2023). Y con él se fue de gira por última vez por cada rincón de España hasta que el cuerpo le dijo que no podía seguir.

En esta etapa, el sonido de Robe, que así se llamó su grupo hasta el final, se volvió orgánico, consistente, pulido, imperioso. Las guitarras siguieron flotando en las canciones como si Thin Lizzy tocara las oscuridades más profundas de Gabriel, la imaginación de Bowie o los fantasmas incomprendidos de Rory Gallagher. Como si de pronto, Mike Scortt y sus Waterboys encontraran finalmente lo que siempre anduvieron buscando, pero que no se atrevieron a conjurar para abrir la puerta de la belleza definitivamente. Como si Eddie Jobson, Jorge Pinchevsky o Jamie Muir se juntaran en el camino para encontrarse con Robe y planear canciones definitivas como Puntos suspensivos, Nada que perder o El Poder del arte.
Y a uno le nace una extraña sensación después de la sorpresa de la ausencia.
Es como si antes de marcharse, el Robe hubiese decidido organizar el caos, restituir los pedazos de los espejos que siempre lo reflejaron roto, para juntar los fragmentos como en una improbable película de Roger Corman, contra la entropía y el tiempo. Y ese viento que usa para nombrarlo. Y que agita las amapolas del jardín de un relato infantil infinitesimal. Y que grita “¡Agila!”, resiste, despierta, apúrate. Exactamente allí, las canciones parecen estar en superposición cuántica, como al borde de infinitas probabilidades, todas a punto de nacer, todas existentes a la vez en algún lugar de la percepción, que las hace brotar en el momento preciso en que se las escucha. Ni antes, ni después. Alquimia de tiempo y de interpretación. Lazo cuántico entre el Robe y los mortales.
Robe Iniesta, lejano y cercano a la vez. Novelista, poeta, músico. Verdadero hasta las lágrimas. Dueño de todos los excesos y de todos los regresos. Lúcido como pocos, pudo hacer lo que sólo algunos iluminados por el fuego de su propia pasión fueron capaces de lograr. Construyó una obra monumental. Insospechadamente vasta, profundamente humana como todo arte verdadero. Y como toda oración que se precie de sagrada abrió más preguntas que respuestas.
Dicen que la única oración efectiva es la que no logra nada. De otro modo sería un simple trámite burocrático. También el texto, la canción, el poema que no repite lo mismo hasta la náusea es ineficaz…pero despierta al dormido, inquieta al poderoso y fluye en la oscuridad como un río subterráneo. Con preguntas, respuestas vagas y esa incómoda sensación de que detrás de las palabras está la arena de la playa que nos negaron. Pero que está. El arte es eso. Y Robe lo sabía. El arte no es encontrar, sino suponer que la arena, la playa, aquella sonrisa, los días claros y luminosos y las lluvias con nombre propio están allí. Y esperan por nuestro tiempo y quizás por nuestros ojos.
Hay textos que son infinitos como La Biblia, Ciudadela, el Quijote o la poesía completa de Aleixandre. Y así es su último gesto artístico, Se nos lleva el viento (2023). Un fractal de infinitos que incluye infinitos posibles donde conviven Debussy con Apocalypse Now (1979), canciones dentro de canciones como en Borges, Spinetta o Andy Latimer en el Camel de los setenta, un Ulises desorientado o un Alonso Quijano buscando entuertos y misiones perdidas de antemano, pero seguro de avanzar. Porque antes, ya había dialogado con Neruda o Machado, como al pasar andando. Y para enmarcar esa palabra poética, fluye un sonido orgánico, progresivo, sinfónico, poderoso, que te deja sin aliento y que quizás recrudece en las letras a nivel inconsciente y emociona casi sin saber la razón. Un sonido simple, pero en capas que connota raíces, tiempos, espacios, nombres. Y esa segunda persona que te golpea el pecho, aunque no quieras. Para sentir primero y entender después, si hiciera falta. Porque las canciones del Robe son casi una definición posible del sentido. Hay que imaginar una habitación a oscuras, donde un ciego dispara una flecha en la oscuridad, lo escuchamos, creemos verlo fugazmente, lo ubicamos en el tiempo y en el espacio del significado, pero sólo cuando la flecha nos atraviesa el corazón, el sentido tiene chances de revelarse. Ni antes, ni después.
Ese día Plasencia amaneció como llevada por el aire. El alquimista había guardado sus instrumentos, pero por suerte, dejó el fuego encendido. Eternamente. El viento lo traerá siempre que suene una de sus canciones o siempre que alguien necesite un empujón para seguir insistiendo en quedarse de este lado del espejo un día más. Y uno más y otro más, hasta que el aire nos lleve.
ii ECM dedicó una nota especial a Robe tras la publicación de “Mayéutica”, firmada también por Hugo Aguilar. https://www.calameo.com/read/0064561068c394355c617