Crónicas del olvido

La motocicleta de Kafka, de Karl Krispin

Por Alberto Hernández

Karl Krispin reúne en La motocicleta de Kafka catorce ensayos sobre diversos escritores y artistas que han dejado huella en la historia.

“Es lo que me gusta de este Kafka motorizado, entramos en la mente de Krispin y escuchamos sus pensamientos de forma inmediata, directa”.

Norberto José Olivar

Leo y subrayo. Leo y recorro las líneas apretadas de este libro de ensayos de Karl Krispin, La motocicleta de Kafka. El lector podrá —desde la portada— imaginar al autor de El castillo empotrado en una antigua máquina de dos ruedas a máxima velocidad por todo el mapa de Praga. Podría llegar a imaginar —cosa buena— al escarabajo o la cucaracha que Frank Kafka inventó en La metamorfosis jineteando su tiempo.

Escribo desde el título por lo llamativo de la imagen verbal y visual de este magnífico trabajo del también autor de ¿Es posible leer La montaña mágica en nuestros días?, en la que Thomas Mann relata una historia intrincada donde los personajes se encuentran hospedados en un centro de salud para recuperar el equilibrio emocional. En esta extensa obra ensayística nuestro autor nos revela “secretos” de escritores, artistas y pensadores que no todos los lectores conocíamos.

Leo y subrayo, repito, para no perderme en la densa osadía de Karl Krispin, para no perder ninguna línea porque en ella se contiene tanta información que hace de este libro una suerte de biografía enciclopédica muy personal, una especie de guía que nos conduce en primera, segunda y tercera personas por un sendero en el que el mundo es cada vez más cercano desde la vida intelectual e íntima de los personajes tratados.

Catorce son los ensayos que Krispin vacía en este tomo publicado por la editorial Eclepsidra en su colección “Los insulares” este año 2025. Catorce desafíos para el lector por la enjundia de notas a pie de página en las que se pueden encontrar datos referidos a cada materia o personaje estudiados por quien también es novelista.

Bien vale la pena mencionarlos luego de una entrada titulada “Palabras de comienzo”. Así, leemos y subrayamos pasajes de “De Big Sur a Pacific Palisades”, “Márai: el triángulo peligroso”, “Ernest Hemingway y los toros”, “Murakami: bajar al pozo o atravesar el espejo”, “La motocicleta de Kafka”, “Alexander von Humboldt visita Venezuela”, “Umbral, yo vengo a hablar de sus libros”, “Johannes Vermeer: el encanto de la burguesía”, “La pasión según Axel Capriles”, “Magritte”, “Políticamente indeseable”, “Goya”, “Tres magos, reyes, sabios y orientales”, y “Eric Vuillard: con la historia nos hemos topado”.

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En “Palabras de comienzo” Krispin destaca que “La vida está llena de literatura. Este libro de ensayos colecciona de nuevo los temas literarios, así como los de la historia del arte y de las ideas”. Habla de una combinación del “viaje con las palabras”, toda vez que lo de escritura es un tránsito verbal. En este caso, menciona a Thomas Mann y a Henry Miller y nos amplía la curiosidad al revelar que “conocer que el escritor de Praga, Franz Kafka, era más vital que lo que lo han acusado de agencias turísticas que trataron con angustias literarias y que se desplazaba por las calles de su ciudad en una motocicleta a alta velocidad cuando tenía prisa para llegar a los prostíbulos que frecuentaba”. Esta revelación conforma un río de información de la cual se desprenden verdades ocultas acerca del autor de América.

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En “De Big Sur a Pacific Palisades”, Krispin nos informa de la presencia de Mann en un recodo de California donde escritores y otros creadores buscaban la soledad. Por eso escribe: “El sitio no hace al artista, sino que el artista se vale del sitio”. Nos dice el ensayista que “la primera vez que supe de Big Sur fue leyendo la correspondencia entre Henry Miller y Lawrence Durrell”; también nos aproxima a estas líneas: “Llegar hasta allí sólo lo permite una extraña providencia y una alineación cosmogónica infrecuente”.

Habla de los cien años de la publicación de La montaña mágica, novela que Krispin cita con mucha frecuencia, lo que nos indica una importante influencia de este autor en el pensamiento del ensayista y novelista caraqueño. Igualmente, precisa que “Mann aborrecía el nazismo a pesar de su ortodoxia nacionalista…”. Muchas son las páginas de este primer ensayo, denso ensayo que bien vale la pena tener pendiente.

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El autor húngaro Sándor Márai nos mira desde una fotografía con ojos taciturnos. Rostro de galán, frente ladeada y labios cerrados, de los que han emergido tantos susurros, tantas imágenes a través de los insomnios convertidos en obras como El último encuentro (1942). El novelista surafricano Coetzee lo “acusa de alevosía”, toda vez que Márai se aleja del “contexto histórico” en el que creció. Vivió Márai en San Diego, California. Compra un arma con la idea de usarla en su contra. Tardó tres años para pegarse un tiro. Dejó un diario donde advierte su destino, su final: “Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora”.

Deja varios títulos entre los cuales cabe destacar Confesiones de un burgués, La mujer justa; en sus trabajos se puede saber de la “incompatibilidad de clases”. Es “la lengua como espacio de refugio” lo que lo representa, lo que lo dibuja como húngaro. Krispin escribe que “la conciencia de clase es la primera identidad para la rigidez social, al referirse al hecho de que Márai nunca superó su condición de exilio (…). La nostalgia y el desarraigo lo siguieron a su pesar”. Ahonda el ensayista en la condición identitaria del autor europeo con su cultura verbal. “Ante la derrota total, con el avance del totalitarismo, no queda sino la lengua húngara, el sostén inequívoco de las palabras que auxilian, dan vida, previenen, advierten y protegen”.

Una vez más leo y subrayo. Uno se imagina también a Ernest Hemingway frente a un toro, aconsejado por Antonio Ordóñez o frente al cañón de la escopeta con la que se voló la cabeza. Krispin, no obstante, afirma que “la relación con la fiesta brava es la que nos interesa exaltar”. El novelista norteamericano, quien también ejerció como reportero taurino, tenía antecedentes suicidas. Su padre se quitó la vida. Dos de sus hermanas hicieron lo mismo. Su nieta igual dejó de existir al suicidarse. Es decir, una genética que podría tener relación con la afición de un sujeto alejado de la tierra hispana, “gringo”, con la muerte, con el juego del torero frente a la bestia que mira a los ojos y luego asesina, que de no hacerlo sería el torero el asesinado. El mito del Minotauro, precisa el autor, “como personificación solar”. La vida y la muerte en el coso, en la arena donde ha quedado tanta sangre entre los vítores de los espectadores. La celebración de un sacrificio. Sólo que Hemingway acabó con su toro interior con una bala que él mismo usó para irse entre unos aplausos silenciosos. Su primera novela, Fiesta, sirvió para hacerlo famoso en el mundo de la tauromaquia española. Luego publica Muerte en la tarde. Pese a su fama, muchos especialistas lo han repudiado. Para salirle al paso a esas críticas el norteamericano escribió: “Si no fuera por el miedo, cualquier limpiabotas de España sería torero”, afirmación que se me ocurre va dirigida a sus detractores del periodismo taurino. Amigo de toreros de mucha fama, entre ellos Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez, Hemingway dejó huella en aquella España que tanto vivió. Luego se marchó a Cuba, donde escribió una novela que nada tenía que ver con su angustia anterior, El viejo y el mar. Llegados los Castro y su revolución al poder, su país lo requiere por cuestiones de seguridad, al parecer. Después vino el disparo en la boca.

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En Kafka en la orilla, Haruki Murakami escribe: “La profecía siempre está allí, como las aguas de un negro secreto. Por lo general, se ocultan silenciosas en sus profundidades desconocidas. Pero a veces se desbordan sin palabras y empapan, heladas, cada una de tus células…”.

Por esa razón, lo que esgrime Murakami, Krispin deja en una página este aserto: “En el país de Murakami debemos sabernos orientar para saber de qué lado de la racionalidad nos encontramos”.También dice que la obra del japonés “no es lo sencilla que sostienen algunos con levedad”. Menciona Krispin la primera novela del nipón, titulada Tokio Blues, lectura que el venezolano abandonó hasta que un alumno de su curso le regaló Crónicas del pájaro que da cuerda al mundo, obra “donde se cruzan lo fantástico con lo real”, asunto que se puede detectar en casi toda la novelística de Murakami.

Los personajes de Murakami, a decir de nuestro ensayista, “no son otra cosa que los desmotivados, los fracasados, quienes relegan sus obligaciones o toman las cosas a medias (…). Los personajes son inestables, provienen de un hogar escindido, preferiblemente sin madre, con alguna hermana tempranamente muerta”. Los nombres de sus personajes son borrosos, alegóricos o inexistentes. La obra del japonés es un rompecabezas que toca armar. Otra pieza del autor oriental es La muerte del comendador, lo que nos recuerda el título de Lope de Vega, Fuenteovejuna. Es una novela fantástica. Novela de “una realidad alterna”. Y como en “Alicia en el País de las Maravillas”, de Carroll, “atravesar el espejo es la prueba final del extraviado, el momento en que retorna al instante en que se perdió y donde los linderos de la contrarrealidad son vertiginosamente arriesgados para devolverse nunca”.

Cierra Krispin con esta oración: “El gran triunfo de la novela se da cuando la realidad y el submundo se conectan”, afirmación que podría aplicarse a casi toda la obra del japonés.

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En “Kafka y su motocicleta”, de su personalidad, de su vida disipada, convertida en un secreto sagrado, ya hemos escrito en líneas anteriores. Kafka no era un santo. Era un hombre tan angustiado que no lograba terminar sus obras. El lector se queda impávido cuando lee El castillo y se encuentra que el agrimensor se ha quedado sin final, sin destino. En América ocurre lo mismo. Su amigo Brod salva parte de sus trabajos. No le cumplió al autor. No quemó sus oscuridades, sus luces o sus aventuras amorosas. Bajo algún techo desvencijado, en algún rincón de Praga, ha quedado oxidada la motocicleta que impulsó muchas de sus descargas sexuales, de sus avatares frente a la terrible realidad de su país.

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El hombre que decidió viajar a las regiones equinocciales, el que hoy es mencionado en muchas instituciones tanto públicas como privadas que llevan su nombre, Alexander von Humboldt, no perdió su tiempo sólo en admirar ensimismado el paisaje. Hizo de él materia de trabajo, de investigación, materia de encuentros con secretos que hoy forman parte de nuestra cultura como patrimonio. Oriundo de Berlín (1769), el hombre, el de la baronía heredada, estuvo en nuestro país -Venezuela- e hizo de él escenario de su curiosa búsqueda de maravillas. Acompañado del asistente francés, Aimé Bonpland, zarpó desde Galicia (España) hacia América. Arribó a Cumaná. En su recorrido “realizó más de trescientas publicaciones científicas y clasificó unas sesenta mil especies (…); pinceló igualmente su concepción de la formación de la tierra”. Subió al Pichincha, al Cotopaxi, a la Silla de Caracas. En Europa se arriesgó con Bolívar a escalar el Vesubio. Odió la trata de esclavos. Para él “la humanidad no era más que una pequeña parte. La naturaleza era una república de la libertad”.Conoció a Bolívar en la capital francesa. El barón no menciona a Andrés Bello, quien con él y otros escaló la cumbre de Caracas.

Estuvo en La Victoria, Calabozo, San Fernando de Apure, San Fernando de Atabapo, el Alto Orinoco, San Carlos de Río Negro, en la cuenca del Casiquiare. Su tesis, según la cual el río Orinoco y el Amazonas se unen a través del río Negro, ha quedado demostrada. Humboldt y su ayudante obtuvieron seis mil muestras entre insectos, semillas, conchas y otros elementos geológicos, nos dice Krispin.

También estuvo en Angostura, hoy Ciudad Bolívar, Barcelona y Cumaná de retorno, donde tomaron una nave que los llevaría a Cuba. Se le puede considerar, ya se ha mencionado, como un patrimonio de nuestro continente.

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Francisco Umbral aparece como asomado en la fotografía. Luce pelo negro parecido a una boina. De lentes, se deja fijar en la imagen como si estuviera regañado. El título de este ensayo, “Umbral, yo vengo a hablar de sus libros”, nos conduce, como perfila Krispin, a “ir con la literatura a encontrarse con la historia; es entrar a un laberinto que mide y exige fuerzas porque la literatura es invención, proposición o sublimación (…). La literatura hace añicos cualquier conclusión tranquilizadora”.

Entre las obras de Umbral, obras “encarnadas en la guerra civil española y la posguerra”, están: La leyenda del César visionario, Capital del dolor, Madrid 1940 y Pío XII, la escolta mora y un general sin ojo. Su escritura no se aparta de la tradición churrigueresca hispánica. Kristin le agrega la “celestial” y la “plateresca”: “grande entre los grandes (…), coloso del castellano entre los colosos del castellano”.

Habla el ensayista de los libros de Umbral, pero también menciona al autor de 1984, George Orwell, a través del libro Homenaje a Cataluña, especie de autobiografía del soldado que también fue el inglés durante esa locura. En 1936 estalló la guerra civil española y terminó en 1939. Umbral pertenece a este tipo de escritor que hace literatura como “un viajero travieso en el tiempo (…) a quien le importa poco lo que piensen los demás…”. Para el autor español, “Quienes creen salirse con la suya son víctimas de la autocomplacencia originada en la doblez”.

Para cerrar este ensayo Krispin se pregunta: “¿Queda algo para atribuirle a la vida misma? ¿Queda alguna dignidad en pie después de estos fragmentos del amor, de quienes se amen, aunque la historia se interponga? Sí y mucho”.

Que los lectores sepan navegar en la obra de Umbral para devolverlo al presente.

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“Johannes Vermeer: el encanto de la burguesía”, este título nos aproxima a Buñuel, aunque nada tiene que ver con el cineasta español. Tiene que ver con el mundo moderno y la idea del progreso —aunque éste se cuestione por los que quieren detener la historia.

Nuestro autor se refiere al proceso de la Reforma, a los protestantes, Calvino, ese que afirmó que “Dios bendice los negocios de quienes lo siguen”. Podría considerarse a este personaje como parte de la fundación del capitalismo, desde la fe, como una entidad espiritual que toca lo material. La idea de ese cambio de postura en la fe se contiene en estas palabras de Krispin: “Esos comerciantes protestantes serían quienes sustituirían a los grandes nobles y a los prelados eclesiásticos en el encargo de obras de arte con estos pintores entregados a la realidad del mercado”. Rompe Vermeer con el adorno en la creación plástica. Se aleja del exceso del barroco, de lo exagerado como “una respuesta definitiva” a lo que desde el pasado aún traía resonancia. Se basa en “el hogar, el sitio de trabajo, el taller”, transformados en naciente conocimiento para “este mundo burgués de la tarea y la corrección”.

35 obras de Vermeer se mencionan como fundamentales: “La joven de la perla”, El soldado y la joven riendo”, “La muchacha leyendo una carta”, “Cristo en casa de María y Marta” y “La callejuela”, entre otras. La mirada del pintor es serena en medio de ese mundo que le tocó vivir. Marcel Proust afirmó que el cuadro “Visita de Delft” es el más bello del mundo.

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En “La pasión según Axel Capriles” el ensayista comienza su trabajo desde la diáspora venezolana. Una de las más numerosas del orbe, de lo que se desprende que “el charco se ha estrechado y el eco político es una caja de resonancia permanente”. Habla de la pasión de Capriles por la hispanidad, por la estrecha relación histórica y cultural de España y América Latina. “Una migración nacional —dice Krispin— contiene de lo pequeño a lo extenso, y de lo mísero a lo exultante”.

El último libro de Capriles, publicado en España y titulado Erotismo, vanidad, codicia y poder: las pasiones en la vida contemporánea, recoge esta preocupación. El venezolano ha sido el baluarte de la publicación de la obra en la península de Rafael López Pedraza, por la empresa editorial Pre-Textos. Su primer libro, titulado El complejo del dinero, fue tratado por Krispin en trabajo aparte. Posteriormente, junto a López Pedraza, bautizó de Capriles el libro La picardía del venezolano o el triunfo de Tío Conejo, un complejo hilado entre la viveza criolla y la cultura española “como una continuidad histórica”. Aquí nos toca rozar a El lazarillo de Tormes u otros recuerdos que nos ha dejado la literatura hispánica. Se queja en sus líneas el autor Axel Capriles de la decadencia de su país luego de haber sido “uno de los primeros del mundo en materia de renta per cápita”.Capriles es un autor curioso de las “pasiones contemporáneas”. Y llega a expresar que “el poder se apareja a una inferioridad psicopática”. En conclusión, Capriles es un firme crítico de la actualidad, de los personajes, fenómenos y vicios que han traído los apasionados y distintos cambios en el mundo.

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Dejo hasta aquí esta lectura para que los ávidos en este tipo de literatura se enfrenten a otros ensayos en los que Karl Krispin hurga en lo más profundo de cada personaje y sus acciones. De manera que quedan pendientes “Magritte”, “Políticamente indeseable”, “Goya”, “Tres magos, reyes, sabios y orientales” y “Éric Vuillard: con la historia nos hemos topado”, como una vez dijo de la Iglesia don Quijote de la Mancha.

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