
Reseña
DISPARA HACIA ATRÁS, ANA ARZOUMANIAN
Por Jorge Rodríguez Hidalgo
La profesora de filosofía del derecho y abogada Ana Arzoumanian (Buenos Aires, 1962) es una prolífica escritora que cultiva indistintamente la poesía, la narrativa y el ensayo, además de ejercitar la traducción. Dispara hacia atrás[i] es un libro que, como comprobaremos, participa de los géneros mencionados, por lo que el adjetivo misceláneo es el que mejor conviene al contenido de la obra. No es ésta, en rigor, una novela al uso con la estructura clásica -planteamiento, nudo, desenlace-, sino una mixtura de narración, ensayo, testimonio o memoria y pensamiento en que la poesía es el elemento cohesionador. Estamos, pues, ante un libro río que trasciende los géneros, sin transgredirlos, hasta conformar una amalgama homogénea que permite una lectura unitaria tanto como diversa, según las afinidades de cada lector. A veces, las cosas se explican de un modo no convencional, incluso alejándose de lo que entendemos por racionalidad. Hay quien escribe para hacer literatura y quien lo hace por imperativo existencial: para saber, para saberse. Es el caso de Dispara hacia atrás.
Ana Arzoumanian es una argentina descendiente de inmigrantes armenios, nieta de supervivientes del genocidio que el pueblo asiático ha vivido y sigue sufriendo. La obra que nos ocupa aborda precisamente el éxodo de sus antepasados. La narración de la permanente tragedia es un doloroso ejercicio de introspección y desnudamiento que se endereza a la búsqueda de los orígenes remotos de una sociedad en fuga y disgregada a la que pertenece la autora. La recuperación de la memoria, o su creación, la canalizan la figura del abuelo, fotógrafo, y la de una mujer -”la” mujer, o sea, todas las mujeres- que se adentra en su propia carne mientras copula, a sabiendas de que es en el crisol de una “hembra” donde se forja el porvenir de su etnia; es decir, es esa fragua el bastión de resistencia y rebeldía ante la consunción y el olvido.
El título de la obra lo toma la autora del poema “Disparar fotografías”, del director de cine alemán Wim Wenders: “Porque fotografiar es/ un acto de dos direcciones:/ hacia delante/ y hacia atrás./ Sí, también ‘dispara hacia atrás’ […] Una foto es siempre una imagen doble:/ muestra su objeto/ y ‘detrás’,/ más o menos visible,/ el ‘contra-tiro’:/ la imagen del que fotografía/ en el momento del disparo…” El poema, epígrafe que encabeza el libro, introduce de modo inmediato el tema axial y a su coprotagonista, el abuelo fotógrafo (“El abuelo era un vacío que se me había infiltrado. Algo que se extinguió. El desierto. La Turquía asiática donde se eliminaban nueve de cada diez armenios. Eran los centros de reinstalación en los desiertos de Siria y Mesopotamia, los campos de refugiados al norte de Siria e Iraq; era los campos de concentración a todo lo largo de Bagdad. Eran las niñas esperando su admisión en el Orphan City en Alexandropol”). El abuelo es la voluntad de permanencia: “…trabajaba sacando fotos en las plazas […] para convertir en testigo al que miraba de que todo armenio varón menor de cuarenta y cinco años se alistaba en las tropas otomanas. Que se enlistaban para luchar junto a Alemania y contra el orden zarista. Que del otro lado había otros armenios rusos que formaban parte del ejército del zar. Que los armenios varones menores de cuarenta y cinco años; él, fueron declarados traidores por su nacionalidad”.
Instrumento de fe (testimonio), la cámara fotográfica (“la cámara-útero”) también muestra al que está tras su objetivo, y espera captar “la intimidad de esos dos cuerpos que se hallan en el mismo lugar”. Pero el artefacto no siempre resulta ser fidedigno ni fiel: “La fotografía es un testigo falso, una mentira”. […] El abuelo se pregunta “¿Cuántas fotos tendré que sacar para que se vea que en este preciso instante algo coincide con lo que hago que coincide con lo que quiero que coincide con lo que soy?” Porque el ver es un acto de creación tanto como de testimonio; pero un acto en absoluto inocente que puede resultar lesivo: “Cuando uno mira todo el día a través de la lente de aumento no se atreve a mirar a la gente”. […] “Por cruel que sea la violencia, para el que mira, un espectáculo”. […] “Tu pasión por ver lo destruido no me mira mientras me cogés”. […] “Mirame a los ojos, ¿te ves? […] La fotografía es un entierro. Un poco más de desenfoque y no nos reconoceremos”.
Ana Arzoumanian plantea su texto a partir de un lenguaje descarnado porque las palabras no son un lenguaje suficiente para explicar (“yo no creo en las palabras, por eso escribo”), pero sí pueden convertirse en dardos o balas o incluso en espejismos de silencio o embustes. En su lugar, “la máquina fotográfica como la máquina de escribir”. El horror es ágrafo: “El abuelo es un puro ojo que no tiene sentimiento. Lleva las cosas al límite cada vez; quiere ver la forma en que los otros sufren”. Importa poco cómo decir, pues los hechos se imponen: “El abuelo sabe que una puta no es la que coge, es la que no pregunta”. […] “Por lo menos treinta mil mujeres eran compradas y vivían en harenes turcos o con árabes”. Tan inútil se revela el lenguaje frente a la materia, que el sexo que atraviesa el libro carece por completo de voluptuosidad. El “miembro” (nunca “la concha”) es un arma de coerción; el útero es un escondrijo de malhechores (la posibilidad de la propagación de la etnia), la mujer es un objeto “canjeable” por la posibilidad de una mujer no objeto: morir, asesinar… para vivir, animar. “El glande. Paso la lengua alrededor de su borde”. […] “Mirame directo a los ojos. Mirá el completo silencio de la espera de tu sexo. […] Buscás el momento ensordecedor de diseminarte en mí. Te miro”. “…Podrá cumplir con la metáfora de la nación como cuerpo. La posesión del enemigo en el interior de sus mujeres”. El útero, la maternidad, la virtud de reproducir: la mujer es un ser sospechoso que debe ser perseguido. La mujer es, por encima de la etnia, de la raza, de la cultura conciencia de igualdad, la encarnación del mal para el hombre pequeñamente poderoso, simplón, acogido a la razón de su fuerza.
Arzoumanian realiza un recorrido histórico de los armenios desde su salida del Báltico. Revisa los destierros sucesivos desde el Turquestán chino, monte Altai en Mongolia hacia el oeste. El emperador de la Segunda Roma decide recuperar los territorios bizantinos de Armenia. Reúne esas tierras en el año 1045, fracasa “en el intento de que un reinado independiente pudiese frenar a los turcomanos”. Armenios facilitan la penetración turca para “resistir al emperador”. El vasallaje otomano se extiende hasta Sofía. Robo de niños a sus padres para hacerlos esclavos del sultán. “El cuerpo militar de los jenízaros pasaba a ser familia. Después de que se dijera por toda Constantinopla, la paz estaba en sus labios, pero la guerra en su corazón”.
La razón del mal: “Las hijas fueron cogidas por turcos, tuvieron hijos impropios. […] Las mujeres que tenían hijos con hombres incorrectos eran ayudadas a morir por sus parientes. ¿Un padre es pariente?” El lugar de la rebelión personal: “Me pellizcás los pezones y todo el ciclo de la naturaleza vuelve a empezar. Pago diez pesos el alquiler por una hora de la pieza que usamos”. “Un recuerdo puede ser pornográfico”.
Ana Arzoumanian interpone la figura del abuelo también como un alter ego imposible (“Aprendí castellano a los cinco años. Durante esos primeros años, cuando se dirigían a mí en armenio era a él a quien hablaban; a él que había muerto hacía varios años. A las niñas de él que se morían de hambre en la puerta de los orfelinatos mientras lo buscaban por todas partes. A las hijas de él que se morían amándolo odiándolo porque él ya no estaba”): “Escribo para que me crean. […] El abuelo no sabe preguntar… Escribo para creerle. […] Descansar es un lujo del pasado”. […] “Utilizar una historia para ocultar la pérdida de la narración verdadera. Destellos”. […] “Lo imposible para el abuelo no es el mundo real, es su dificultad de percibir eso como realidad”. Pese a ello, “el abuelo quiere saber qué pasó qué pasó qué pasó”. Y la narradora, también, por más que “todo contar modifica lo que se cuenta”. Por ende, “el imperativo: abrí las piernas. Me ordenás abrir las piernas, pero la orden es una palabra. // Yo quiero saber qué hay adentro de las palabras.” […] “Al penetrar con los órganos sexuales un animal o un cadáver que naturalmente no se excita con el coito, no se tiene el deber de realizar abluciones. El hombre con quien viven cree que en el paraíso un orgasmo dura ochenta años. Sabe que es su derecho tenerlas cuando las desea, que ellas no deben rehusarse a él, aunque estuvieran sentadas a lomos de un camello”.
La resolución de la identidad es un enigma que no aclaran ni las fotos (“la fotografía es un secreto sobre un secreto”) ni la realidad oficial (“¿Tu revólver puede aniquilar más, o el mío?”): “La cámara recibe la imagen sin devolver la mirada”. […] “El campo de refugiados era la promiscuidad. No sólo con los turcos. Entre los armenio”. […] “Los documentos del abuelo eran turcos. Si él es turco, pensó ella, ¿qué son mis hijos? Ella no sabía, o no quería saber, que criaba hijos turcos”. […] El abuelo pensó que “ las mujeres sobreviven más en las deportaciones porque se alimentan del semen de los hombres”. […] “Tu miembro que sí ve, se adentró escribiendo letras en forma de pájaro en las vísceras. Este es el idioma de los armenios otomanos, te digo”. […] “Hablo de un lugar que ya no existe”. […] “Que me lleves al abismo de tu cuerpo para que ya no pueda hablar […] Y como no me salen las palabras empiezo a lamer”.
La soledad de la lucha es sorda: “…piensa en multiplicarse para que la nación armenia no se seque”. […] “Señor, regálame un hijo justo; pedía el abuelo”. […] “Mi cuerpo es un campo de batalla”. La mujer queda reducida a receptáculo de vida y muerte: “Es imposible ocultar a un millón y medio de personas”. […] “Antes de fusilarlos los obligaban a cavar sus fosas”.
El final de la obra, congruente con su desarrollo, no puede ser esperanzador: “Siento un sobresalto, una zozobra como la última combustión cuando me tirás del pelo y el latigazo de tu carne se hace anónimo, se multiplica en todo el cuerpo. Te excitás porque en esa multitud yo me saco el velo y te muestro las marcas de antes de que me arrojaran por un minarete”. […] “La cosa más importante si querés sobrevivir una guerra es ver sangre, pienso, mientras voy lamiendo las grietas, las llagas enrojecidas de tu sexo”.
En definitiva, Ana Arzoumanian ha procurado acercar significantes y significados en esta obra de introspección y búsqueda de la identidad, además de denuncia de la misma condición humana. Pues si bien da cuenta del éxodo de todo un pueblo, el armenio, no ignora que hay otras discriminaciones derivadas del propio género sexual: la cosificación de las mujeres tanto entre los opresores como entre los oprimidos. El “disparo” a que hace referencia el título (Dispara hacia atrás) es tanto la voluntad de fijación de la memoria personal y colectiva como de regresar al territorio de la sangre, como hemos podido leer. La polisemia de tantas palabras es una esperanza tanto como una perversión que conduce al desconcierto y a la nada.
[i] Dispara hacia atrás, Ana Arzoumanian, Editorial Leviatán, Buenos Aires, 2024.