DE ORILLA A ORILLA

LOS INDISCRETOS

Por Jorge Rodríguez Hidalgo

            Escribió el poeta español Antonio Machado (Sevilla, 1875-Colliure, Francia, 1939) que “el ojo que ves no es/ ojo porque tú lo veas;/ es ojo porque te ve” (‘Proverbios y Cantares, 1’). El ojo que te ve, el ojo que nos ve, no es otro que el del que mira hacia fuera proyectando sus intenciones y pensamientos; no es el ojo de quien recoge en su interior aquello que le llega desde el exterior y puede o no producirle una impresión, cualquiera, que atesorará o rechazará con la naturalidad de quien, con los ojos abiertos, vive viendo, pero no ve para vivir. De acuerdo con el poeta, entonces, somos una creación de quien nos ve más que creadores de lo que vemos. Sin embargo, “ah, sin embargo”, el prosaísmo de ciertos miradores imposibilita una evocación poética.

            Esta reflexión puede parecer un galimatías si no la aplico a la realidad cotidiana. Más de una vez, alguien cercano a mí me ha confesado que una tercera persona le ha revelado que me ha visto en tal o cual circunstancia, haciendo esto o aquello privadamente (o eso creía yo). De pronto, he sentido que mi intimidad ha sido acechada sin otro objeto que el puro chismorreo. Cuando he conocido la identidad del observador casual, y a la sazón propalador -ahora sí, ofídico-, me he preguntado el porqué de su “denuncia inocente”, qué beneficio le ha reportado desvelar algo que para él carece de importancia pero que quizá para mí es asunto incomunicable. Casi siempre, el atalayador resulta ser un avieso garrulo, un ocioso sin vida interior y propenso a la difamación, si bien, para él, su conducta es la propia del buen samaritano o la de quien se siente obligado a favorecer al prójimo… incluso a costa de la buena fama del, también, prójimo.

            Ese hombre de vista selectiva forma parte de la legión de indiscretos que bullen en nuestro derredor cual bufones áulicos, cuya principal mira diaria desde que abren los ojos hasta que los cierran es traer y llevar chismes con que provocar efectos dramáticos, cómicos o trágicos en los demás. Son correveidiles de cartón piedra, máscaras sin fondo (invertidos cenotafios) pero llenas de ojos hurtadores, sisadores, ojos mercenarios que guerrean con el ver, que se ciegan con el saber-sin-saber, que ni tan siquiera esperan las treinta monedas (traición de Judas Iscariote a Jesús) o el plato de lentejas (venta de la primogenitura de Esaú a su hermano Jacob). Nada esperan los lenguaraces, salvo, como los animales domésticos, la suavidad de la mano del amo sobre su lomo: la atención del otro.

            Llegamos aquí al busilis de la cuestión: el “pobrecito hablador” (título de una revista madrileña -1832/1833-  fundada en Madrid por el periodista Mariano José de Larra -1809/1837) busca interesar a alguien, socializar, aunque sea con malas artes; huero como es, sustancia encuentra en las inoportunas revelaciones: la grasa alimenticia de una mirada, una sonrisa lánguida -no importa el fingimiento indisimulado- o, en el colmo de la necesidad, hasta una mala palabra, pues, como escribió Oscar Wilde: “Lo único peor que el que se hable de uno es que no se hable de uno”. Los indiscretos quieren ser centro y periferia, o, como reza un refrán, “estar en misa y repicando”; esto es, practicando la doble moral que les permita nadar y guardar la ropa, ser lo uno y su contrario, ser (lo bueno) y no ser (lo malo), en definitiva.

            No hay antídoto contra lo que podría considerarse una tal enfermedad: las esquinas siempre guardan una sorpresa; las espaldas carecen de ojos; las vidas en libertad no pueden ni merecen dilapidarse en la búsqueda de un guardián que nos defienda del malicioso que, como el cuclillo, pone sus huevos (sus ojos) en los nidos (vidas) de otras aves (prójimo).

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