
Cartas de la Palabra Río
Por Claudio Asaad
Postal de día
La serenidad, la belleza, entonces ¿por qué la tristeza?
Los ojos pueden sostener como un cristal una nostalgia que se cuece mientras se vive.
A veces es muy temprano a la mañana. Las bocinas del tren se suben al aire, lo rompen, lo convierten en un silbido que agrava el contorno del paisaje, lo pone atento, dispuesto a detener lo cotidiano. La casa vibra por las ventanas. Todo cede el paso -de una u otra manera- al estrepitoso grito de los vagones. La tierra, también parece despertar a un antiguo ritual. Tiembla por si acaso algún distraído no advierte el anuncio cada vez más vehemente de esa mole interminable, un cuerpo de gusano opaco, cansado y herido que camina lento, pero erguido. Adhiere su cuerpo a los raíles, acaricia el paisaje con distracción y sin esmero. Cuando llega exhala; suspiro de metal, freno quejoso. Se enfrenta a miradas atentas, aves que sobrevuelan las vías en busca de alimento. Hay olor a humedad y cereal en el ambiente.
Los perros de Martín ladran al tren, a los vagones. Son seis. Martín solo lleva uno con correa; los demás, de distintos tamaños y colores, corretean con alegría y cierta ansiedad.
Martín sonríe y llama a cada uno por sus nombres: tomba, cuquito, malandra, fanny: los mira ir y venir, los vigila, se preocupa de que no se alejen demasiado, los llama con chasquidos y frases cortitas, poco imperativas. Sonríe con toda la boca. Me levanta la mano y se acerca. Esta semana rescato tres, dos perras preñadas y un cachorro pequeño que estaba deshidratado y con los ojitos casi cerrados por la tristeza, el abandono y el hambre. Los veinticuatro años de Martin dicen que “los bichos” le destrozan la casita de dos ambientes, pero que él los ama. Se sonroja y sonríe. Y sin saber siento el porqué.
Giro la cabeza por emoción huidiza y veo: el paisaje se recompone, noto el viento sobre los árboles, el sol de otoño hacer tibieza entre la sombra y la luz. Pájaros, perros, niños, personas solas, personas con perros, perros con personas y niños, perros que corretean, se huelen, juegan con una ramita, una pelota, su propia cola. Este es mi barrio. Hay cuadras de plátanos demorados en el dorado y el ocre. Decenas de árboles que Gerald puede nombrar, la huella de Caro paseando al Suco por la orilla del parque. Los pasos pausados de los casi noventa de Don Andrés y su perrito de pelaje rizado, negro sobre la calle de adoquines. Las corridas de Olga y Maga entre las piernas de Silvina. La ciudad que se abre al boulevard, el barrio que sigue insistentemente, cruzando por encima o debajo de la pasarela. Las vías del tren atónitas y siempre distintas. Perros y personas: la misa del paseo, la oración del descanso que se dice sin nombrar, el sabor semiamargo del día. El atardecer nubloso, escoltando los matices del bermellón.
¿Quién es un perro?, ¿Qué lengua, cuerpo de lobo, decidió transitar hacia el abrazo, la entrega, la ternura ocular, la escena de la alegría, el aullido de la pena, ¿Hay algo acaso que tenga sentido comprender, un umbral que cruzar para dar razones, encontrar argumentos a aquello que es aliento del vivir, acto de inexplicable emoción? El tiempo de la vida nos recorta de la experiencia del amor. Una foto que se pretende recuerdo, la memoria moviendo la ausencia para que no se enquiste en el lodo pétreo del olvido. Dice Laurie Anderson: “vivir en el intervalo entre el momento que está expirando y el que está surgiendo, vacío y luminoso. La ciudad verdadera cayendo por tu mente en pedazos brillantes. Y cuando cerrás los ojos ¿Qué ves? ¿Nada? Ahora volvelos a abrir.”
Regreso a casa. El sol gira al final de la calle hacia un infinito con horizonte. Mis gatas están en silencio, dormidas. No hago ruido, las miro respirar, apenas las rozo con los dedos y no sé de qué se trata mi mano ni esta suave tibieza, cierro los ojos.
Elías
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