
Sobre la degradación del lenguaje
Por Antonio Tello
La vulnerabilidad del lenguaje, que ha permitido el discurso de las ideologías totalitarias políticas y religiosas, el de la vulgaridad de la sociedad masificada y los eufemismos de las democracias hace que el poeta se pregunte por su verdadera capacidad para expresar las respuestas ciertas y la soledad existencial del individuo humano que ha perdido las referencias divinas y las morales de la razón.
La existencia del ser humano en el mundo se nutre de la justicia y su sentido nace de esa exigencia moral que aspira a la armonía entre los individuos y demás criaturas y cosas que lo rodean. Esa aspiración se expresa a través del lenguaje y de la complejidad semántica de la palabra, cuyos límites son los propios límites del lenguaje para aprehender las múltiples realidades del mundo.
Hugo von Hofmannsthal en su Carta de Lord Chandos escribía casi con desesperación a principios del siglo XX: «Ya no lograba aprehenderlas [las cosas] con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se me deshacía en partes, las partes otra vez en partes, y no se dejaba ya abarcar con un concepto. Las distintas palabras flotaban alrededor de mí; cuajaban en ojos que me miraban fijamente y en las que yo a mi vez tenía que sumergir mi mirada: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío.»
En 1947, Victor Klemperer publicó a partir de anotaciones de su diario LTI. La lengua del Tercer Reich, en el que expone atribulado el proceso de degradación de la lengua alemana a causa de la propaganda nazi. Pero la paz que siguió al fin de la Segunda Guerra Mundial, condicionada por la Guerra fría, no detuvo el proceso degenerativo y los eufemismos, la falta de rigor ortográfico y sintáctico y el desaliño estilístico fueron ganando terreno para ocultar la verdadera realidad de un mundo en el que brillaba una engañosa prosperidad y el consumo impuesto por el capitalismo occidental o exhibía la brutal represión política y social del bloque oriental.
A mediados de los años setenta, la corrupción del lenguaje ya había alcanzado amplias capas del habla social y se hacía más evidente la exclusión del ciudadano de la vida política de los países. Palabras éticamente condenables, como “tortura”, aparecían atenuadas cuando no ocultadas al ser equiparadas por otras como “abuso” o “exceso”; el asesinato de un agente o disidente político ordenado por el poder se convertía en “retiro” o “jubilación” y si tal asesinato era masivo y se amparaba en la impunidad daba lugar al “desaparecido” y si era inocultable “limpieza étnica”. Los diques morales que salvaguardaban la dignidad de los seres humanos se habían roto y toda mentira, por más abyecta que fuese, era instalada en el imaginario social dando lugar al cuestionable concepto de “posverdad”. Ese tiempo en que la mentira ha servido para amparar el accionar de fuerzas contrarias a toda humanidad. Una mentira que, aunque el dicho popular diga que tiene “patas cortas”, deja secuelas en el cuerpo social, dando pábulo de veracidad a la expresión “miente que algo queda”. Y lo que queda es una suerte de gangrena verbal que alcanza a toda actividad social -legislativa, judicial, periodística, científica, económica, etc.- infectando todas las formas del habla. Así, para ciertos economistas un “crédito o préstamo” es un “blindaje”, una “devaluación monetaria” una “flotación entre bandas”, un “aumento de tarifas” equivale a un “sinceramiento de precios”. Y a este proceso degradativo contribuyen también grupos bienintencionados que creen que con decir “todes” o “todxs” abren el camino a la visibilidad o a la igualdad entre los géneros.
En Sílabas de arena escribí: «y rota la palabra / la voz que germina de la vida / y cruza el pensamiento / se pierde […] en el poema no dicho / el poema no escrito que / siempre el mismo / siempre otro / late en el abismo», y en Lecciones de tiempo «la palabra que nombra el árbol es árbol / callo / qué significa ahora esa palabra que dice / árbol / qué realidad es ésta que se disuelve fuera del / tiempo / el viento que pasa entre las ramas es inaudible».
La palabra «árbol» dice, por convención, que se trata de un árbol, pero al perder las referencias morales que sustentan el mundo, el poeta también pierde la posición central desde la cual puede observar y organizar la realidad a través de las palabras. El desencuentro entre el sentido de la palabra y la vida hace más lacerante las limitaciones del lenguaje para alcanzar ese concepto universal que late en cada palabra «más allá de las fronteras establecidas por los significantes», como afirma el italiano S. Agosti. Es así que la palabra «árbol», no obstante su precisión, sólo expresa un significado abstracto, pero no el sentido último y secreto que expresaría el significante, el cual conduce al lenguaje mudo, «la lengua en la que hablan las cosas mudas», como dice Lord Chandos. Siguiendo a Wittgenstein quizá se puede constatar una limitación del lenguaje para nombrar la vida. Pero aun aceptando este hecho, el poeta tiene el deber de expresar su experiencia al borde del abismo, incluso de aquello que, como el horror, apenas puede articularse. El poeta es un “logócrata”, un guardián de la palabra, como dice George Steiner, y su obligación es devolverle su sentido expresivo y su dimensión ética al habla de las masas, que así, con esta lengua limpia de imposturas, podrán escapar del farfullo engañoso y emanciparse de las fuerzas que las oprimen.