
Autobiografías, por qué recordar/ por qué contar
Por Silvia Barei
A todo trabajo de memoria se le presenta la paradoja básica del género: cómo narrar el pasado de una persona, que solo puede contarse en el presente de su narración. Allí surgen problemas filosóficos, problemas de escritura, decisiones con respecto al punto de vista, selecciones y tachaduras – lo reprimido, lo olvidado- planteados necesariamente por todo acto que implica lo autobiográfico. Podemos preguntarnos qué hace el yo cuando escribe “yo” o cuando se oculta tras un personaje, a qué fabulaciones recurre la escritura autobiográfica en una época y lugar determinados, y qué nos dicen las historias personales, los relatos, las crónicas sobre el pasado y el presente de la cultura a la cual pertenecen. Si buscamos una entrada de diccionario para la palabra autobiografía, éste nos dice: “Vida de una persona escrita por ella misma: memorias, confesiones, recuerdos, vida, diario”
La primera palabra que indica como equivalente es la de “memoria”. Pero se sabe que la memoria humana es selectiva. Decimos siempre que memoria y olvido van de la mano. Y también que la memoria individual va de la mano de la memoria social porque recordar y escribir lo que se recuerda, aunque sea selectivamente, permite ver de qué manera el tiempo, lo vivido en nuestra cultura de pertenencia o de adopción, deja en nosotros huellas y cicatrices.
Todos tenemos la experiencia de esta representación selectiva de un mismo suceso de la infancia. Suelo reírme con mis hermanos porque sus recuerdos de algún hecho puntual no coinciden con los míos y ello, no obstante, no elimina su fondo verdadero.
El recuerdo plantea la dificultad de representar/ decir/ escribir un pasado que ya es una ausencia, algo que recordamos como una imagen o una escenificación y que, por lo tanto, puede no haber sucedido exactamente como lo recuerdo, como lo verbalizo, como lo quiero contar. Y aquí es donde testimonio, documento y ficción se cruzan en este género literario del cual Sylvia Molloy ha dicho que es “desatendido e inseguro”.
Puedo conjeturar que lo considera “desatendido” por la teoría y la crítica literarias, siempre indiferente a lo que está fuera del “canon”, e “inseguro” por esta cuestión de que la escritura del género se enfrenta al enigma central de la memoria que señaláramos inicialmente: el enigma de cómo volver presencia aquello que, en el tiempo presente, ya es una ausencia.
Justamente en estos días y en breve lapso, han llegado a mis manos dos libros que no dudaría en llamar “de memorias”, o “autobiográficos”, “diarios de vida” o “crónicas”, sin que se me haga necesario detenerme en diferencias entre unos y otros subgéneros (si es que realmente lo son). Y estoy hablando de Las estaciones, de Mónica Flores y de Lo vivido y lo contado. Crónicas de bares, de Juanchi (Juan Carlos) González, ambos libros presentados entre noviembre y diciembre de 2024 en Córdoba.
A propósito de este dilema del género, en el Prólogo (“Aproximación”) de Lo vivido y lo contado, González identifica el género crónica periodística con una conceptualización que también podría aplicarse a la autobiografía al modo en que la cultiva Flores: “Relato que tiene elementos narrativos, ficcionales, descriptivos y estéticos, marcados por la temporalidad y que se aproximan a la realidad“.
Ambos libros comparten fragmentos de vida – en el caso de González, crónicas y relatos vinculados a su oficio periodístico; en el caso de Mónica Flores, las vicisitudes del exilio en Bolivia y un largo regreso-, con un ritmo narrativo dinámico, escasez de adjetivación, un cierto humor, un relator en primera o tercera persona que no impone su discurso sobre los personajes sino que los deja hablar y da espacio amplio para la participaciónn activa de quien lee, que no tiene que buscar respuestas en los textos, sino hacerse preguntas a partir de lo narrado, rememorar historias personales o incluso adivinar nombres, lugares, estaciones, bares del mundo y secretos.
Entre un libro y otro hay diferencias personales, sociales, políticas y culturales donde se lee la palabra individual y femenina (en el caso de Las estaciones) al relatar aquello que fue parte de una juventud entusiasta y arriesgada, destrozada por una época de violencia en la que la crueldad y la persecución se institucionalizaron en el país. Y se escuchan las voces de gente que nos resulta conocida (en el texto de González), como la palabra de Borges, de Yupanqui, de Bianciotti, de Juan José Saer, de Chico Buarque de Holanda, o voces desconocidas, como la de un guía de turismo en un bar o las historias que surgen de un encuentro casual, en una dimensión intertextual y performativa de diálogos con personajes de mundos sociales diferentes.
En el tejido o la trama de los textos se configuran escenas decisivas y dolorosas (“estaciones”) de nuestras propias historias y del poder de las evocaciones que los dos escritores registran, construyendo esa correspondencia imperfecta que instaura el hiato entre aquello ya sucedido y la actualidad del contar. “Variaciones, antes del olvido” les llama Mónica Flores.
Entonces el lector descubre que la memoria ha necesitado escribirse como biografía, como crónica, como ficción (en el Prólogo, González señala formas de “entrecruzamientos de signos y señales”) al convertir realidades provocadoras, que gritan sus verdades, sus inconformismos, inclusive sus alegrías, en escenas de viajes, traslados y trashumancias que van armando rompecabezas diferentes. Detrás de ellos hay historias vívidas y vividas, ciertos recorridos demorados por la geografía americana, una mitología creada alrededor de ciudades y personajes de la sociedad contemporánea, discretos paisajes, un tren que viaja hacia el norte, un mar lejano, lugares que se recuerdan con un poco de nostalgia, barrios, bares, sótanos, plazas, calles de piedra, algo que quizá sea “una búsqueda que tiene algo de semejante con el desentrañar nuestras vidas y nuestro destino”, como cierra González una conversación con Ricardo Piglia. Todo compone las dimensiones ilimitadas de la autobiografía y la crónica periodística, en un universo doloroso, inquietante y a la vez amoroso y un registro del mundo siempre pasado por el tamiz de la mirada memoriosa.
Los dos textos nos acercan un amplio abanico de posibilidades escriturarias que constituyen más allá del género, un homenaje, una rememoración, una excusa y un festejo. Puedo parafrasear los títulos y decir: En las distintas estaciones de nuestras vidas, vivir para contarlo. “Experiencias que permanecerán como un rasguño del cielo”, poetiza Mónica Flores.
Referencias
Monica Flores, Las estaciones. Editorial Babel: Córdoba, 2024.
Juanchi González, Lo vivido y lo contado. Crónicas de bares. Narvaja Editor, Córdoba, 2024