Leonardo da Vinci o el principio de la belleza[i] [2]

Por Antonio Tello

 Mientras los reinos de Europa ensayaban nuevas formas de gobierno y modificaban sus fronteras con ejércitos y alianzas matrimoniales, y los navegantes alcanzaban el cabo de Buena Esperanza buscando nuevas rutas a las Islas de las Especias, Leonardo da Vinci pasaba sus días ignorado por el señor de Milán y estudiando y observando la naturaleza para desentrañar sus secretos.

Durante los primeros meses dedicó gran parte de su tiempo al estudio de una técnica pictórica que ya había apuntado ligeramente La Adoración. La técnica, que se conoce como sfumato, consistía en difuminar los contornos y pintar las masas con colores suaves a fin de crear un efecto de vida y misterio del mismo modo como se percibe en la observación de la naturaleza. «El pintor es dueño de todas las cosas que el hombre puede pensar – escribe Leonardo en su Tratado de pintura-, por eso si desea ver bellezas que le enamoren es dueño de crearlas; si quiere ver cosas monstruosas que atemoricen o sean risibles o motiven compasión, es dueño y creador […], y en efecto, lo que en el universo existe por esencia, presencia o imaginación, él lo tiene antes en su mente y en sus manos luego; y éstas son capaces de crear al mismo tiempo una armonía proporcionada con una sola mirada, como las cosas hacen».

Los frailes de la iglesia de San Francisco Grande le dieron la oportunidad de probar y aplicar conscientemente la nueva técnica. La hermandad franciscana, por medio del prior Bartolomeo Scarlione, le encargó a los hermanos Predis y a Leonardo la confección de un tríptico para el altar mayor de una capilla consagrada a la Inmaculada Concepción. Leonardo pintó entre 1483 y 1486 la tabla central, La Virgen de las rocas. Esta pintura se utilizó como imagen móvil o «cuadro tapadera», para cubrir el nicho donde se hallaba la Virgen objeto de culto, que sólo se sacaba el 8 de diciembre.

La confección de este cuadro metió a Leonardo en medio de la disputa teológica acerca del dogma de la inmaculada concepción de la Virgen, que mantenían los inmaculistas, representados por franciscanos y carmelitas con el apoyo del papa Sixto IV por un lado, y los dominicos encabezados por Vincenzo Bandello por otro. No obstante, Leonardo prosiguió con su trabajo ofreciendo su propia versión en la que aparecen una María muy joven –cosa que también hará Miguel Ángel al esculpir La Pietà– con san Juan Bautista y Jesús de niños acompañados de un ángel. El encuentro de los dos niños según la Biblia se produjo con Jesús recién nacido, cuando Herodes ordena la matanza de inocentes y obliga a la Sagrada Familia a huir a Egipto, de modo que Leonardo, siempre a contracorriente del poder, prefirió la tradición sentada en los apócrifos.

Al parecer, como sugiere Kenneth Clark[ii], Leonardo no se mostró muy entusiasmado con el trabajo y ofreció a la hermandad una Virgen que ya tenía pintada y que había llevado a Milán como muestra. Sin embargo, los franciscanos la habrían rechazado por no tener las medidas adecuadas y ello obligó a Leonardo a pintar una nueva versión, cosa que realizó entre 1506 y 1508. Otros biógrafos de Leonardo atribuyen esta segunda versión al entredicho que él y los hermanos Predis tuvieron con la hermandad por el pago de la obra. Ante la falta inicial de un acuerdo, los autores vendieron el retablo a un «amante del arte», probablemente Ludovico Sforza, quien más tarde lo regaló al emperador Maximiliano. Finalmente, Leonardo habría llegado a un arreglo con los frailes franciscanos y pintado un segundo cuadro, que presenta algunas diferencias con respecto al primero. Esta pintura dio mayor notoriedad a Leonardo en Milán, pero no consiguió convertirse en pintor de cámara de los Sforza como pretendía.

En un contexto internacional marcado por las guerras hegemónicas entre los reinos, Leonardo vio la necesidad que tenían los soberanos de contar con ingenieros militares que diesen mayor seguridad a sus sistemas defensivos y ofreciesen nuevos ingenios bélicos para combatir a sus enemigos. Después de ofrecerse a Ludovico Sforza para cumplir con esta misión, Leonardo leyó tratados de guerra y de urbanismo y dibujó sin descanso todo tipo de artefactos bélicos, fortificaciones y sistemas defensivos y fantásticos ingenios, que eran rudimentarios esbozos de mecanismos futuros. Simultáneamente proyectó edificios religiosos, como iglesias de planta central, e incluso trató sin éxito de intervenir en la construcción de la catedral de Milán. Igualmente dedicó su tiempo a estudiar la cabeza y el rostro de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, y a explorar la anatomía humana en toda su complejidad mecánica.

De todo ello tomó nota, pero nunca publicó sus escritos. Leonardo era zurdo y los escribió de derecha a izquierda, de modo que sólo pueden leerse con la ayuda de un espejo. Esto ha dado lugar a muchas especulaciones que han alimentado la leyenda de un Leonardo mago o perteneciente a alguna secta esotérica. Lo más probable es que simplemente no quería que sus descubrimientos se divulgaran y que por ellos fuese acusado de herético. Resulta muy significativo que escribiera «el sol no se mueve», mucho antes de que Copérnico formulara la teoría heliocéntrica y de que Galileo constatara que la Tierra no era el centro del mundo y «se movía». También es posible, dado su carácter, que realizara sus investigaciones y experimentos y que, una vez hallada la solución o la explicación, perdiera interés y olvidara sus notas.

El pintor de cámara del Moro

Al parecer hacia 1490 realizó la Madona Litta, en la que se presume que intervino un discípulo en el acabado del cuadro. Ese mismo año, Ludovico Sforza le encargó el retrato de su amante, la bella Cecilia Gallerani, lo cual hace suponer que por fin Leonardo ya había sido aceptado por el duque como pintor de cámara. El resultado de este encargo fue La dama del armiño, un retrato que, evocando las pautas estilísticas del cuadro de Ginevra Benci, define un dinamismo nuevo en el retrato. La oposición entre el tronco y el giro de la cabeza –algo que Miguel Ángel también utilizará con particular talento- confieren a la representación un movimiento que parece prolongarse en la mirada concentrada de la joven hacia un punto fuera del cuadro y en la actitud y disposición del armiño reproduciendo el mismo gesto de la joven. Como afirma Kenneth Clark, el modelado de la cabeza del animal, emblema heráldico de Ludovico y resonancia del nombre de la joven, «es un verdadero milagro», pues «únicamente Leonardo pudo haber expresado ese su carácter sinuoso, rapaz y alerta, conservando al propio tiempo, exteriormente, una dignidad heráldica». Nuevamente es perceptible aquí la implicación sutil de Leonardo en la historia «real» -los amores entre el duque y la joven- que ha dado origen al cuadro al colocar al animal identificado con Ludovico entre los brazos de Cecilia Gallerani, quien lo acaricia delicadamente. Al año siguiente, la historia amorosa ya había acabado, pues Ludovico se casó con Beatrice d’Este y Cecilia Gallerani con otro noble.

No pasó mucho tiempo sin que Ludovico al parecer le encargara –la atribución del cuadro aún es objeto de discusiones entre los críticos- el retrato de una nueva amante, la seductora Lucrezia Crivelli. El cuadro se conoce como La Belle Ferronière, pues en el siglo XVIII se la tomó erróneamente por una amante de Francisco I de Francia, casada con un tal Le Ferron. Leonardo, quien por entonces también estaba volcado en el proyecto de la estatua ecuestre de Francesco Sforza, según se desprende de los numerosos estudios de caballos y jinetes, así como de la armazón del molde, parecía a gusto dedicándose a la pintura de cámara. Quizás por entonces disfrutaba de una relación amorosa con Francino Gaffurio, a quien parece pertenecer el Retrato de un músico, cuya atribución a Leonardo algunos críticos también ponen en duda. O tal vez lo que llevó a Leonardo a pintar este cuadro fue sólo la contemplación de la belleza de un joven. Vasari nos cuenta que «mientras Leonardo estaba en Milán tomó a su servicio como criado a Salai, un milanés muy dotado de gracia y belleza» que, sin embargo, le causó muchos disgustos. El tal Salai era «ladrón, mentiroso, obstinado, glotón», según la descripción del propio Leonardo y le causó muchos disgustos. Sin embargo, el artista lo mantuvo a su lado, lo incluyó en el testamento y estableció una dote para su hermana.

El hombre perfecto

Mientras trabajaba en la estatua ecuestre de Francesco Sforza, la actividad de Leonardo era febril. No sólo proyectaba y dibujaba máquinas y armas, y aparatos voladores, sino que su capacidad de trabajo le proporcionaba el tiempo para el exhaustivo estudio del vuelo de los pájaros y su mecánica a sabiendas de que su imaginación estaba por encima de los recursos tecnológicos con los que podía contar. Leonardo consideraba esencial para todo pintor «el conocimiento de muchas cosas» y esta actitud constituía para él un modo de enaltecer el arte y el papel del artista. Cabe recordar que hasta entonces el trabajo artístico era considerado una actividad mecánica y el artista apenas un artesano, y que a partir de la segunda mitad del quattrocento algunos artistas empezaron a aproximarse a las matemáticas, la geometría y la perspectiva. Leonardo, al concebir el arte como instrumento de conocimiento, intentó adentrarse en el secreto de todo cuanto veía y que estaba convencido podía y debía descubrirse. Los estudios anatómicos ocuparon gran parte de su atención para incorporar argumentos científicos a la representación artística. Pero a medida que avanzaba, la fascinación de Leonardo por la «máquina humana» lo movió a buscar con ahínco las leyes de su mecánica y la función del alma.

En abril de 1489, comenzó a escribir el libro De la figura humana, que nunca terminó. Sin embargo, durante tres meses tomó las medidas de los cuerpos de dos hombres jóvenes de pie, sentados y arrodillados que le dieron una visión de conjunto de las proporciones humanas. Leonardo comparó estos resultados con el canon que Vitruvio, antiguo arquitecto romano, incorporó en su Tratado de arquitectura, y que se tenía como la figura y las proporciones del hombre perfecto. Con su dibujo del célebre hombre de Vitruvio inscrito en un círculo y un cuadrado, Leonardo corrigió las proporciones del cuerpo humano fijadas por aquél al establecer, partiendo de medidas empíricas, que un hombre con los brazos y las piernas extendidos podía situarse dentro de un círculo y un cuadrado. De este modo, el Hombre de Vitruvio de Leonardo, acaso el dibujo más universal desde el Renacimiento, representa hasta el presente la figura humana más perfecta.

Si bien a partir del siglo XV, el conocimiento de las proporciones exactas del cuerpo humano era considerado de gran importancia por los artistas, ninguno hasta Leonardo se había ocupado de constatar y revisar las medidas vitruvianas. Pero el genio de Vinci no se limitó a fijar el nuevo canon de las proporciones del hombre, sino que se adentró en el conocimiento de las medidas del cráneo humano y de las secciones del cerebro. Cabe apuntar, no obstante, que muchos de sus dibujos anatómicos no parecen frutos de la observación directa sino la reproducción de viejas creencias medievales, como sucede con el dibujo del coito. En este dibujo, los pechos de la mujer están conectados con el útero y el pene del varón con los testículos y la médula espinal, de donde provendría una suerte de semen espiritual. Estas antiguas concepciones también están presentes en la idea de que el rostro humano refleja el carácter y el sentimiento de los individuos, algo que sigue prevaleciendo en la frase proverbial «el rostro es el espejo del alma» o como el mismo Leonardo escribe en su Tratado de pintura, «los signos de los rostros muestran en parte la naturaleza de los hombres, sus vicios y sus complexiones». Pero, a pesar de dar continuidad a antiguas creencias medievales, Leonardo abrió con estos estudios fisonómicos una vertiente creativa, que en su caso trató como tema cómico de raíz popular para diversión de la corte. La naturaleza grotesca de los rostros, con sus deformaciones y alteraciones de las proporciones tuvo una gran influencia en el arte europeo. Ejemplo de esta influencia son algunas obras del pintor francés Charles Le Brun y del escultor alemán Fran Xavier Messerschmidt.

 El prodigio de La Última Cena

La última década del siglo XV fue de extraordinaria actividad para Leonardo da Vinci como artista de la corte de Ludovico Sforza el Moro. Era capaz de pintar, estudiar, diseñar, inventar y al mismo tiempo ocuparse de instalar un sistema de calefacción en el palacio ducal, planificar la decoración de los grandes banquetes y fiestas y hasta de entretener a Beatrice d’Este con sus ingeniosos acertijos o tañendo el laúd. Al parecer las buenas relaciones con la esposa del duque fueron determinantes para que la situación de Leonardo mejorase en la corte y cambiase la consideración que le merecía a Ludovico.

Por esas fechas, las tropas de Carlos VIII de Francia habían invadido Italia y llegaban hasta Nápoles y un sentimiento de pesar se había apoderado de la corte de Milán. El convento de Santa Marie delle Grazie era el lugar elegido por Ludovico para su tumba y la de su esposa. Cabe pensar que fue Beatrice d’Este quien intervino para que, en 1495, el duque convenciera a los frailes del convento de Santa Marie delle Grazie de que encargasen a Leonardo la confección de La Última Cena.

El trabajo entusiasmó sobremanera a Leonardo, quien se trasladó al convento con un grupo de discípulos para estudiar la realización del mural en una pared del refectorio. Dos años dedicó Leonardo a pensar la composición, sus elementos y los colores que debían aplicarse en la obra. La mala calidad de la pared ha sido causa importante del deterioro del soberbio fresco al temple, pero aun así es posible imaginar la emoción de los monjes al descubrir esa «otra» mesa del comedor donde cenan por última vez Jesús y sus discípulos sorprendidos en el momento en que se produce el drama eucarístico de la traición de Judas. Para E.H. Gombrich[iii], este fresco es «uno de los grandes milagros debidos al genio del hombre». Matteo Bandello cuenta que, durante su confección, Leonardo, que estudió obsesivamente los colores que aplicaría a los alimentos, se subía al andamio y estaba allí días enteros con los brazos cruzados examinando lo que había hecho, antes de dar otra pincelada. «También lo vi [a Leonardo] a mediodía, cuando el sol está en Leo, abandonar la Corte (según su capricho o fantasía), donde estaba ejecutando el soberbio caballo de tierra, y venir directamente a las Gracias. Subía entonces al andamio y retocaba tal o cual figura con una o dos pinceladas, para luego volverse a ir de inmediato a otra parte». Los continuos cambios y retoques del maestro causaban desasosiego entre los frailes dominicos. Este proceder ha dejado un sustrato de trazos y figuras corregidas, lo que los expertos llaman «pentimento», que está en el origen de numerosas especulaciones de carácter esotérico, cuando en realidad el único y más plausible propósito de Leonardo haya sido formular una interrogación sobre el misterio del mundo y revelar que el misterio de La Última Cena, según dice Ruiz-Domènec[iv], «es el descubrimiento de la necesidad de la muerte de Dios por los pecados de los hombres». Como resultado de ello, su poderosa imaginación ha permitido situar la dramática escena ante los ojos del espectador y que éste experimente, como los monjes que la vieron la primera vez, una profunda emoción.

La huida de Milán

Concluido el maravilloso fresco, Ludovico Sforza regaló a Leonardo una finca en las afueras de Milán y lo designó «ingeniero cameral» para que se ocupase de la construcción o reconstrucción del sistema defensivo del ducado. La situación exterior había empeorado y la Corte ya percibía la proximidad de la violencia. Luis XII había sucedido en el trono de Francia a Carlos VIII, muerto en un estúpido accidente. El nuevo soberano fortaleció sus alianzas italianas y se dispuso a continuar con su política expansionista. El frágil equilibrio geopolítico en el que vivían los estados de Italia desde la paz de Lodi, firmada en 1454, se rompió.

Durante aquellos momentos de tensión, Leonardo pensó en huir de Milán. Sin embargo, permaneció en la corte de Ludovico el Moro dedicado a la escritura de un cuaderno de notas sobre pintura que enlazaba con los escritos de Leon Battista Alberti. Este cuaderno, al que un erudito del siglo XVI tituló Tratatto della pintura, es la summa de la estética leonardiana. En sus consejos, normas y teorías, Leonardo estudia la pintura como una ciencia que permite la representación de los objetos visibles. Como recuerda Kenneth Clark, «Leonardo insiste en que quien desea estudiar pintura debe hallarse primero bien impuesto en matemáticas, porque las ciencias exactas deben formularse en términos matemáticos. Esta unión entre las artes y las matemáticas está muy lejos de nuestro modo de pensar, pero era fundamental para los hombres del Renacimiento», quienes veían en ella la base de la perspectiva.

También dedicó gran parte de su tiempo a conversar con fray Luca Pacioli, matemático autor de un libro titulado De divina proporcione, y a leer con él las obras de autores clásicos y medievales. Pero la situación se hizo insostenible y Milán acabó cayendo en agosto de 1499. Ludovico se refugió en la corte del emperador Maximiliano. Huido su protector, Leonardo creyó que el conde de Ligny, hermano de Luis XII, podía ser su sustituto. Sin embargo, poco consiguió de él. Más tarde, el mismo rey, que había quedado admirado con La Virgen de las rocas y La Última Cena, fue quien al parecer le encargó la realización de un cuadro de gran tamaño que pensaba regalar a Ana de Bretaña, su esposa. Los personajes de este cuadro eran Santa Ana, la Virgen María, Jesús y San Juan Bautista. Leonardo realizó un boceto sobre papel y cartón, que se conoce como Burlington House Cartoon, pero el cuadro nunca llegó a realizarse. Kennet Clark sostiene que este cartón fue realizado mucho más tarde, hacia 1505, después de su estancia en Florencia.

Una mañana de diciembre, Leonardo abandonó Milán con rumbo a Venecia, siguiendo el consejo de su amigo Luca Pacioli. Durante su viaje, hizo una parada en la fastuosa corte de Mantua, donde gobernaba Ercole I d’Este, cuya hija Isabella tenía fama de mujer muy culta y protectora de artistas. Aquí, Leonardo realizó un boceto de Isabella d’Este en carboncillo, tiza y pastel amarillo, en el que la rica dama aparece de perfil según la tradición de Mantua. El cuadro nunca llegó a hacerse a pesar de los ruegos de Isabella para que Leonardo se quedase en la corte de Ferrara, que tanto atraía a otros pintores y poetas por su boato y riqueza.

Leonardo decidió continuar viaje y en la primavera de 1500 ya se hallaba en Venecia, donde la amenaza turca mantenía en tensión a sus habitantes. En esta ciudad visita a su amigo Lorenzo di Credi, ocupado entonces en la ejecución de la estatua ecuestre de Bartolomeo Colleoni, que había diseñado su primer maestro, Andrea Verrocchio, y tiene la ocasión de conocer a Giorgione, Giovanni Bellini y a Palma. También visita la casa editorial de Aldo Manuzio, quien le muestra El sueño de Polifilo, libro de iniciación de la «gran obra» bellamente ilustrado.

Las noticias de los saqueos turcos en las colonias de Morea y la derrota en Zonquio de Antonio Grimani indujeron a Leonardo a abandonar Venecia a las pocas semanas. La última semana de abril, el maestro de Vinci ya se hallaba en Florencia, a la que había dejado hacía casi dos décadas.

Entre Florencia y Roma

En la Florencia que halló Leonardo había desaparecido el ambiente vivo y abierto de la época de Lorenzo el Magnífico. Ahora prevalecía el evangelismo radical y republicano de Girolamo Savonarola, cuyo fanatismo le llevaba a condenar a la «hoguera de las vanidades» toda expresión de arte pagano. Radicado en Florencia, Leonardo aceptó un encargo de los monjes carmelitas para la iglesia de la Santissima Annunziata. No se tienen certezas sobre el cuadro, pero por noticias de Giorgio Vasari y la descripción que fray Pietro da Novellara hace en una carta del 3 de abril de 1501 dirigida a Isabella d’Este, en la que también afirma que «el estilo de vida de Leonardo es muy incierto y cambiante», todo hace suponer que se trata de Santa Ana, la Virgen y el Niño, que recuerda el Burlington House Cartoon. No obstante tratar el mismo tema y que tienen en común la edad similar de Santa Ana y la Virgen cuyos cuerpos parecen uno solo, hay diferencias notables entre una y otra obra, entre ellas el gesto de Jesús, que en el cartón de Burlington House bendice a san Juan, del mismo modo como lo hace en La Virgen de las rocas, y en el cuadro se inclina para abrazar al cordero que no está en el cartón.

Como tampoco se encontraba cómodo en el clima enrarecido de la Florencia republicana, Leonardo aceptó la invitación de su amigo, el arquitecto Donato Bramante, y marchó a Roma. Bajo el pontificado de Julio II, la Ciudad Eterna bullía con el descubrimiento de las viejas ruinas imperiales que daban pie para la reflexión sobre la Antigüedad clásica. Durante esta visita, Leonardo conoció a Florimond Robertet, ministro de Francia, quien le encargó una pintura con el tema de la Virgen y el Niño. Esta vez, Leonardo abordó el tema decidido a descubrir «los misterios del mundo» y logró una de sus obras más inquietantes, aunque algunos críticos pongan en duda su autoría. En La Virgen del huso introdujo el paisaje de montañas alpinas como fondo de una escena íntima entre la Virgen y el Niño, entre una madre y su hijo, tal como ya lo había apuntado en Madona Litta y, sobre todo, en el cuadro de Santa Ana, la Virgen y el Niño.

Aunque Leonardo necesitaba de estos encargos para subsistir, sus clientes se quejaban de la extrema lentitud con que ejecutaba los cuadros. La razón radicaba en las diferentes inquietudes que ocupaban el tiempo de Leonardo y que en ese tiempo seguían siendo la geometría y las matemáticas. Esta misma inquietud lo llevó aceptar, en el verano de 1502, la invitación de César Borgia, duque de la Romaña, para que entrase a su servicio como ingeniero militar. Durante el año que cumplió con este cometido, Leonardo diseñó fortalezas y realizó notables mapas a vista de pájaro del territorio de la Italia central, dando al ilegítimo hijo del papa Alejandro VI precisa información geográfica para sus campañas bélicas.

La muchacha de la sonrisa y los titanes

A principios de 1503, Leonardo se encontraba nuevamente en Florencia, donde brillaban las estrellas de Rafael y de Miguel Ángel Buonarroti. Por esas fechas, Francesco del Giocondo, un acaudalado mercader amigo de la familia encargó a Leonardo un retrato de su esposa Lisa. El retrato de Mona Lisa o La Gioconda, como la denominó Cassiano dal Pozzo en 1625, constituye la obra más famosa y conocida del gran Leonardo da Vinci. Ríos de tinta han corrido acerca de la identidad de la protagonista del cuadro hasta forjar las más peregrinas leyendas. Algunas hablan de una campesina, otras de un muchacho y hasta de un autorretrato modificado. El cuadro de la dona aretrata, dicto la  Joconda, como figura en el inventario de Salai, el criado de Leonardo, era para Antonio de Beatis el «retrato de cierta dama florentina, tomado del natural a instancias del difunto magnífico Giuliano de Medici», lo cual obliga a fechar su realización alrededor de 1513. Para los gnósticos, la Mona Lisa es una representación de la Magdalena, acaso basándose en una nota del mismo Leonardo en el Códice de Urbino, que dice: «En cierta ocasión tuve que hacer una pintura que representara un tema divino para un amante, en la que se me pidió que representara una diosa para besarla sin levantar sospechas, pero al final la conciencia se impuso a los suspiros y a la lujuria y fue fuerza que la sacara de su casa».

Pero, independientemente de las cualidades del cuadro, en el que el sfumato leonardiano alcanza todo su poder de sugestión, lo que llama la atención es que Leonardo nunca entregara el cuadro a Francesco del Giocondo y lo llevara consigo hasta el fin de sus días. La Gioconda, «una belleza en la que se reflejan las graves inquietudes del alma», como dice Walter Pater[v], ejerció una gran influencia en la pintura florentina.

Mientras pintaba La Gioconda, Leonardo fue miembro de un jurado que debía evaluar el lugar donde sería emplazada una escultura que resultó ser el imponente David, de Miguel Ángel. Esta obra causó una profunda impresión en Leonardo y es la única contemporánea de la que hizo un dibujo, y por ella cambió su parecer acerca de la representación de los cuerpos masculinos musculosos que hacían pensar «en sacos llenos de nueces y en manojos de rábanos». Leonardo y Miguel Ángel tenían como artistas muchos puntos coincidentes, pero mientras aquél daba «forma a la inteligencia», en palabras de Luis Antonio de Villena[vi], éste representaba «la sensualidad creadora».

Desde el primer momento la relación entre los dos genios fue tan admirativa como tensa. Esta rivalidad por ocupar el reino del arte fue aprovechada por el confaloniero de Florencia, por entonces el inteligente Piero di Tommaso Soderini, para escenificar un verdadero duelo de titanes. Leonardo y Miguel Ángel fueron convocados para pintar la gran sala del Consejo del Palazzo Vecchio, la sede del gobierno florentino. Fue sin duda un verdadero duelo singular, que dividió a Florencia en dos bandos y en el que los dos genios afrontaron el reto con sus particulares y potentes convicciones estéticas.

Miguel Ángel adoptó como tema la Batalla de Cascina, en la que los florentinos lograron una importante victoria en 1364 sobre los pisanos. El pintor recrea el momento en que los soldados florentinos, que se bañan desnudos en el Arno, son avisados de la cercana presencia del enemigo y corren a vestirse. Leonardo por su parte trató la Batalla de Anghiari, en la que el ejército de Florencia vence al de Milán. A diferencia de Miguel Ángel, el genio de Vinci, inspirándose en La caída de Faetón, grabada en una gema propiedad de los Médicis, recrea el choque brutal de cuatro jinetes. En el lado izquierdo se reconocen Francesco y Niccolò Piccinino, comandantes del ejército milanés, y en el derecho a Piergiampaolo Orsini y Ludovico Scarampo, generales de los ejércitos pontificio y florentino.

Miguel Ángel realizó una soberbia representación plástica del desnudo masculino valiéndose de su depurada «retórica muscular», mientras que Leonardo recreó la furia desatada del guerrero en el campo de batalla. En ambos casos y desde distintas estéticas, las obras son una condena explícita de la brutalidad de la guerra y a la vez una exaltación de la pulsión erótica. Mientras pudieron verse, estas dos magníficas obras fueron, según Cellini, «escuela del mundo» y referencia ineludible del estilo heroico moderno. Lamentablemente, los frescos que ambos pintaron fueron destruidos y de ellos sólo quedan copias de dibujos. En el caso de Leonardo la mala calidad de la pintura hizo que se perdiera al cabo de pocos años, aunque algunos piensan que él mismo lo destruyó por esa causa dada la tacañería del gobierno florentino, y en el de Miguel Ángel, el fresco fue destruido durante los disturbios que precedieron a la caída de los Médicis, derrotados por los españoles. Acaso la más bella copia de la Batalla de Anghiari sea la que Peter Paul Rubens[vii] hizo en tiza negra, pluma, tinta y realces de albayalde con retoques de acuarela, y la de Miguel Ángel el cartón de Aristotele da Sangallo. Ellas han permitido entrever dos obras magistrales del arte renacentista.

En la corte de Francia

En mayo de 1506, Leonardo da Vinci abandonó Florencia convocado por Charles d’Amboise, gobernador francés de Milán. Aquí se ocupó de la decoración de las fiestas palaciegas y de la instalación de sistemas de riego. Asimismo, proyectó para el gobernador una villa con jardines, fuentes y juegos de agua, volvió a trabajar en Santa Anta, la Virgen y el Niño. Al parecer por entonces inició para su protector Leda y el cisne, cuadro que se ha perdido y que sólo se conoce a través de fuentes escritas y de varias copias, entre ellas la atribuida a Cesare da Sesto. También hizo estudios para una Leda arrodillada y para un monumento ecuestre en honor del general Gianciacomo Trivulzio, comandante de las tropas francesas que tomaron Milán. En esta ocasión rescató su proyecto de un caballo encabritado, aunque de menor tamaño que el que había imaginado para Francesco Sforza. Sin embargo, al cabo de unos años, Trivulzio desistió de hacerse el monumental mausoleo.

Decepcionado por este nuevo fracaso en la realización de una estatua que se presumía única, Leonardo se enfrascó otra vez en los estudios anatómicos del sistema locomotriz basándose directamente en la disección de cadáveres. En 1511, a la muerte de Charles d’Amboise, pasó al servicio de Giuliano de Médicis y se instaló en Roma, donde Giovanni de Médicis había accedido al solio pontificio con el nombre de León X. La vida en la corte papal no fue fácil ni tan prometedora como había supuesto. No tuvo ocasión de trabajar en ningún proyecto artístico de importancia y sólo se le encargó desecar las lagunas Pontinas, al sur de Roma.

Relata Vasari que «hacía muchas locuras» y que «experimentaba con el mayor de los esmeros con óleos y barnices». Estos experimentos estaban directamente relacionados con la técnica del sfumato que aplicó en sus San Juan Bautista y San Juan Bautista con atributos de Baco, añadidos más tarde al parecer por un discípulo. En estas dos últimas obras, Leonardo aplicó varias capas de pinturas de colores suaves y transparentes logrando un extraordinariamente rico efecto de difuminado con asombrosas transiciones y contrastes entre luces y sombras.

Giuliano de Médicis murió en 1516 y Leonardo aceptó la invitación de Francisco I para trasladarse a Francia con sus discípulos Francesco Menzi y Giacomo Salai y su cocinera Battista de Villanis. En el palacio de Ambois, Leonardo pasó los últimos años de su vida, aquejado de una parálisis parcial según el relato de Antonio Beatis[viii]. En este tiempo realizó numerosos dibujos de felinos, caballos y dragones a los que imprime una impronta infantil, llena de frescura y fantasía.

Leonardo da Vinci murió en la noche del 2 de mayo de 1519 rodeado de sus fieles Francesco Melzi, Battista Villanis y Mathurine, su criada francesa. Si bien hay una leyenda muy extendida según la cual murió en brazos de Francisco I, cabe señalar que éste se encontraba en ese momento en Saint-Germain.en-Laye, a raíz del nacimiento de su segundo hijo. El cuerpo de uno de los más grandes genios del arte universal fue inhumado en la iglesia de Saint-Florentin de Amboise.


[i] Fragmento de Leonardo, de Antonio Tello, Sol 90, Barcelona, 2006.

[ii] Kenneth Clark (1903-1983). Historiador del arte británico autor de Leonardo (1939).

[iii] Ernst Hans Joseph Gombrich (1909-2001). Historiador del arte británico de origen austríaco. Autor de La historia del arte, publicada en España por Editorial Debate, en 1997.

[iv] José Enrique Ruiz-Domènec (1948). Historiador español especialista en la cultura europea y la Edad Media. Autor de Leonardo da Vinci o el misterio de la belleza (Península/Atalaya, 2006).

[v] Walter Horatio Pater (1839-1894). Historiador del arte británico, especializado en el Renacimiento.

[vi] Luis Antonio de Villena (1951). Poeta y ensayista español.

[vii] Peter Paul Rubens (1577-1640). Pintor alemán de la escuela barroca flamenca.

[viii] Antonio de Beatis. (¿?). Canónigo italiano autor de un diario de viaje (1517-1518), considerado por la crítica de gran valor para la historia del arte.}


Lee la primera parte:

Leonardo da Vinci o el principio de la belleza

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